Los artistas de la Séptima
Tercer Encuentro de investigaciones emergentes (IDARTES, UJTL)
Construcción colectiva y lo común
Los artistas de La Séptima
Daniel García
I. Presentación y aclaraciones
Para hacerle justicia al nombre del Encuentro, decidí elaborar este texto como un diario de campo sobre la emergencia de una investigación llevada a cabo en aproximadamente tres meses y medio. Tal decisión implica mencionar intuiciones y estrategias; dar cuenta de la forma en la que entré en contacto con los artistas y del trabajo etnográfico que se realizó con ellos; meditar sobre las preguntas que surgieron en el camino y considerar algunos aspectos de manera autocrítica. En síntesis, de lo que se trata es de narrar un proceso: sus fracasos y sus aciertos, los caminos elegidos al precio del abandono y la cancelación de otros. Una vez se completó el tiempo en el que participé como “investigador invitado”[1] miro hacia atrás y puedo reconocer varios errores en la forma en la que entendí y ejecuté mi labor; sin embargo también soy consciente que entre los desaciertos y las limitaciones emergió algo valioso: experiencias. Esto, y no un articulo académico que presente una imagen acabada del grupo de artistas que día a día trabaja bajo el alero del Edificio de la ETB en el barrio Las Nieves, es lo que quiero compartir con los lectores.
Como complemento de esta introducción, también creo necesario hacer algunas aclaraciones. La primera, que la investigación no está terminada; prefiero considerarla en formación y espero que el diálogo con los artistas continúe abierto; en ese sentido la escritura es, como diría Michel de Certeau, una imagen invertida de la práctica. Así mismo, aunque el texto sea el medio con el cual doy cuenta de lo que sucedió en estos meses, lo más valioso fue el resultado visual del proceso: por un lado, con la labor de los veintiún artistas que participaron en el proyecto que les propuse y por otro lado con el trabajo de registro fotográfico y de creación de un archivo llevado a cabo por la fotógrafa y estudiante de Artes Plásticas Ana María Zuluaga, quien participó como asistente de investigación. Ambas son manifestaciones de gran valor que no se agotan en esta interpretación inicial, todavía incapaz de distancia crítica e imaginación histórica. La última aclaración consiste en reconocer que tanto el tema (construcción colectiva y lo común) como el objeto de estudio (los artistas de la Séptima) fueron promovidos por IDARTES y el Departamento de Artes Plásticas de la UJTL, como parte de una política a partir de la cual se han realizado una serie de proyectos que buscan ampliar, enriquecer y problematizar la concepción que se tiene de las prácticas artísticas y la vida cultural en Bogotá.
La investigación que llevé a cabo se desarrolló en forma paralela a la curaduría, el montaje y la exhibición de una serie de obras de los artistas de la Séptima en la casa de la Fundación Amigos de Bogotá y en el Callejón de las exposiciones del Teatro Jorge Eliécer Gaitán. Esta iniciativa liderada por IDARTES y coordinada por Liliana Sánchez y algunos de los artistas que llevan más tiempo vinculados a la Séptima, reunió obras de 18 pintores. Bajo la misma coordinación el pasado 6 de agosto se llevó a cabo el Premio de caricatura en la plazoleta de las Nieves, en donde se dieron nueve estímulos que alcanzaron un total de 12 millones de pesos o un poco más, distribuidos entre los autores de los mejores trabajos. Por otra parte, a mediados de 2012, y esta vez bajo el liderazgo del Departamento de Artes de la UJTL, se realizó un interesante experimento con la propuesta de la ELEP. En la Escuela libre de experimentación plástica enfocada en la cualificación de “artistas empíricos” participó un grupo de la Séptima, asistiendo a los talleres, conversatorios y exposiciones que se llevaron a cabo allí durante tres meses. Enmarcados en este conjunto de iniciativas, mis primeros acercamientos a los artistas fluyeron por la familiaridad que algunos de ellos tienen con las instituciones que yo estaba representando. Esto facilitó el surgimiento de un diálogo.
II. Intuiciones y estrategias
Inicialmente pensé en hacer esta investigación como un trabajo de archivo y de etnografía. A partir de la lectura de documentos, la observación del lugar y la realización de entrevistas, escribiría una crónica en la que pretendía explorar lo que significa trabajar en un espacio de exposición en los dos sentidos del término: el primero, ligado al arte y las mercancías, es decir, a la Séptima como lugar de exhibición de las imágenes y de su proceso de fabricación. El segundo, en relación con lo que significa buscarse el sustento en la calle y estar “expuesto” a los azares del espacio público. Esto me llevó a pensar en las relaciones entre los pintores y las personas que hacían de la Séptima su espacio para laborar: loteros, vendedores de dulces y minutos, lectores del tarot, profesores de matemáticas, cantantes de boleros, saxofonistas y creadores de espectáculos precarios. Para iniciar la investigación consulté y obtuve de colegas y estudiantes algunos datos sobre la historia de esta tradición; unos cuantos artículos de prensa en El Tiempo y El Espectador, folletos y algunas referencias de páginas web.
En los archivos de prensa encontré por primera vez la mención del cubano Oswaldo Romay: uno de los dibujantes celebres del lugar, que estuvo allí durante casi 20 años trabajando de manera incansable y que murió hace no mucho tiempo; el artículo lo presentaba como un personaje exótico: el hombre que llegó a Colombia después de la Revolución y echó raíces en el centro de la capital. Otro tipo de artículos recreaban en forma heroica y cómica las peripecias y aventuras que tenían que vivir los artistas de la Séptima: dibujar muertos, asistir a orgías, cumplir con los caprichos del público y pelear contra la adversidad de calle. En forma implícita, tal discurso declaraba a los ocupantes de este espacio como patrimonio intangible, pero al mismo tiempo caía en la trampa de representarlos como seres exóticos y caricaturescos: ejemplares de un museo callejero, pintoresco, y en vía de extinción. La sospecha inicial que tuve con la lectura de estos artículos se vio corroborada después. Luego de hablar con varios de ellos, descubrí que al parecer el cubano no venía de Cuba, sino de Sincelejo o de otra ciudad del norte del país, y que su madre era cubana, pero su padre colombiano. Anécdotas como esa me revelaron cierta esterilidad en este tipo de discurso. A ese estilo de escritura quise llamarlo narrativa de la exotización.
Por otra parte, las páginas web, los folletos y los artículos restantes se referían a proyectos y eventos en los que se destacaba la “agudeza” o la “buena voluntad” de diferentes instituciones o individuos, que de una u otra forma se habían involucrado con los artistas de las Séptima para realizar algún proyecto. Desde mi punto de vista, este género de discursos también desdibujada a las personas y al trabajo que se hacía en la Séptima día a día. Por un lado, mediante la sobreidentificación del grupo, pues se le representaba de acuerdo a estereotipos ligados al lugar y a las condiciones adversas de trabajo. Y por otro lado, mediante el autoelogio de quienes aparecían como patrocinadores o coparticipes. Un ejemplo de ello aparece en el folleto de la exhibición que IDARTES organizó en 2012, bajo el título de Dibujar a la carrera. Tal juego de palabras, que en principio parece inofensivo, resultaba problemático. Al hacer alusión a la Séptima y a la velocidad con que se debe trabajar allí, se eligió como signo de identidad colectiva lo que este grupo de artistas más resiente de su condición: el malestar que produce tener que ejercer a contratiempo y por un bajo costo un oficio que se quiere, en un lugar que no es del todo adecuado para su ejecución. Independiente de quien haya elegido ese epíteto (incluso pudo haber sido alguno de los artistas que representaba al grupo ante IDARTES) lo que resulta nefasto es la lectura que puede hacer el público de un mensaje de este estilo: “los de la Séptima, los que trabajan de afán porque no tienen otra opción”. Por otra parte, en el interior del folleto, lo que se descubre es que el rol protagónico del relato lo ocupa la institución: por su altruismo y su espíritu democrático que gestiona y organiza exposiciones incluso para aquellos que viven a la carrera y de la Carrera. Un juego peligroso de sobreidentificaciones y legitimaciones que quise llamar la narrativa de la instrumentalización.
De manera simultánea a esta incipiente labor de archivo comencé a visitar el lugar y a charlar con algunos de los pintores y dibujantes que fui encontrando en el extremo norte del espacio que ocupan de la Séptima. Juan Carlos Velasco (quien lleva más de 17 años trabajando en el mismo lugar), mostró un gran escepticismo a todo tipo de iniciativas institucionales. Según sus palabras, lo que estaba haciendo ahora IDARTES era “arrojar un hueso en una jauría de perros”. A su juicio, esta es una “entidad que nació moribunda o que casi llega al aborto”, pues su presupuesto no da abasto para la población de una ciudad como Bogotá. Por otra parte Alexander Romero, el artista que trabaja al lado de Juan Carlos, aunque más parco al principio, mostró interés en mi indagación. Con un poco menos de sarcasmo, me contó acerca de las diferentes actividades hechas con IDARTES, y sobre las ventajas y los problemas que había implicado la repartición de los recursos y el aprovechamiento de los espacios gestionados (por ejemplo en el stand patrocinando en la Feria del Libro, en donde los “líderes” habían organizado los horarios de trabajo de manera parcial). Debido a mi interés en conocer no solo el presente, sino también un poco más la historia de ese lugar, Alexander me contactó con Antonio Fuertes, un fotógrafo que había hecho un seguimiento de los artistas de la Séptima hacía un buen tiempo.
El encuentro y la entrevista a Antonio en una taberna tradicional del centro me hicieron ver que la labor etnográfica que yo podía realizar en un par de meses era desde todo punto de vista insuficiente ante el trabajo que él había realizado por más de 20 años. Me mostró archivos de prensa, fotografías, libros y otro tipo de documentos. También me confesó su pasión por pintar, motivo que lo había acercado a los artistas de la Séptima hacía tanto tiempo. Con un poco de timidez sacó de una carpeta sus dibujos de rostros, desnudos y escenas de costumbres. También me contó varias historias en medio de lagunas y silencios: el relato de Hernán González, uno de los más activos de la Séptima que murió asesinado en circunstancias extrañas; los problemas típicos con respecto a los encargos hechos por funcionarios y autoridades que luego decidían amedrentar y no pagar; algunas iniciativas que se habían impulsado colectivamente para mejorar las condiciones de trabajo en ese espacio: futuros promisorios que una u otra circunstancia habían suprimido.
Finalmente Antonio se refirió a los cambios que habían tenido el lugar de manera lenta y progresiva en su oficio de fotógrafo. En torno a este punto surgió un interrogante que me desviaba de mi camino inicial, pero que no podía ignorar: ¿Cómo se había transformado la relación entre la fabricación manual y artesanal de imágenes y los medios de reproductibilidad técnica? Cuando Antonio inició su aprendizaje de la fotografía en los años setenta en Popayán, tuvo un profesor llamado Arturo Jaramillo, quien le enseñó el oficio de colorear las fotos en blanco y negro. Este saber que ha guardado hasta hoy fue de gran utilidad durante un tiempo, debido a los diversos encargos que le hacían: muchos querían ver sus añejas imágenes familiares con un aspecto más vivo. Tal técnica artesanal cayó luego en desuso con la masificación de la fotografía a color y posteriormente aún más con el surgimiento de la imagen digital. Esta historia me hizo preguntarme cómo se había dado la transformación de esa relación en el caso de los artistas de la Séptima. Las respuestas, aunque diversas, podrían sinterizarse así: antes de la masificación de la imagen digital la gente se acercaba a los pintores para obtener un retrato en vivo o para convertir una vieja y deteriorada fotografía en una representación a color. Hoy la mayoría de clientes viene con impresiones digitales desechables, para que ellos las transformen en retratos hechos al carboncillo; el deseo actual ya no solamente está atravesado por la fidelidad de la imagen a su modelo: ahora consiste en pasar de la proliferante y exacta reproducción digital que circula en las pantallas a la labor artesanal en la que secretamente se deposita una memoria en un trozo de materia. Es curioso pensar en estas relaciones cambiantes y complejas, pues es allí y no en la pureza de cada medio en donde se puede rastrear el significado social de las imágenes. ¿Cómo comprender los deseos colectivos que sueñan con un desarrollo cada vez mayor de las técnicas de representación visual y al mismo tiempo añoran un regreso a la labor manual? El interrogante daba para una investigación que excedía el tiempo con el que contaba para hacer un trabajo sobre esas lentas y reveladoras transformaciones. Cercana a la fecha de nuestro encuentro, Antonio Fuertes se presentaría a una convocatoria de IDARTES para participar en el premio de crónica fotográfica. Su tema: los artistas de la carrera Séptima con calle 20 en Bogotá.
Además del desánimo de saber que mi trabajo de etnografía y lectura de documentos iba a dejar por fuera éste y otros interrogantes de hondo calado sobre el significado social y cultural de este espacio de la ciudad, en las siguientes salidas que hice a terreno me choqué con una nueva dificultad: la naturaleza idéntica y al mismo tiempo cambiante del lugar. En mi deseo por saber quiénes exactamente hacían parte de este grupo descubrí que algunos eran intermitentes (“paracaidistas” les llaman), otros aventureros, unos más recién llegados y para colmo de males todos se confundían entre los que estaban a diario sin que se dieran muchos roces. Algunos de mis interlocutores durante los primeros días, desaparecieron como por arte de magia. Ese fue el caso de Fredy Nontien, que lleva casi dos décadas yendo y viniendo, y quien me contó con humor y desengaño varias de las anécdotas que había vivido allí. Los ventarrones que se llevaban todo; las luchas silenciosas o ruidosas por el control del espacio; la envidia de algunos antiguos ante la aparición de nuevos pintores que atraían más clientes; peleas incluso con caballetes o lo que estuviera a la mano; cabezas rotas y caras sangrantes. El último de estos incidentes ocurrió hace algunos años con Augusto Saldarriaga, conocido como Salsán, quien había entrado en conflictos tan fuertes con otros artistas que fue demandado y vetado del espacio por los nuevos líderes del grupo. Una vez más surgía la evidencia: la calle, aunque alegre y vital, estaba llena de destinos truncados. Por eso aunque el trabajo transcurriera casi todo el tiempo en jovial y tensa complicidad, en ocasiones estallaba en desesperación. No obstante la marea siempre volvía a la calma, pues afuera hay sitio para todos. Ahora Salsán está ubicado en la esquina de la Séptima con Jiménez, bajo el alero del edificio diseñado por Bruno Violi para El Tiempo[2]. Estas conversaciones con Fredy me hicieron comprender un poco más la naturaleza del espacio; sin embargo su desaparición repentina me hizo sentir incertidumbre de nuevo ¿Eran realmente ciertas sus historias? ¿Se acoplaban a la versión de los otros? Algo similar ocurrió con Diego Mauricio Tovar, quien me hizo entender que en este oficio también hay pintores viajeros y siempre debe haber lugar para ellos. De hecho, en varias oportunidades me habló de la creación de una ruta apoyada por alguna institución, para que los artistas supieran cómo moverse por el país, e incluso por la región. Su meta ahora es abrir camino hasta Brasil, para llegar a trabajar al mundial. Ante la curiosidad que despertó su propuesta quise preguntarle un poco más de qué se trataba; sin embargo también lo perdí de vista. ¿Quiénes eran entonces “los artistas de la Séptima”? ¿Cuántos podían incluirse dentro de esa denominación? Ante la pulsión totalitaria de censar y cuantificar experimentada por todo investigador de una colectividad, la cuenta siempre se revelaba errónea.
En cualquier caso, sedentarios o viajeros, casi todos resultaron ser buenos narradores, pues siempre un recuerdo llevaba a una anécdota y ésta a una historia que se engarzaba a otra y otra más. Ante la variedad de voces y relatos, ¿Por donde empezar el mío? La incertidumbre de los primeros acercamientos me obligó a darle un giro al proceso de investigación. ¿Cómo representar a un grupo de artistas cuya labor está por completo atravesada por el trabajo con la representación visual? ¿Cómo captar lo común de una colectividad cuya imagen es proliferante e inasible? El material que alcanzaría a recoger y procesar en pocas semanas solo se podría plasmar en un documento insuficiente, selectivo y mezquino: un discurso más que caería en las narrativas de la exotización o la instrumentalización. Aunque era inevitable escapar por completo de estas dos actitudes, intent uevo repartoos. intervalo berseo al menos saberse situar en la brecha de estos extremos. ial de este espacio de la ciudad,é tomar distancia de ellas, o al menos mantenerme en el intervalo que se abría entre ambas.
Fue entonces cuando comenzó a surgir la idea de crear un proyecto con los artistas. Después de todo, al releer la convocatoria del Encuentro, investigación y creación debían confluir para aprender a pensar juntos en formas de reinvención colectiva de la realidad. Tal propósito buscaba convertir el proceso de trabajo en una experiencia política. Guiado por la definición que de ello da Jacques Rancière, imaginé el proyecto como la interrupción de un reparto (de lo sensible) establecido, que permitiera la emergencia de otras formas de hablar y relacionarse. No obstante, este discurso que tanto gusta en la academia no se suele dar en el terreno si no se piensa al mismo tiempo en una estrategia para trastocar los roles y reutilizar los recursos. Por eso la primera decisión fue aprovechar parte de los honorarios que tendría como investigador de este encuentro para inventar algo con los artistas. La decisión de utilizar este presupuesto por adelantado implicó un cambio de posición que, aunque me dejó sin plata, me dio más libertad de acción y diálogo. Si bien para mí era claro que en este proceso representaba la Institucionalidad (IDARTES y la UJTL, es decir el estado y la Universidad) quise salirme del rol de investigador aséptico que luego de hacer su diagnóstico crítico y distante, entrega un informe y cobra sus honorarios.
En lugar de asumir este papel, en nombre del cual se ha practicado tanto canibalismo cultural humanitario, quise encarnar la institución en su dimensión más práctica: la de entidad contratante que ejerce presión, gracias a que pone en juego su capital y su dimensión negociadora y negociante. Curiosamente, con esta decisión también pude asimilarme al cliente; el hecho de hacer parte del público comprador resultó más cómodo para el trato con ellos, pues cualquier proyecto implica tiempo y el tiempo es plata, es decir trabajo y supervivencia. Sin calcularlo, el resultado inicial de esta estrategia produjo una desidentificación sana para las partes y necesaria para que surgiera un diálogo distinto al de la entrevista o la transacción; al situarme en una zona intermedia entre el rol de extraño, investigador, profesor y cliente, fui desdibujando mi imagen inicial como “funcionario” de IDARTES, figura a través de la cual me reconocieron los artistas durante mis primeras visitas. Así mismo, ellos se liberaron un poco de esa incomoda sensación que produce ser “un objeto de estudio” y pasaron a asumirse en su papel de pintores; sin embargo no fue ese el único rol que asumieron, pues la propuesta los llevó a pensarse como individuos, artistas y en cierta medida, también como aprendices. Este primer movimiento se convirtió en una ruta de escape frente a los encasillamientos rígidos en los que estábamos cayendo.
Luego de haber recorrido durante varias ocasiones los diferentes puestos instalados entre las calles 20 y 21, bajo el alero del edificio de la ETB, pensé en proponerles un proyecto con el género pictórico que más se comercia allí: el retrato. La propuesta consistió en que cada uno pintaría su autorretrato en el lugar de trabajo que ocupa. A partir de un registro fotográfico y sonoro tomado en el momento de su elaboración, se recogería el material para el proyecto. ¿Cuál fue el propósito? Aproximarme a una comprensión de su labor mediante una experiencia en la que ellos produjeran una representación de sí mismos.
Luego de tener en cuenta mi presupuesto, los precios del mercado y el número aproximado de artistas que cotidianamente estaban allí, calculé con algunos de ellos que para cada uno habría un monto de $ 30.000 pesos, no para la venta del autorretrato, sino a cambio de la posibilidad de registrar el proceso y el resultado del trabajo. La reacción de quienes primero escucharon la propuesta fue de escepticismo, sobre todo el asunto del pago, pues al principio propuse hacerlo luego de que recibiera mis honorarios; no obstante el ejercicio causó curiosidad porque mientras algunos confesaban nunca haberse hecho un autorretrato, otros decían que había sido una de sus formas básicas de aprendizaje. Después los primeros autorretratos todo se fue resolviendo en un tire y afloje amable y tenso. En esta situación pagar el trabajo jugó un papel fundamental, pues permitió ligar la experiencia de autoconocimiento y extrañamiento que implica pintar un autorretrato con las lógicas del mercado del lugar y con las condiciones de supervivencia que se viven allí diariamente Para superar los obstáculos, la opción que se tomó finalmente fue la de pagar lo más pronto posible luego de que el ejercicio se hubiese hecho.
Para comenzar este proyecto compartí con ellos una serie de más o menos 80 referentes de autorretratos tomados de los archivos de la historia del arte occidental, en diferentes épocas y lugares. Cada uno eligió los dos o tres que más le llamaron la atención. Esta selección tuvo dos criterios, aunque no científicos; el primero consistió en seguir el capricho de profesores de historia del arte que conocen algunos pintores y desconocen otros; el segundo se basó en la disponibilidad de buenas imágenes que se pudieran hallar en la red. Esta suerte de taller espontáneo desató un diálogo sobre arte que fundó un terreno de reflexión común. Por otra parte y como sugerencia de Juan Carlos Velasco, comenzamos a llevar un espejo y un caballete para quienes quisieran pintarse a partir de su reflejo.
III. Desarrollo del proyecto
Quien inicialmente dijo que no le interesaba hacer su autorretrato fue Walter Tinoco. Sin embargo, curiosamente fue el primero que lo pintó y uno de los artistas con quien más he compartido en estos meses. Él me hizo entender que el negocio era chan con chan: autorretrato hecho, autorretrato pagado. También quien me sugirió la idea del precio. Sin dejar espacio para la duda, una vez hecho el trato, sacó su teléfono, lo utilizó con la función de cámara como un espejo y se plasmó en una imagen compuesta de trazos hechos con acrílico de distintos colores que hicieron aparecer el rostro en medio de mucho movimiento corporal. Fue un trabajo que tardó poco más de cuarenta minutos en su etapa inicial. Luego lo tuvo por algunas horas y lo finalizó con unas pinceladas que lo transformaron de manera notoria. Actualmente Walter está en medio de un arduo proceso de experimentación y descubrimiento constante en su trabajo, cargado de la ansiedad que eso implica, pues los espacios y los medios siempre parecen insuficientes al lado de la avidez de una voluntad artística potente. De hecho, eso lo llevó a tener algunos roces con los gestores de la exposición en el Corredor Cultural del Jorge Eliécer Gaitán y a la decisión, de ambas partes, de que no se exhibieran sus pinturas allí. La discusión se dio en torno al lugar en el que se pondría la obra Trastorno obsesivo compulsivo materialismo y necesidades falsas, un acrílico sobre papel acuarela que recrea con una fidelidad exhaustiva la esquina de la Jiménez con Séptima en donde se ubica el edificio de El Tiempo. La representación de este conocido espacio en medio de unas zonas con manchas de color, se transforma en el telón de fondo de una escena cómica en la que Pacho Santos hace un gesto de terror mientras se apoya en la espalda de dos hombres que a cada lado miran fijamente al espectador; en el extremo inferior derecho, separado por un teléfono móvil que viene volando desde la Séptima para llegar al primer plano, Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos aparecen en una escena emblemática que los medios reprodujeron hace algunos años. La piel de ambos es pálida, como si fuesen cadáveres y están envueltos por manchas de color que se salen del marco. Al ir charlando con Walter me he dado cuenta de que en toda imagen poética hay algo de este conflicto necesario y constante entre la realidad y el deseo.
Algunos días después Juan Manuel Vaca apareció con un retrato hecho en acrílico sobre MDF bastante avanzado; en distintas ocasiones lo retocó un poco en nuestra presencia para que hiciésemos el registro fotográfico de su labor como pintor. No obstante es claro que en su caso se trató de un autorretrato que necesitaba de introspección y soledad. Manuel es un gran lector, y eso lo hace ser un pintor filósofo: en su caballete de exhibición tiene los mensajes de Apolo en su templo de Delfos en la base de dos imágenes: a la izquierda Janis Joplin y debajo de ella el lema “Conócete a ti mismo”; a la derecha Osama Bin Laden con la consigna: “Nada en exceso”. En las últimas semanas apareció en su caballete de exhibición la figura de Krishna como niño y la versión libre de autorretrato de Gustave Courbet fumando una pipa, basado en los referentes que había compartido con ellos. Después de los primeros registros fotográficos el retrato volvió a aparecer con nuevos cambios. Dos pequeñas figuras al lado de cada oreja: un diablo y un ángel. Le preguntamos por ellas y dijo: “el de rojo habla mucho, el de blanco es más bien callado, permanece casi todo el tiempo en silencio[3]”. Sobre la gorra que lleva puesta Manuel como parte de su indumentaria de trabajo hay una representación de las constelaciones celestes en medio de la noche. Quizás sea eso un indicio de lo que representa para él la función primordial de las imágenes: su posibilidad de servirnos como medios de orientación. Varios días después de habernos entregado su autorretrato, íbamos pasando con el caballete y el espejo y nos dijo que quería hacer un espontáneo en cinco minutos. Entonces nos detuvimos y dispusimos los elementos mientras el rápidamente sacaba una cartulina y la ponía sobre la tabla: primero dibujó con gruesas líneas hechas en plumón la línea con los botones y el cuello de su camisa; luego vino una curva que salía en medio de su garganta y que hizo aparecer una interrogación en el lugar del rostro. “!Está listo! dijo: “Se lo pueden llevar”.
Pocos días después, Germán Robayo fue quien se animó en tercer lugar a hacer su autorretrato. Entre los referentes que escogió está el bello dibujo que Alberto Durero hizo de sí mismo a la edad de 12 años. En algunas conversaciones que sostuvimos descubrí que hay algo que le inquieta a Germán en su formación como artista visual: la violencia de las imágenes y su capacidad de ser un potente fármaco; páginas web en donde se exhiben cientos de torturas, ejecuciones y catástrofes rondan a nuestro alrededor como fantasmas de obsesiones. Esta dimensión aterradora de la cultura visual que está ante nosotros y la pulsión que nos lleva a ser sus espectadores fue lo que inspiró su autorretrato. Inicialmente preparó la cartulina empapándola con Coca-Cola y tinto para darle una apariencia de pergamino viejo. La idea original consistía en representarse sin piel en el rostro, parodiando los estudios de anatomía de Leonardo Da Vinci; sin embargo en el proceso de trabajo surgió una imagen fantástica, descarnada y burlesca de sí mismo: dos ganchos tensados entre el párpado inferior y el pómulo le obligan a mantener los ojos abiertos, similar a la clásica escena de La Naranja Mecánica; otro está engarzado entre la comisura derecha de los labios y el lóbulo de la oreja, obligando a que exhiba una sonrisa templada que forma una mueca espantosa. El día en que fuimos a recoger su autorretrato llevábamos el espejo por primera vez. Entonces se ofreció a hacer una segunda versión de sí mismo para que pudiésemos hacer un registro fotográfico. Es curiosa la imagen que resultó, pues los párpados cubren las pupilas y los labios hacen un gesto de quien puede respirar o descansar, como si estuviera en un estado plácido de ensoñación; como si cerrar los ojos fuese también una forma potente de ver. Al comparar los dos autorretratos se puede afirmar que una posible estrategia para neutralizar ese exceso de terror que viaja en los medios y se mete en los cuerpos consiste en fabricar las propias imágenes, bien sea con la mente, bien sea con las manos. Germán permanece diariamente tranquilo y silencioso, consagrado en su labor que realiza guarecido en el alfeizar que da contra la esquina de una las ventanas del edificio de la ETB. Cómo si el trabajo en la Séptima fuera una curación.
En la Séptima, Alexander Romero, con quien había charlado en mis primeras visitas, es como lo que en arquitectura se llama “el genio del lugar”. Aún en los días más solos, incluso en la noche, Alex está siempre poniéndole el pecho al frío. Sin embargo no es solo por eso que pensé en esta caracterización; también por su genio vallenato: flemático y de buen humor, intentando siempre comprender cómo su lugar se relaciona con los otros, es decir, dispuesto a participar en las iniciativas que ofrecen las instituciones sin tener que traicionarse o venderse. De acuerdo con el lema: “¿Quién soy yo?”, escrito en uno de los pilares del edificio de ETB en donde está ubicado su puesto, Alexander realizó dos autorretratos que reflejan sus dos estilos gráficos: el primero consiste en un lenguaje realista alterado, pues los trazos que forman la imagen en tres cuartos parecen ondas sonoras en interferencia. El segundo de tipo caricaturesco, exhibe un largo lápiz que sale de su boca paralelo a un dedo índice que señala y empuja el primer plano mediante una forma esférica. En una de las charlas que tuvimos, Alex me explicó algunas de sus estrategias de trabajo. Entre ellas me llamó la atención la que tiene que ver con las caricaturas que en ocasiones le encargan grupos familiares o de oficinistas, buscando escapar del tedio que implica pertenecer a una colectividad no elegida: “no se trata solamente de exagerar los gestos y de poner uno al lado del otro como quien los reúne para una foto. Se trata sobre todo de entender una relación que incluso quienes encargan el trabajo quizás no han percibido”. Es interesante ver cómo estos secretos del oficio se relacionan con funciones básicas de las imágenes del arte moderno; para Alex, componer una caricatura colectiva implica comprender una relación cuya verdadera naturaleza solo suele revelarse mediante una ironía (algo similar a lo que los románticos alemanes llamaron el Witz). Para ilustrar esta estrategia, fue explicándome un encargo de medio pliego que tenía en sus rodillas, mientras le daba los toques finales: en el centro de la imagen se recreaba la figura de un jefe llorón que abrazaba a sus empleados con unos brazos extensos. A lado y lado de su cara enorme, justo bajo sus axilas, aparecían las dos chicas coquetas de la oficina. Abrazados con las manos gigantes el acosador, el hipocondriaco, el costeño cachaco y otros más; finalmente justo en el lugar de sus testículos, las cabezas risueñas de los dos fanáticos del futbol, con su indumentaria deportiva. Esa sí es una verdadera imagen corporativa.
Si bien Alex me ilustró en esa habilidad para encontrar la relación cómica, fue Juan Carlos Velasco quien la llevó a un terreno distinto al explicarme que gran parte de su trabajo consistía en el arte del montaje. Situado al lado de Alexander, Juan Carlos diariamente llega con su colección de retratos y caricaturas en carboncillos y sepias que instala en el alfeizar inclinado de la ventana del edificio de la ETB: Einstein, el Che, Gaitán, Héctor Lavoe, Gabo, Marilyn Monroe, Amparo Grisales y Fito Páez entre otros, forman una galería rectangular de tres filas. J. C. casi siempre se viste de negro: su gorro y su chaqueta para el frío contrastan con la barba canosa, la piel rosada y las gafas de marco dorado. En varias de las oportunidades en que lo visité, tenía en sus manos dos fotografías a partir de las cuales debía crear una composición: dos ancianos que parecen marido y mujer, un joven y su perro, un padre y su hija… En todos estos casos la labor consiste en “unirlos como si hubieran estado juntos en ese momento”; para ello les coloca “partes de cuerpos, manos”, los acerca, les “da calor humano, una ambientación, como si hubieran estado ahí”. Aquí el juego irónico del montaje que hace reír del que me habló Alex, le abre paso a un arte del acoplamiento que remite a una circunstancia trágica o melancólica: encuentros que se desearon y quedaron incumplidos, vidas separadas, la muerte de un ser querido que se quiere imaginar cerca… Mientras no dibuja, J.C. tiene un singular método mediante el cual estudia inglés. Con una lupa observa las palabras diminutas de un diccionario y eligiendo verbos, sustantivos, artículos y adjetivos, construye frases e historias. Así tiene un cuaderno con casi todas sus páginas llenas de una escritura insólita que causa gran curiosidad. El día en que me explicó su técnica de estudio con algunos ejemplos, supe que, como sus imágenes, las frases también eran montajes imposibles. Una de las que leyó, a pesar de parecer incorrecta, estaba cargada de musicalidad y de un sentido misterioso: “¿Do you live of make believe? que bellamente tradujo como ¿Tu vives de fantasías?”. Realizar el trabajo con J. C. no fue fácil al principio. Si bien fue él quien nos sugirió llevar un espejo y un caballete, siempre que pasábamos con la utilería estaba ocupado o decía no tener tiempo. Finalmente un día en que llegó en las horas de la tarde y con guayabo se dejó convencer diciendo. “¿Cuánto es que pagan por ese trabajo?”. Fue así como se puso a dibujar las líneas de su rostro con carboncillo. Luego de hacer los trazos básicos dijo en forma entusiasta y desconsolada que haría su retrato al estilo I-Ching, y se dedicó a llenar la mitad de la composición con color negro esparcido con su mano. Así soy yo dijo, mitad en lo claro, mitad en la oscuridad. Mientras iba terminando su retrato que tardó en realizar un poco más de 20 minutos, pensé que esos encuentros irrealizables de los trabajos de J.C. también están presentes en varias imágenes de la tradición judeocristiana: entre mito e historia, entre Antiguo y Nuevo Testamento, entre imperio y religión de pobreza, entre sacrificio y salvación... Después de todo es quizás solo en la palabra y la imagen religiosa o poética en donde se cumple esa cita imposible entre luz y tinieblas que en la vida cotidiana nos parte en dos.
Luego de haber terminado el trabajo con este primer grupo de artistas, y durante una mañana relativamente tranquila para lo que comúnmente se vive en la Séptima, Jesús Evelio C. se animó a seguir con el ejercicio, siempre y cuando le pagásemos una vez terminada la labor. Con casi la misma antigüedad de Juan Carlos, pero con una leve ventaja de dos meses, él ha estado trabajando en la Séptima durante casi 17 años; actualmente es quizás el más antiguo de los dibujantes que continúa instalándose cotidianamente en ese espacio con un caballete en cuyas patas recuesta algunos retratos en carbón: Elvis Presley, Vicente Fernández una bella madre y su hija niña… Con la calma propia de un artesano, Don Evelio tomó una impresión digital en blanco y negro en donde aparecía su rostro envuelto en un marco oval, y se puso en la labor de su mímesis, mientras nos iba contando sobre su vida con soltura y naturalidad. Sin patetismo y gracias a la experiencia que da la práctica del oficio, fue apareciendo el rostro y la narración al mismo tiempo. Don Evelio había sido pintor en Líbano Tolima, su pueblo de origen; sin embargo cuando llegó a Bogotá, le tocó aprender el oficio de la construcción que ejerció durante algún tiempo. Pasando un día por la Séptima descubrió por azar al grupo de retratistas y decidió traer una carpeta con sus dibujos. Augusto Saldarriaga (Salsán) fue quien lo acogió en esa oportunidad reconociendo la calidad de sus dibujos. La primera semana que estuvo allí sentado fue la más difícil; llegaba a la casa y su esposa le preguntaba ¿Cómo le fue? y él contestaba angustiado que aún no le había caído trabajo; ante tal situación ella lo presionaba para regresar a la albañilería, en donde ya había cosechado algunos éxitos; sin embargo él se rehusó y después de 15 días comenzaron a aparecer lentamente los clientes, que luego habían seguido siendo fieles a pesar de su intermitencia; incluso en la mayoría de ocasiones él no los recordaba, pues volvían después de algunos años. Don Evelio se refirió al liderazgo de Salsán antes de que fuese expulsado de allí, revelando los antiguos intentos de organización que él había gestionado en su compañía. De hecho, el caballete que utiliza provino de una donación que la alcaldía había hecho hacía varios años, cuando conformaron una corporación que registraron ante lo que en ese entonces se llamaba Cámara y Comercio. En esa ocasión les dieron materiales y chalecos marcados con distintivos oficiales. El intento, que quizás habría traído buenos resultados si hubiese perdurado, pronto se vino abajo porque los nuevos se negaron a hacer contribuciones mínimas, necesarias para mantener la corporación activa. Este fracaso y la posterior expulsión de Salsán fue lo que llevó a Evelio a marginarse de las nuevas iniciativas de organización que han surgido en los siguientes años. Ubicado en medio de los dos grupos de artistas que trabajan en el extremo norte y sur de esta cuadra, de lunes a viernes su presencia crea un aura de neutralidad. Justo al comenzar el autorretrato que tardó en hacer casi una hora, lanzó esta afirmación de manera sutil pero contundente: “para dibujar un rostro se necesita tener una visión tremenda de la medida, del espacio; hacer un cálculo exacto para saber en donde va la profundidad, la fuerza, y así captar ese toque mágico del parecido”.
Con Jesús Norberto López, que trabaja al lado de don Evelio, se invirtieron los roles, pues fue él quien me entrevistó mientras completaba su autorretrato que había comenzado a hacer mirándose en la ventana del edificio de la ETB. ¿Le gusta su trabajo? ¿Dónde estudió? ¿Para qué es este proyecto? Esa inversión produjo diálogo más activo y ecuánime. Norberto se hizo pintor a partir de una formación autodidacta, mirando y leyendo libros de arte en la Biblioteca Luis Ángel Arango; debido a ello el aprendizaje técnico vino acompañado de una formación en historia del arte, tema sobre el cual hablamos en varias oportunidades, sin que yo fuera el mejor interlocutor por mi ignorancia con respecto a varios pintores que él mencionó. De hecho, Norberto fue el único que me sugirió incluir a otros artistas en el archivo de referentes que compartí con ellos, pidiéndome que le llevase algunos autorretratos de Guayasamín, que a pesar de conocer, había pasado por alto en mi antología. Con los relatos de Norberto entendí una de las modalidades básicas del trabajo en la Séptima: la subcontratación y las difíciles condiciones de trabajo que de ella se derivan. Durante algún tiempo había trabajado como “asistente” de un pintor abstracto que tenía un lujoso apartamento en el conjunto residencial de Monte Arroyo en el norte de Bogotá. Lo curioso de la historia es que este “señor” era un artista que por tener una agenda muy apretada de viajes al exterior, no tenía tiempo para pintar, ni muchas veces plata para pagarle a Norberto. En no pocas ocasiones se hacen trabajos que otros firman y comercializan con más éxito. En otra oportunidad, tuvo un contrato en un pueblo de Boyacá para pintar los retratos de 12 alcaldes. Una vez terminados el intermediario no los quería recibir, pues esperaba mayor perfección en el resultado. “¿Pero se puede lograr esto, cuando en pocos días se quiere listo un encargo que hecho con la calidad necesaria tardaría meses o incluso años en realizarse? Las obras de Epifanio Garay, de David Manzur o de Darío Ortiz no fueron hechas en un fin de semana”. En algunas de las pinturas que Norberto llevó para exhibir y vender en estos meses, descubrí un estilo para que otros artistas de la Séptima se traduce en el comentario “Norberto es mal pintor”. Sin embargo la equivocación de ese juicio consiste en ignorar que no hay buenos o malos pintores, sino falsos y verdaderos. Por eso quizás él no se ocupa en lo absoluto de esas consideraciones y sigue en su búsqueda, orientada por el error y por una idea que no se debe perder de vista: la dificultad. Un buen retrato, que a su juicio solo en muy escasas ocasiones ha logrado hacer, no consiste en la perfección técnica, sino en la contundencia del trazo que logra capturar la expresión del modelo. Visto del lado del pintor, la cuestión del estilo, más allá de las definiciones y críticas a las que la historia y la teoría del arte han sometido a esta noción, consiste en algo similar: el gesto del artista que trabaja en la dificultad conquista la diferencia y con ella una forma de libertad. Varios días después uno de los artistas llamado Efraín vio el autorretrato y dijo que Norberto se había pintado como Bolívar, algo que ya había anotado Ana María (la fotógrafa) un poco antes; entonces ella sonrió y lanzó este juicio: Norberto el libertador.
Después del umbral de neutralidad que forman los puestos de Don Evelio y Jesús Norberto, están ubicados los artistas contiguos a la Plaza de las Nieves; en algunos aspectos ellos forman una especie de reflejo invertido de quienes trabajan en el extremo norte. La primera diferencia consiste en notar que si entre Walter, Manuel, Germán, Alex y J.C. dominan las técnicas del ingenio, el contrapeso que ejercen los otros reside en que al describir su labor le dan más importancia a los ingenios de la técnica. Así, las preocupaciones y charlas constantes en torno al trabajo se desplazan de la ideación a la práctica: ¿Cómo lograr el brillo de los ojos? ¿Cómo representar una sombra que produzca la profundidad y el carácter de un rostro? ¿Cómo modelar con color los volúmenes sutiles de los pómulos, el mentón o la frente? Eso me llevó a observar más de cerca el proceso de trabajo y a dejar las entrevistas en un segundo plano. Otra de las diferencias significativas con respecto a quienes pintan al costado norte, es que allí existen dos grupos: uno conformado por Cesar Silva, Kelly Sánchez y Andrea Paola Durán; el otro por Luz Marina Ortiz y su esposo José.
El primero que me permitió la entrada en esa zona fue Cesar, que para ponerlo en sus palabras, “no le saca el culo a nada”. Rodeado por una serie de impresionantes caballos que exhibe allí porque “tienen salida”, comenta: “cuando el cliente y el trabajo son exigentes y se sabe que no se contentarán con nada, me le mido al riesgo de hacer las obras así me toque quedarme con ellas”. Eso lo dijo un día en que estaba pintando un desnudo en pastel del tamaño de un pliego para un periodista de RCN de apellido Afanador con el que había negociado el encargo en 300 mil pesos. No sobra decir que además de dominar su oficio con propiedad, César es buen comerciante y esa virtud viene acompañada de un talento natural para mamar gallo y contar chistes: “ -!Hernández! ¡Para usted qué es la patria! -¡La patria es cómo mi mamá mi capitán! -¡Muy bien Hernández! ¡Y para usted Ramírez! ¡Cómo es la patria! -¡La patria es… cómo… mi tía… mi capitán! -¿Cómo así que como su tía Ramírez?, -¡Si mi capitán…, es que yo soy primo de Hernández…”. Literalmente entre chiste y chanza Cesar logró venderme una caricatura que me hizo en cinco minutos e incluso me convenció de que su hermano John también era artista en Ibagué y quería tener la oportunidad de hacer el autorretrato ahora que estaba de paso en la capital; para ello había preparado un croquis que John debía seguir y terminar en vivo; sin embargo sospeché del borrador sobre el que iba a trabajar y le dije que arrancara de cero. Entonces mientras dibujada e íbamos charlando me di cuenta de que su profesión era la logística de transporte y que su dibujo no era el de un pintor, sino el de un adulto que de niño le gustaba pintar; entonces dejamos el asunto ahí y finalmente no le pagué. El día en que Cesar hizo su autorretrato dijo con el entusiasmo de quien está borracho en una parranda, que tenía ganas de sacar el perrenque y hacer algo con color, distinto a lo de siempre. Entonces se sentó ante el espejo y destapó sus pasteles; primero llenó el fondo en azul cielo esparciéndolo rápidamente con la mano mientras hacía una mueca de concentración en la que escondía los labios y fruncía el ceño; luego coloreó la forma de la cara y con carboncillo negro, le agregó el pelo, las cejas y los ojos. A continuación, hizo trazos blancos, amarillos, naranjas y azules que transformó con su dedo en manchas, creando las sombras y brillos que construyeron el volumen y la profundidad de la cabeza y el cuello; finalmente armó una suerte de cuadrícula de todos los colores sobre el fondo azul dando un efecto de azar ordenado. Mientras realizó todo el trabajo en algo más de una hora, contó algunas cosas sobre lo que es hacer negocios en la calle: nunca se debe pronosticar que el trato está hecho, pues incluso cuando el cliente está convencido y ya va sacando la plata, cualquier movimiento (un gesto involuntario del pintor, la bulla de algún loco que lanza un insulto, un cambio en la luz del día, una paloma que pasa volando o el viento que arroja un chiflón) puede echarlo todo a perder. Desde mi perspectiva, lo curioso es que a pesar de su carácter inasible, ese azar del negocio termina siempre cristalizado de modo secreto en las imágenes. Eso fue lo que Michael Baxandall reveló en su estudio sobre la pintura y la vida cotidiana del Renacimiento: además de ser depositarias de huellas que revelan los valores estéticos de una época, las imágenes son también fósiles de la vida económica de un lugar y un momento.
Kelly Sánchez, que siempre está al lado de César, llegó a la Séptima hace cuatro años, cuando su mamá la llevó en busca de un profesor que le enseñara a pintar. Allí conoció a quien luego de ser su maestro se convirtió en su esposo y en el papá de su hija. La realización del autorretrato de Kelly se convirtió en un acontecimiento que reunió a un público grande de curiosos y admiradores que nos tomamos el andén. Si bien todos a su alrededor vociferábamos y comentábamos, ella realizó su trabajo en calma y silencio; durante un par de horas se mantuvo observándose y dibujándose sin moverse de su lugar. A diferencia de todos los demás artistas, Kelly eligió hacer su autorretrato de pie. Así, el reflejo proyectado en el espejo era impactante pues detrás de su cuerpo erguido se elevaba la torre de la iglesia de las Nieves, sin querer haciéndola parecerse a una bella Santa Bárbara Kelly decidió hacer su autorretrato en carboncillo y a diferencia de César, empezó con la silueta de los labios, la nariz, los ojos y las cejas. Posteriormente dibujó el contorno del rostro y la cabellera, que caía en potentes trazos densos y oscuros. Todavía con el espacio interior de los ojos sin tocar, creó las sombras que moldearon la cabeza y el cuello utilizando distintos pinceles. A cada momento César se acercaba dándole consejos en secreto mientras miraba con ceño fruncido el trabajo de la alumna y de la amada: “¿Se siente raro uno así, no mi amor? Como diciendo uno: mírame”. En la etapa final Kelly dibujó con minuciosidad el iris y las pupilas, aún sin brillo. Para lograrlo, nos sorprendió cuando tomó el bisturí y rasgó minuciosamente el papel dejando emerger un blanco más intenso que se transformó en luz.
Hace un poco más de un año Andrea Paola Durán, pinta al lado de su prima Kelly y de Cesar, quien también ha sido su maestro. Paola está en octavo semestre de ingeniería industrial, y cree que incluso una vez haya terminado la carrera, las oportunidades laborales estarán en la Séptima. De hecho imagina como podría crearse una empresa de dibujantes que realice trabajos por encargo. Quizás sea esa la caracterización más adecuada para el grupo que conforman ellos tres, casi todo el tiempo volcados sobre el papel con gran concentración, creando imágenes para todo tipo de comitentes: un retrato de Neruda en carboncillo, la reproducción de la foto de unos niños en un pastel de gran formato, una compleja composición didáctica para una iglesia o un centro de autoayuda, la decoración de un restaurante... Para hacer una pausa en el oficio, levantan la mirada y ofrecen los servicios: “¡Dibujamos! A la orden, qué necesita!”; todo esto claro está, en medio de un ambiente alegre de charla y risa constantes.
Antes de comenzar a pintar su autorretrato, Paola dispuso los materiales abriendo un pequeño maletín rectangular con incrustaciones metálicas, dejando ver una bella imagen naif que dibujó cuando aún estaba en el colegio, en la que aparece Cristo cargando la cruz. Luego acercó el caballete, lo acomodó entre sus piernas a corta distancia del torso y se dispuso a iniciar un riguroso ejercicio de observación de su imagen en el espejo. Al igual que su prima, la elección fue el carboncillo sobre papel Durex Canson, aunque en un formato más pequeño. Lo primero fue trazar la forma oval y los ejes verticales y horizontales del rostro, midiendo las distancias entre quijada, labios, nariz, ojos, cejas y frente. Una vez determinado el plan, se concentró en terminar fragmento por fragmento, empezando por el costado derecho del rostro a la altura de la mirada; así, sobre el esquema inicial fue creando la sombra que da la profundidad del ojo con respecto al tabique, detallando los párpados, la pupila y el contraste creado por la ceja. Paola estuvo al menos dos horas y media precisando los detalles de su rostro sobre el papel. En medio del trabajo, Beto, uno de los líderes y voceros de los artistas de la Séptima que siempre está rondando de un extremo a otro de la cuadra, le declaró su amor: “Paolita, programemos un hijo de la luz…como Terminator…”. Ella soltó una risa alegre y le dijo “Ay bebe…”. Ya casi entrando en la tercera hora de trabajo decidimos detenernos pues el cansancio que causa la calle cuando el sol y el viento azotan, me venció. Paola completó su autorretrato en jornadas breves durante los siguientes días.
El otro grupo de artistas que hallé en este costado fue el que conforman Luz Marina Ortiz y su esposo José. Situados en el umbral que une el andén con la plaza, su trabajo se reparte en dos frentes: en una gran matera circular que da hacia la calle, se apoya una cajita con dulces mientras que el tronco del árbol sirve como soporte para exhibir periódicos. Contigua a esta venta se exhibe una serie de dibujos que están sobre un caballete. En ellos se representan mártires y bufones de la vida política colombiana: Jorge Eliécer Gaitán, Jaime Garzón, Horacio Serpa…también algunos deportistas, actores e imágenes de Cristo. Su esposo, que la acompaña frecuentemente y en ocasiones le ayuda a retocar algunos trabajos, tiene un taller de porcelana y restauración en su casa del barrio Santafé. Tres acontecimientos marcaron la vida de Luz Marina como artista. El primero tuvo lugar cuando vio en el periódico una convocatoria de arte joven en el Planetario. Era 1999 y estaba recién llegada a Bogotá. Unos meses antes había salido de Marulanda, Caldas, su pueblo natal, con el propósito de trabajar en Pereira y mandarle plata a su hermana que había quedado embarazada. Allí cambiaron los planes, pues también quedó esperando y fue entonces cuando decidió venirse a Bogotá. Poco después de llegar se encontró con este concurso en un aviso de prensa. Se trataba de llevar un monocromo, una acuarela y un óleo a lo que en ese entonces fue la sede de la Galería Santafé. La sorpresa de Luz Marina fue grande al encontrarse “esos jóvenes artistas de pelo largo” que llevaban con presunción sofisticadas obras. Ella había pintado cinco caballos inspirados en Delacroix. Los jurados la felicitaron con ternura, le palmearon la espalda y le dijeron “que lo siguiera intentando”. La decepción fue intensa, pues ella estaba convencida de su vocación y tuvo que hacerse a la idea de un cambio de planes para la supervivencia. Entonces trabajó en la zona industrial y en la venta ambulante; ese negocio la llevó a la Séptima y allí encontró a los pintores. Conocer a Augusto Saldarriaga fue el segundo acontecimiento significativo para ella, pues Salsán la acogió y la apoyó. Luz Marina dibujando un tiempo y luego se alejó otra vez, buscando oportunidades. La venta de tapetes ecuatorianos funcionó bien hasta que comenzaron a perseguir el comercio ambulante. Entonces alguien le dijo que a quienes vendían periódico y dulces no los sacaban de la calle, lo que le dio un chance para quedarse. Fue allí cuando ocurrió el tercer acontecimiento, hace un poco más de un año. Un viejo cliente le hizo un encargó sin reparar que ella ya no pintaba. Sin embargo Luz Marina no declinó el trabajo. Esa misma tarde le dijo a Evelio que la ayudara a corregir los errores antes de entregarlo y él aceptó amablemente. Durante la noche hizo el dibujo y al otro día, con el visto bueno de su colega, esperó al cliente. Ante el suceso, Beto, Uriel y otros más la animaron a arrancar de nuevo y con ese impulso se armó de valor para hacerlo. El día en que Luz Marina dibujó su autorretrato estaba muy nerviosa y emocionada. El comienzo fue distinto a los demás, pues los primeros trazos crearon la cabellera y luego con el carboncillo aplicado suavemente se creó el espacio de la cara como una mancha muy tenue, casi transparente. A continuación, el rostro fue apareciendo de arriba a abajo, revelando una imagen de juventud. La semejanza saltó el obstáculo de los años y se concentró en el gesto sutil que expresa la mirada ante el espejo cuando nos vemos en él: algo distinto a los huesos, la carne y la piel que los cubre; una figura del alma cuyo velo llamamos identidad.
Una vez finalizado el trabajo con estos dos grupos, no pude evitar hacer una analogía anacrónica con lo que pudieron haber sido los talleres santafereños de pintura de los siglos XVII y XVIII. Incluso algunos de ellos debieron estar ubicados en esta zona, que durante el siglo XIX también alojó a los rebeldes artesanos que se enfrentaron a muerte contra los chachacos. Parroquia de Santafé o barrio de Bogotá, . e lo siguiera intentando"n, le palmearon Galeriicadas obras"Nuestra Señora de las Nieves tiene encima una tradición artística de siglos ¿Podría rastrearse en el presente alguna pervivencia oculta de esos tiempos en que los obradores de imágenes religiosas trabajaban como un cuerpo colectivo en donde los lazos familiares y los vínculos del oficio se mezclaron? O los artistas de la Séptima tienen su origen a mediados del siglo XX, como efecto colateral de alguna discontinuidad causada por crisis y transformaciones abruptas que produjeron esta modalidad de la profesión del pintor...Otra vía de investigación que quedaba abierta.
Entre Luz Marina y José y el grupo de César, Kelly y Paola, se abre un espacio en el que trabajan diariamente y de manera individual Efraín Sanguino, Fredy Sanguino (su tío) y Elkin Gómez. En el trabajo de Efraín la destreza del oficio conquista el talento de la ideación. Desde el punto de vista técnico, es quizás el mejor de los pintores que hay allí. Su puesto está al lado de Luz Marina, entre dos árboles que producen una sombra y una luz justas para la labor. Lleva doce años en la Séptima y el tiempo de práctica y estudio autodidacta lo han transformado en maestro; la vida y la experiencia también lo cambiaron, convirtiéndolo en creyente. Siempre que lo veo está manos a la obra con el cuerpo pegado al caballete dándole la espalda a la calle, en un gesto que lo hace prácticamente invisible para los transeúntes. Ocurre lo mismo con su sencillez, el tono de su voz y sus palabras, que recuerdan al tríptico de la crucifixión de Grünewald, en donde Juan el Bautista señala a Cristo sufriente mientras que sobre su brazo se lee esta inscripción: “illum oportet crescere, me autem minui” (es preciso que Él crezca y que yo disminuya). Efraín tiene discípulos que se acercan a aprender y maestros que lo vienen a visitar. Allí conocí a Oscar Pineda, un joven artista que siempre se viste con sombrero, traje, corbata y zapatos negros, que contrastan con su camisa y sus medias blancas. De cuando en cuando Oscar está sentado en un banquito muy cerca de su maestro, viéndolo pintar y escuchando sus consejos. También viene a visitarlo el maestro Johnny Ochoa, un pintor de Valledupar que ha frecuentado la Séptima hace 25 años. Pasa la señora de los tintos y Efraín nos invita a todos. En las pocas ocasiones que no lo vi inmerso en el oficio, tenía una Biblia en las manos y estaba leyéndole a alguien un pasaje apropiado a su afán y a sus angustias: “todos los sedientos de mi venid a mi a las aguas, venid, comprad, comed y ved y venid, comprad sin dinero.” “A precio de vino y leche” “¿Por qué gastáis el dinero en lo que no es pan?” El día en que realizó su autorretrato, Efraín cambió la postura de trabajo habitual; puso el espejo dando la espalda a la iglesia de las Nieves en dirección diagonal y acomodó su caballete en forma paralela. Para comenzar trazó un boceto completo de la imagen develando el proyecto: la parte derecha de su rostro y su torso hasta la altura del corazón se hicieron visibles, mientras que el otro lado quedó oculto por una línea recta que atravesaba casi toda la composición; interrumpiéndola en su parte inferior, una diagonal trazada con regla dividía la imagen en dos; Efraín decidió incluir en su autorretrato el papel y el caballete que lo hacían pintor y al mismo tiempo le escondían una parte de su cuerpo. Una vez realizado el diseño, empleó el carboncillo y de manera paciente y certera figuró sus rasgos faciales con gran habilidad. Terminado el trabajo escribió su firma y bajo ella una frase que dice: “A JESÚS, A DIOS.”
Con Fredy Sanguino sucedió algo similar a lo que había ocurrido con Juan Carlos un mes atrás; conveníamos citas y cuando estábamos allí decía estar ocupado y no tener tiempo. En otras ocasiones, estaba a punto de desocuparse, pero no éramos pacientes e iniciábamos el trabajo con otro artista. Finalmente un día los desencuentros me desencajaron y le dije con ironía que “se la pasaba más ocupado que el presidente”. El sintió mi rabia y me dijo que en realidad no le interesaba participar en el proyecto con un tono displicente. Este suceso marcó un punto de ruptura en la investigación, pues las jornadas de trabajo se habían traducido en agotamiento. Por un lado para los artistas, ya que las visitas continuas habían comenzado a darle un carácter mecánico al ejercicio, desvirtuando su sentido inicial. Por otro lado para mí, pues la avidez por lograr que todos hicieran su autorretrato se había manifestado de nuevo como un deseo totalitario que desdibujaba el por qué, aspecto que no se debe perder de vista en ningún proceso de investigación; de ser así arriba un cansancio más fuerte que el físico: el tedio que producen las acciones involuntarias, las que se hacen sin espíritu; algo en lo que siempre estamos cayendo. Este choque verbal significó una primera experiencia de fracaso. Hasta ese momento se habían acumulado más de una docena de retratos, pero ¿hacia dónde iba todo? ¿Era la meta una colección de fuentes para legitimar un discurso o justificar un rigor? Me sentí caminando por los terrenos de la instrumentalización a pesar de mi deseo de querer evitarlos. No obstante la pausa de algo más que una semana renovó el aire.
Durante esos días tuve el primer encuentro con Uriel Alarcón en su taller. Un sábado en la mañana llegamos a un edificio en la Candelaria con un patio interior; una vez adentro, me contó la historia del lugar: un abogado dueño de 50 inmobiliarias (y que incluso tuvo vínculos con los Nule), compró todo el edificio luego de que el propietario había muerto; ahora los querían sacar, pero él y los vecinos habían iniciado un pleito; en la fiscalía les dijeron que se habían metido a pelear contra un gigante. Después del patio, en el bloque de atrás, están los talleres de Uriel y de Carlos Roa, quienes con Beto, han liderado el grupo durante los últimos años. A diferencia de Beto, que siempre está allí, ellos se distanciaron y su labor hoy consiste en gestionar otros espacios y proyectos con apoyo de distintas instituciones. Ese día justamente, él, su esposa Luz Mary Prada y Carlos, estaban trabajando en la enmarcación de todos los cuadros que se exhibirían en el Callejón de las exposiciones del teatro Jorge Eliécer Gaitán y en la casa de la Fundación de amigos de Bogotá. Uriel me abrió mucho los ojos con respecto a cosas de la Séptima que no había visto debido a la cercanía con que observaba mi objeto de estudio. Por un lado, lo que yo consideraba heroico en Juan Carlos o Evelio, él lo interpretaba como una decisión fallida. La Séptima, decía, “debería ser un lugar de paso, una escuela en donde uno aprende y luego se va”. Según él, los que no han salido de allí podrían haber tenido una carrera artística mejor si no se hubiesen dejado atrapar por el mal negocio que allí se propone: una suerte de juego de azar al que ya no se puede renunciar, pues la plata que llega de tanto en tanto no los deja ir. A su juicio esta era la trampa más peligrosa de quedarse, sobre todo por el hecho de que la relación entre el progreso que vivían todos los aristas llegaba a un callejón sin salida, pues mejorar no implicaba que el trabajo se retribuyera mejor. Incluso había oportunidades en las que la destreza era despreciada por clientes que no tenían plata para pagar ni ojos para apreciar. Ese momento de avidez por el conocimiento técnico causaba gran emoción, pero una vez conquistado, gran desconsuelo. Para Uriel, Efraín estaba en ese momento en el cual el dominio de la técnica se vivía como en forma gozosa, pero pasajera. Hacía algunos años los retratos se pagaban a 50 mil pesos; ahora había que trabajar por 20 o 30 mil pesos y en ocasiones los clientes iban en busca de “mala calidad” y “buena economía”. No estuve del todo de acuerdo con las apreciaciones de Uriel, pues para mí seguía siendo muy valioso el hecho de pensar en quienes habían convertido un rincón de la Séptima en su lugar de trabajo y de vida, asumiendo una suerte de ascetismo práctico y de escepticismo sano con respecto a las fantasmagorías del mundo del arte. No obstante, otra cosa sí calaba hondo. El hecho de considerar de nuevo que allí se experimentaba sin respiro la supervivencia. Una vez más intuí que con el uso de la plata como señuelo había jugado ese juego perverso de la necesidad. Algo que quizás había adivinado Fredy en mi ansiedad de los últimos días, en mi obsesión de hacer cumplir los deseos investigativos a cambio de poco dinero. No obstante opté por bloquear esta idea que me confrontaba hasta el punto de botar todo por la borda, y más bien decidí preguntarle a Uriel qué otros artistas de la Séptima debía conocer para proponerles el proyecto. El contestó risueño que nunca acabaría la lista, pues cuando se ponía a pensar en nombres surgían más y más; y no solamente retirados del trabajo en la calle o antiguos (como Walter Valcarcel que solo iba los fines de semana a trabajar cerca de la Jiménez o en el Parque Santander), sino también un nuevo contingente de jóvenes que se habían instalado cerca al lugar que ocupa Salsán actualmente: en el costado oriental de la Séptima, media cuadra al sur de la Jiménez. Salimos del taller y visitamos el lugar para que yo hiciera una nueva cuenta e intentara plantearles el proyecto también a ellos. Cuando llegamos allí habían cuatro o cinco artistas, entre ellos Oscar Pineda, el aprendiz de Efraín, que allí se le conoce con el mote de Michael Jackson, por su excéntrica vestimenta y una serie de tres retratos del cantante pop que tiene pegados sobre el vidrio oscuro del edificio frene al cual trabaja. Según Uriel, los artistas que ese día estaban allí eran tan solo unos pocos, pues otros no habían llegado y algunos más solo venían durante los días hábiles de la semana. Ante el número que exponencialmente crecía a medida que el tiempo y la plata se agotaban, el deseo del proyecto totalitario de autorretratos por fin se deshizo ante mis ojos: no había que perder de vista el sentido inicial de la investigación en donde el diálogo y la construcción colectiva eran más significativos que la reproducción automática e irreflexiva de una estrategia. Fue ese el momento de regresar a Las Nieves con una nueva disposición de ánimo: la de quien vuelve con el rabo entre las piernas a tratar de recuperar un vínculo y a comprender la magia de un encuentro irrepetible.
Irónicamente, cuando regresé a pedirle disculpas a Fredy luego de casi diez días de ausencia, Beto, el líder revolucionario del grupo, estaba muy contento de saber que alguien había logrado sacarme la piedra, pues él lo había intentado varias veces picándome la lengua sin lograrlo. Lanzaba blasfemias contra las instituciones, madreaba al aire y decía que iba mandar todo para la mierda: funcionarios, sapos, académicos que solo venían a joder sin dar nada a cambio. Yo me reía y le decía que no se pusiera bravo y a veces le daba una palmada en el hombro amigablemente; entonces él creía que lo tenía jodido porque siempre lo neutralizaba, lo desarmaba y eso lo dejaba sin energía, sin con quien pelear, vuelto una hueva. Por eso fue una victoria para Beto el hecho de que Fredy me hubiera hecho estallar; “en la calle todo el mundo saca lo suyo profe, me alegra que usted también se empute”. Esa fue mi segunda bienvenida al grupo de artistas de las Nieves.
La reacción alegre de Beto fue un primer alivio para mí después de la pequeña crisis. Luego vino la tranquilidad al hacer las paces con Fredy, que de manera despreocupada aceptó mis excusas. Afortunadamente la discusión no pasó a mayores, pues habría salido muy mal librado al enfrentarme con un pintor, cuyo antiguo trabajo había sido el de instructor profesional de Aikido, Full contact y Kick-boxing. La primera vez que vi a Fredy y hablé con él, estaba sobando con fuerza y técnica la mano y la muñeca de un joven vestido con traje deportivo, que se retorcía del dolor y se reía nerviosamente, mientras le acomodaban los huesos en su lugar. Diariamente Fredy está sentado, apoyando la enorme espalda en la ventana del edificio de la ETB y con la tabla de dibujo sobre sus piernas. Su humor es flemático y su actitud silenciosa. El día en que realizó el autorretrato, le pregunté qué era el Aikido; en un tono bajo de voz dijo: “el aikido es el arte de conocer el cuerpo y de combatir con estilo; es el arte de la guerra”. A pesar de la sencillez, su respuesta me sorprendió por el encuentro de una palabra que no estaba esperando oír. En el esfuerzo sistemático de las universidades por diferenciar y compartimentar los saberes se ha gestado un pensamiento obtuso; por ese único motivo siempre es bueno recordar la noción tradicional del arte que viaja de manera silenciosa en la filosofía perenne y en las aventuras de quienes han hecho de cualquier actividad humana una forma honesta de vida. En última instancia las artes marciales tienen más conexiones de las que creemos con lo que pretenciosamente llamamos artes plásticas, aludiendo mediante ese nombre a un dominio exclusivo de expertos. ¿Será absolutamente necesario pasar por una formación filosófica, teórica e histórica para iniciarnos en los misterios del arte contemporáneo? El día en que Fredy estaba realizando su autorretrato, un hombre grande y panzón vestido con un overol de la DIAN llegó a recoger un encargo que le había hecho. Sus gestos corporales eran desagradables y su actitud displicente; con un palillo en la boca, miró el dibujo que tenía en sus manos y dijo que no lo pagaría por el precio acordado. Fredy se lo quitó suavemente y le dijo que estaba bien si no lo quería, mientras le devolvía la fotografía sobre la que había basado el dibujo. Al parecer el tipo buscaba pleito, pero Fredy, conteniendo la rabia con respiración, siguió su labor. El otro intentó una vez más provocarlo, pero no logró nada y se fue caminando como si fuera el dueño de la Séptima. Cuando se perdió en la multitud, Fredy se pudo desahogar, refiriéndose al asunto con gestos de combate y palabras que quedaron grabadas: “Me ha tocado vérmelas algunas veces con personas así. Y lo que deben entender es que no se trata de la plata, porque la plata no es. Incluso me ha tocado quemar billetes al frente de algunos clientes que no entienden esto”. ¿No coincide el gesto narrado por Fredy con la irrupción provocadora de un performance? El combate con estilo conquista por caminos distintos a los del discurso y la teoría las estrategias de lo que llamamos arte contemporáneo. Después de todo en su acepción tradicional que se sintetiza en la frase “hacer algo con arte es hacerlo bien”, la definición simple le abre paso a una práctica radical. Como diría el filósofo e historiador ceilanés Ananda Coomaraswamy, el arte no es un objeto ni una superstición: es una manera de vivir. Fredy trazó los rasgos de su cara a partir de un esquema en el que se superponían un círculo y una cruz; sobre esa base inicial fue componiendo la imagen que produjo un rostro ligeramente asimétrico por su postura que oscilaba entre una vista de frente y otra en tres cuartos; la expresión de su ceño fruncido en medio de un rostro amplio, quedaron envueltos en trazos más libres que enmarcan la figura; en su costado derecho los rayones abstractos semejan sin quererlo el follaje de un árbol; en el costado izquierdo imitan (también de manera involuntaria) la silueta de una llama. En su aspecto final, el autorretrato de Fredy quedó parecido a una imagen de Marlon Brando en su juventud.
Debido a que la fecha de apertura de la exposición se acercaba había que aprovechar el rato libre que Uriel, Carlos y Ricardo tenían después de dejar montadas las obras en el Callejón de las exposiciones del Jorge Eliécer y la casa de la Fundación de amigos de Bogotá. La idea era que nos encontráramos al final de la mañana en el taller de Uriel y Carlos pues allí los tres harían sus autorretratos en simultáneo transformando el trabajo en una acción performática. El tiempo de la cita se alargó por diversas razones pues al parecer hubo desacuerdos en el proceso del montaje con Liliana y los otros funcionarios de IDARTES involucrados. Si bien se había propuesto una temática de trabajo en torno a la ciudad que se llamaría el Salón Bogotá, las obras sobre esos temas eran pocas y para Uriel, Ricardo y Carlos deberían haber quedado exhibidas en una sala de la Fundación. Sin embargo, se tomó la decisión de ponerlas en el Callejón, lo que le dio un aspecto un poco escueto al lugar. Es una lástima que no se hubiese llegado a acuerdos, pues varias de las mejores pinturas quedaron en la casa de la Fundación, un espacio que tenía un público mucho menor por ser un lugar poco frecuentado. Para completar Walter Tinoco llamó a reclamarle a Uriel por qué su pintura Trastorno obsesivo compulsivo materialismo y necesidades falsas no había quedado en la entrada del Callejón de las exposiciones, en primera fila. Si no se la colgaban allí, como el lo había pedido, sacaría sus cuadros de la exposición. Ante tan absurda exigencia y con el mal genio acumulado del desacuerdo con los de IDARTES, Uriel le dijo con un tono fuerte, pero educado: “Mijo, sáquelas de ahí, tranquilo, no las lleve”. Sin que me lo hubiese dicho, comprendí que la gestión y representación de los artistas de la Séptima implicaba trabajo arduo e ingrato. Ser testigo de la labor de este grupo me hizo comprender la necesaria y compleja función de quienes intentan establecer puentes entre las instituciones del arte y el grupo de los artistas.
No obstante había que dejar a un lado los dramas para comenzar a pensar con júbilo en la creación. Eso fue lo que hicimos. Con la ayuda de Uriel, Luz Mary, Ricardo y Ana María, bajamos un espejo, las pinturas, el agua, dos sillas Rimax y los caballetes al patio interior, pues allí había más luz para el registro fotográfico. Ricardo, que llegó a la Séptima desde 1990, ha sido del linaje de los pintores viajeros; vivió un año y medio en Río de Janeiro y hace tan solo 2 años regresó de una estancia en Venezuela de 4 años, para acompañar a su hijo que pasaba por un proceso difícil aquí en Bogotá. Uriel en cambio había sido testigo casi permanente de todas las transformaciones de la vida de los artistas en la Séptima; tal como lo mencioné, conocía a las viejas y a las nuevas generaciones; había participado en los distintos intentos de organización del grupo y en los conflictos que los habían diluido. De vez en cuando regresaba allá a trabajar por algunas semanas, pero aún así defendía la idea enunciada unos días atrás: La Séptima debería ser una escuela para los que llegan allí; porque todos hemos llegado perdidos allí y sin tener ni idea qué hacer; pero una vez se coge experiencia, es mejor ir en busca de otros horizontes, intentar hacer una carrera como artista. Así lo había hecho, y por eso había sido posible para él participar en exposiciones nacionales e internacionales, tener épocas de bonanza en las que había vendido obra, y otras de escasez, en las que era necesario tomar el riesgo de hacer cosas distintas… en síntesis, la oportunidad de reinventarse de manera permanente. Si se hubiera quedado fijo en la Séptima, nada de esto le habría ocurrido.
Como Carlos aún no llegaba esa mañana, pues había quedado encargado del resto del montaje, Uriel y Ricardo decidieron arrancar con sus autorretratos a partir de esta idea: primero pintarían la mitad de la figura del otro, luego se intercambiarían los papeles y cada uno terminaría el suyo. Así, el resultado final sería medio autorretrato o para entenderlo mejor dos medios retratos, autorretratos. Durante todo el tiempo hubo un ambiente de mamadera de gallo que no entró en conflicto con la labor: “Entonces qué hermano, qué va hacer, ¿se va a empelotar?” Lo primero que apareció fue el color para espantar el miedo de la hoja en blanco. Ricardo hizo una mancha amarilla sobre toda la superficie, y Uriel pintó una forma triangular en un tono violeta. Sobre esa zona dibujó el ojo derecho de Ricardo, mientras que él bocetaba todo el lado izquierdo del rostro y del cuello de Uriel, agregando un verde opaco para crear los contornos, las formas y las sombras. Luego detalló un ojo, media nariz, medio labio, media barba y una oreja. Por su parte Uriel dibujó en color azul el pelo desordenado, los rasgos faciales, y las arrugas de la mitad de la cara de Ricardo; agregó unos trazos verdosos en forma diagonal, desde el límite del rostro hasta el borde del papel y con el mismo color, aunque más diluido, hizo trazos verticales en la zona que debía completar su amigo. Él agregó unas pinceladas naranjas para representar la chaqueta de Uriel y en este punto se detuvieron e intercambiaron las imágenes. Cada uno terminó su autorretrato con un lenguaje plástico distinto. Mientras que Ricardo se enfocó en las sombras del rostro empleando un tono café grisáceo, Uriel delineó su ojo derecho, la nariz y los labios; luego trabajó en las texturas de su bufanda y su chaqueta. “Los dos primeros medios autorretratos de la historia del arte” dijo uno en son de burla y el otro contestó riéndose “hechos por dos medios…medio huevones”.
Cuando Carlos llegó, ellos ya estaban terminando. Su primera frase fue “bueno, yo vine a camellar, ¿qué hay que hacer?”. Para aprovechar el lugar, trajo sus materiales e inició el trabajo trazando el contorno de la cabeza y los hombros. Luego bosquejó las cejas, los ojos, las orejas, la nariz y el cuello y las mangas de la camisa; con algunos trazos pintó la barba, que bajaba delgada desde la oreja y luego envolvía el espacio de la boca, apenas sugerida con una línea. Debido a su afición por el collage, le propuse que utilizara algunas de las impresiones de autorretratos que llevaba como referentes. La idea le entusiasmó y tijeras en mano, destrozó unas cuantas imágenes para construir la suya propia: con los trozos azules de dos pinturas de Picasso y Chagal, se fabricó la barba y la gorra; los ojos de un óleo de Jenny Saville en el que aparece tumbada en el suelo con los labios hinchados, le sirvieron para construir una mirada dislocada; finalmente se apropió de dos micos que acompañan una pintura de Frida Kahlo para incluirlos como protagonistas de su autorretrato; el primero lo lleva al hombro y el segundo lo mira desde la esquina superior izquierda con ojos curiosos. Las zonas intermedias del rostro y del torso compuestos de fragmentos fueron pintadas con acrílico. Uno de los aspectos fundamentales del trabajo de Uriel, Ricardo y Carlos que no se percibe en la mayoría de artistas que laboran día a día en la Séptima es su libertad y desenvoltura con respecto a las formas de trabajo: las técnicas y las tradiciones del arte pictórico están a la mano para jugar con ellas y no para subordinarse a ellas. Esto es distinto cuando se trabaja de manera permanente en la calle, pues allí es necesario dominar un estilo naturalista o caricaturesco que se adecue al público comprador y a su vez desarrollar un discurso que justifique las licencias que se toman con respecto a ciertos “cánones”; sin duda este ejercicio es de gran valor, pues el artista está forzado a legitimar lo que hace de manera permanente por el hecho de estar expuesto a la mirada de los otros. Sin embargo la distancia con respecto a la Séptima también resulta fundamental si se quiere emprender un camino de experimentación libre de justificaciones. Esto permite que al lado del aprendizaje surja una relación abiertamente destructiva e iconoclasta con los discursos y las técnicas artísticas, en ocasiones necesaria para el desarrollo de un lenguaje plástico propio. Tal actitud de desenfado y juego quedó expresada en los tres autorretratos y en unas frases que dijo Ricardo en tono irónico con respecto a la semejanza entre su rostro y la imagen: “Algún día se parecerán”; y en últimas “¿Para qué quiere que se parezca?”(…) “Se ve libre, hay que dejar tanta vanidad, tanta cosa”.
Luego de trabajar con el grupo de gestores llegó el momento de hacerlo con el líder rebelde que diariamente recorre de un lado a otro el andén occidental de la Séptima entre las calles 21 y 22, marcando territorio y defendiendo el espacio hasta el punto de afirmar que si los quieren sacar de ahí tienen que matarlo a él primero. Durante los últimos años Alberto Jiménez, conocido por todos como Beto, ha venido ganando la vocería de los artistas que trabajan en las Nieves. Junto con Uriel y compañía, es quien le ha puesto la cara a los conflictos internos, a las autoridades locales y a las iniciativas de IDARTES y la Tadeo. La lucha permanente de Beto, que día a día vuelve sobre sus pasos y sus palabras, ha hecho que en él se den cita dos experiencias antagónicas de la política: las de la institución y las de la revuelta. Por un lado las lides con la burocracia lo obligan todo el tiempo a reunirse con funcionarios, a llevar censos, a elaborar listas, a escribir cartas, a revisar estatutos y a hacer papeleos para obtener recursos o reconocimientos. Por otro lado, la infamia que implica este tire y afloje con los chantajes de la ley y sus representantes lo mantienen permanentemente ávido de hacer la revolución; este deseo, imposible en soledad, se posterga y se resuelve en actos simbólicos: arengas, pregones, “ganas de romperse la jeta con alguien”, discusión permanente sobre la injusticia... La vida entre los dos polos de la acción política ha marcado a Beto desde su infancia; su padre fue notario, primero en Suaita y luego en Vélez, una de las notarias con el registro histórico más antiguo, pues allí se fundó una de las primeras ciudades en el territorio que luego se conoció como El Reino. Eso hizo que él y sus hermanos aprendieran por obligación la parte práctica del oficio: escribir a máquina, limpiar el polvo en que estaban envueltos los legajos de documentos, redactarlos, conocer su lenguaje y aprender a leerlos: iniciarse en el arte del derecho y de la caligrafía: “por eso la facilidad de todos los hermanos para dibujar, porque nos tocó escribir primero, y al escribir usted está dibujando. Letras, símbolos, ahí viene la historia…”. Esta experiencia del archivo vino al encuentro de otra. A Beto le tocó la época de Fabio Vásquez Castaño, un guerrillero cuando la guerrilla era guerrilla; la de Camilo Torres, cuando iba a los pueblos a hacer misa y durante el sermón daba un discurso político; y la de Guillermo del Río, el terrateniente y el terror que los hacía meterse debajo de la cama, y que imponía toque de queda en el pueblo. Aún se acuerda “cuando a Vélez entraba la guerrilla al Universitario, al colegio”. Todas estas experiencias han hecho de Beto un verdadero cuerpo político: por un lado con su aspecto físico, de espalda ancha, barba poblada y canosa, cola de caballo, arete, gafas oscuras y boina hacia atrás; por otro lado con metáforas tales como “a mi me sobran huevas” o “soy una madre con veinte mil tetas” ha creado una imagen de sí mismo como si fuese un contingente o una multitud de hombres y mujeres. Si bien Beto estuvo pendiente de mí y de Ana María casi desde el comienzo de nuestras visitas a la Séptima, su autorretrato fue uno de los últimos. Varias veces conversamos e incluso amablemente una vez me abrió las puertas de su casa; allí estuvimos fumando y charlando con su vecino Giovanni, otro pintor paisajista y con un muchacho que se estaba iniciando en el oficio. La confianza ganada me permitió hacer el papel de provocador el día en que Beto hizo su autorretrato. En un pliego de Durex negro que pegó sobre la ventana de la ETB con cinta de enmascarar, trazó con líneas de pastel blanco las facciones de su cara. Luego con en color naranja claro delineó las orejas y la nariz y en otro más rojizo coloreó el rostro y parte de la barba, hecha de rayones blancos. “Está quedando soberbio” comenté; “es que eso es lo que soy” contestó y luego con una frase que inició cantando y terminó con un tono agrio, dijo: “¡Yo no soy el borrego que llevan al matadero…sin decir nada…!”. Trazos violetas y rosados recrearon su vestimenta y le dieron cierto volumen al rostro; después, mediante dos rectángulos pintó el cuello de su camisa y con líneas azules y negras el aspecto de su boina. Con estos últimos detalles no pude evitar decirle que tal como iba, parecía el autorretrato de un cura, pues el gorro parecía un solideo y el cuello de la camisa un palio arzobispal. “Pero no importa, porque los revolucionarios han sido muchas veces religiosos” le dije, y él respondió como quien no presta atención: “Ah si..., Camilo Torres”. Una vez terminado el dibujo que dejaba un amplio espacio libre en el papel, vino la escritura y con ella la transformación del autorretrato en un acto de protesta: “Pa la MIERDA IDARTES CON SU BURO CRACIA”; “YO SOY UN HOMBRE LIBRE QUE NO SIGUE A NADIE POR LIMOSNAS”. Por último la firma y el año. Desde hace unos meses Beto está esperando unos recursos que les prometió la alcaldía local. La supuesta entrega de materiales y elementos de trabajo estaba programada para el día del cumpleaños de Bogotá, que coincidía con el festival de caricatura organizado por IDARTES. Sin embargo, ese día se pospuso para el siguiente domingo y así ha venido sucediendo una y otra vez durante los últimos dos meses. Una vez más, la exigencia de conformar una corporación y otros asuntos parece ser el motivo del aplazamiento continuo para desembolsar estos recursos.
Como contraparte de esta experiencia cargada de descontento y de espíritu rebelde, interpreto hoy la sesión de trabajo con Elkin Gómez como una sutil demostración individual de la capacidad de autogestión que han conquistado los artistas de la Séptima con sus propias manos, es decir, sin el acompañamiento constante de las autoridades o las instituciones de la cultura. Tal como lo había relatado previamente, Elkin día a día instala su dispositivo de exhibición entre los lugares que ocupan Fredy Sanguino y Efraín Sanguino. Allí, sus comentarios sobre el trabajo, las imágenes que tiene dispuestas en el caballete e incluso su indumentaria, hablan en una misma lengua. Para referirlo en términos propios del Diseño Gráfico y las ciencias de la comunicación, el trabajo de Elkin sobresale entre los otros por el hecho de que en él se ha consolidado una identidad visual y un estilo gráfico: un logro bastante significativo si se piensa en un público y en un mercado que valoran la estandarización de las imágenes y su capacidad de crear universos fantásticos. Desde esa perspectiva, su labor se sitúa en un umbral estratégico que combina la ilustración, la caricatura y el diseño. Para desarrollar esta manera de dibujar, Elkin constantemente sigue en la red la producción de quienes han elegido como sus referentes; así mismo, entre los materiales que utiliza, además de los tradicionales, se encuentran unos plumones y lápices de colores que encarga fuera del país. Esta forma sistemática de trabajo fue quizás la que lo llevó a ganar uno de los premios del Festival de caricatura de este año. Días antes de realizar su autorretrato, Elkin ya tenía un plan de acción claro que resumió en estas palabras, enunciadas por alguien que más que seguir una vocación o practicar un oficio, ejerce una profesión: “Voy a hacer algo similar a lo que yo hago; un croquis en marcador y unos que otros colores. Algo bien resumido, pero que quede bien bonito”.Y así fue. Primero el diseño estilizado del rostro en tres cuartos, hecho a partir de líneas de color azul que conformaron un esquema de distancias y medidas precisas; luego, con un marcador negro, los contornos de los hombros, el cuello y la cara; las líneas de los labios, los ojos, las cejas y el pelo. Para terminar un color naranja suavemente aplicado para recrear la piel; un rojo intenso y un azul casi blanco, para la camiseta y el suéter; y un aura de color verde alrededor y en los puntos en los que la figura produce sombras, creando así la atmósfera. En efecto, una vez finalizado el autorretrato, todos los demás se quejaron socarronamente reclamando el hecho de que “Elkin se había dibujado muy bonito”.
Durante las semanas en que Beto y Elkin realizaron sus autorretratos la dinámica del espacio de los artistas de las Nieves estuvo más agitada que de costumbre. Se acercaba el cumpleaños de Bogotá y enmarcado en su celebración, estaba programado el Festival de caricatura y la inauguración oficial de las exposiciones en el Jorge Eliécer Gaitán y en la casa de la Fundación Amigos de Bogotá; si bien las obras habían sido colgadas desde el 18 de julio y exhibidas al público desde el 19, aún no se había hecho un evento oficial de apertura en ninguna de las salas. Rodeando a estas noticias, circulaba el rumor de los apoyos de la alcaldía local en materiales de trabajo. Es probable que la realización de estas actividades convocara artistas que no van sino esporádicamente a la Séptima y que confluyeron allí durante esa temporada. Este fue el caso de Rodrigo Tulkan, a quien encontré la mañana en que fui por última vez a realizar el registro fotográfico de un autorretrato en la Séptima, ya que Ana María debía contar con tiempo suficiente para revelar y editar las imágenes antes del miércoles 14 de agosto, día de la presentación en el Encuentro. Esa mañana iba en busca de Fernando Llanos, a quien había conocido hace algunas semanas, y con quien ya había hecho una cita. Él venía de trabajar en Lourdes, huyendo del mal ambiente: “allá hay de todo”; venta de droga, prostitución masculina y femenina, atracadores... Varias veces nos pusimos de acuerdo con Fernando, pero hubo desencuentros, al igual que con Fredy, pues cuando llegábamos andaba ocupado y cuando tenía tiempo, nosotros ya estábamos trabajando con alguien más.
En su ausencia esa mañana, fui hasta donde Beto y él me sugirió que le propusiera el proyecto a Tulkan, quien amablemente se ofreció de inmediato. A diferencia de todos los demás, decidió hacer su autorretrato en óleo, ya que como paisajista, era el material que usualmente utilizaba y que llevaba consigo ese día. Primero preparó la base blanca sobre una tabla y durante un rato estuvo abanicándola con una hoja para secarla. Luego eligió la paleta de colores, la dispuso sobre un soporte forrado en plástico y finalmente se puso a pintar; mientras tanto, su hijo adolescente que lo acompañaba, estuvo haciendo los últimos retoques de un llamativo dibujo en lápiz en el que se representaba un combate a muerte entre el Hombre Araña y Venom, en medio de dos troncos enormes. Después de un poco más de dos horas de trabajo apareció el resultado final: una imagen frontal del rostro hecha de pinceladas cortas y sueltas, y rodeada de un fondo oscuro que dejaba ver algunas manchas rojizas, verdes, cafés y naranjas. Sobre su cara, varios trazos blancos recreaban la piel húmeda al contacto con la luz; mediante diferentes matices que combinaban el rosado con el gris, el rojo y el naranja surgieron los tránsitos de las mejillas a los pómulos y de ellos a la concavidad que protege los ojos. La zona semicircular y oscura que representaba su pelo negro, venía acompañada de hileras blancas más delgadas que imitaban la textura brillante de la gomina. Otro estilo de brochazos mostraba las patillas y la barba; finalmente la frente aparecía compuesta de pinceladas hechas en distintos tonos y con direcciones oblicuas, curvas, horizontales y verticales que se cruzaban unas con otras; así, el trabajo en óleo revelaba matices que antes no había tenido en cuenta; el primero de ellos, que un autorretrato es también un paisaje expresivo, pues los rostros también están hechos de señales, texturas, pliegues y caminos. Mientras el hijo de Rodrigo nos acompañaba a la universidad llevando la pintura de su papá, que no podíamos cargar por ir encartados con el espejo y el caballete, sentí que la temporada de trabajo de campo en Las Nieves se cerraba sin solución ni coherencia. Antes bien, una serie de interrogantes abiertos acechaban. ¿Qué significado darle a la presencia de Tulkan con su hijo? ¿Por qué hasta ahora comenzaba a perfilarse ante mis ojos un grupo de paisajistas ubicados entre los retratistas como si siempre hubiesen estado allí sin que los tuviese en cuenta? ¿Cuántos de los pintores que habían rondado por la Séptima durante los últimos días habrían deseado pintar su autorretrato empleando otras técnicas y otros lenguajes? ¿Que había pasado con aquellos que habían estado dispuestos y luego no habían vuelto a aparecer?
El día del Festival de caricatura y de la inauguración de las exposiciones se esfumaron estas preguntas de la misma forma que un cuento popular conjura las presencias malignas y cierra su trama con la celebración de un festín. Decidí pasar por la Séptima para averiguar cómo estaba el ambiente y cómo se vivía el tan esperado encuentro de los artistas con la institución. Lo primero que noté fue la aparición de pintores y dibujantes que solo yo desconocía, pues entre ellos y los que diariamente van a la Séptima había una relación de complicidad ¿Quiénes eran? Como había decidido no jugar más el papel de censor, las dudas quedaron abiertas. Por otra parte algunos de los desaparecidos dos meses atrás estaban ahí como si nunca se hubieran ido. Diego Mauricio, el pintor viajero y Fredy Nontién, uno de los primeros artistas que conocí, se habían inscrito para participar en el Festival y estaban a la espera del llamado. Fredy no había olvidado nuestra conversación y ese día trajo su autorretrato realizado con lápiz y marcador: un rostro en tres cuartos que mira de manera inquisitiva al espectador levantando la ceja derecha, mientras el costado opuesto permanece casi oculto y envuelto en una sombra hecha de líneas entrecruzadas. La charla de ese día con Walter Tinoco también fue útil, pues cuadramos una cita para el sábado siguiente en el que iría con Ana María a hacer el registro fotográfico de una acción de body painting que planeaba realizar con una amiga. Finalmente tuve suerte de haberme cruzado de nuevo con Johnny Ochoa, un artista que había conocido semanas antes, amigo de Efraín. Johnny me había mostrado unas fotografías de algunos de sus óleos y habíamos hablado de historia y de política con él y con Beto. Como demostró interés en participar en el proyecto, le propuse que lo llamaría para cuadrar una sesión de trabajo en su taller. Varias veces le marqué a su celular, pero no pude contactarlo. El día del Festival reapareció y cuadré un encuentro para el viernes 9 de agosto en su taller.
El medio día despuntaba y se aumentaban la ansiedad y las expectativas. ¿Por qué no habían llegado ya a instalar la carpa en la plaza de las Nieves bajo la cual se realizaría el evento? ¿Por qué ningún funcionario se había aparecido a decir cómo serían las cosas? Beto quería mandar todo a la porra mientras la Séptima ardía en un ambiente festivo; después de todo era el cumpleaños de Bogotá y rondaba el fantasma del carnaval que no tiene la ciudad. A las 2PM era la cita y casi media hora más tarde llegaron a instalar el evento, pues para el equipo de IDARTES no era fácil estar al frente de una decena de actividades culturales que ese día se realizaban en diferentes lugares de la capital. La logística tuvo fallos, pues no llegó la carpa, pero era necesario superar las dificultades y arrancar. Entonces con unos cuantos mojones con cintas retráctiles que sirven para delimitar las filas de los bancos crearon un círculo estrecho en la parte oriental de la plaza. Adentro se acomodaron las sillas en donde los participantes se sentaron a la espera de las instrucciones y una mesa para la deliberación de los tres jurados. La imagen tenía algo de jaula de animales de cría o laberinto para clientes, pues todos estaban allí ubicados de manera apretada e incómoda. Esas cintas, que son la viva imagen de la pesadilla administrativa y recreativa de nuestro mundo, desentonaban con el espacio fraterno de la plaza, acogedor hasta con los borrachos desahuciados que día a día ocupan sus bordes para ahogar sus penas. La gerente de Artes Plásticas dio inicio al evento con un altavoz defectuoso que unas horas después se descompuso; las reglas del juego eran sencillas; tres categorías cada una con tres premios: caricatura a partir de un modelo, historieta de unas cuantas viñetas con un tema específico y caricatura política a partir tres temas que uno de los jurados daría a su momento. Los participantes contaban con un tiempo limitado para cada prueba. De nuevo, la condición adversa del trabajo “a la carrera” se transformaba en índice de medida para los jurados. Fue una jornada agotadora bajo el sol y la mirada envolvente de los curiosos que rondaban las cintas matando el tiempo. Al final, en la repartición de los premios, Fredy Nontien obtuvo un segundo premio en la categoría de caricatura política. El tema que eligió entre los tres propuestos tenía que ver con una noticia a propósito de la primera hamburguesa hecha a partir de carne producida con células madres, es decir, sin sacrificio animal: utopía y demencia genética que El Tiempo presentaba en su primera página con una tierna fotografía en la que se hacía un zoom a una hamburguesa poco apetitosa. Fredy lo resolvió con un dibujo de tres vacas sentadas a la mesa charlando a propósito del tema: ¡Y AHORA CON LA NUEVA HAMBURGUESA CON CELULAS MADRE! MI DESTINO ES LA MUERTE NATURAL. Elkin y Germán también obtuvieron premios en la primera categoría, pintando a dos de los modelos que se prestaron para ser dibujados por los concursantes. Descontento y cansancio para el resto, entre quienes se contaban Uriel, Carlos, Beto, Fernando, Walter, Diego Mauricio, César, Kelly, Paola y Luz Marina entre otros ¿Por qué si había tantos premios, solo tres de los artistas de Las Nieves habían salido victoriosos? Al charlarlo con Uriel, Carlos y Johnny esa noche, en la inauguración de la exposición en la casa de la fundación Amigos de Bogotá, llegamos a la conclusión de que ni la caricatura política ni las viñetas son géneros que se practican en la Séptima. Era como pedirle peras al olmo ¿Qué había pasado entonces? A ese descontento se sumaban otros: ¿Por qué habían hecho los carteles de promoción de las exposiciones mutilando las obras? ¿Por qué hasta ese día se hacía la inauguración de unas exposiciones que estaban exhibidas al público hacía casi un mes? Por su parte el equipo de IDARTES había hecho un gran esfuerzo para apoyar las iniciativas de los representantes de los artistas: estrategias para ejecutar presupuestos de la manera más ágil posible, reuniones para llegar a acuerdos, actas para formalizarlos, encuestas en busca de información para apoyar a este grupo de artistas, concesiones y licencias para adaptarse a sus ritmos y destiempos, esta investigación, etc. Incluso esa noche Liliana, la gerente de Artes Plásticas y otras personas que no conocía estaban todavía trabajando en la oficina de la Fundación Amigos, cumpliendo con requisitos institucionales que se debían ejecutar, y que quien no haga parte de la institución, difícilmente puede comprender ¿Por qué los esfuerzos conjuntos de las partes no habían logrado los resultados esperados? Una vez más, en la gestión y la intermediación se revelaba una gran dificultad que era necesario considerar más allá de la toma de partido por alguna de las versiones. Esa noche el centro de la ciudad estaba repleto de gente en torno a múltiples eventos oficiales e informales: conciertos de rap, carreras de cuis, ciclovía nocturna, puestos de mazorcas y pinchos, teatro callejero, break dance, recetas para la felicidad, ventas de chécheres y pitos, enormes ollas llenas de aguas de yerbas, un bailarín imitador de Michael Jackson y la negra que hace el homenaje a la voz de Celia Cruz... Toda la ebullición de una vida cultural heterogénea y dispareja que al unirse en una sola noche y en una sola calle produce el ruido multitudinario e indistinto de la revuelta y la fiesta popular.
En los últimos días antes del Encuentro el trabajo se intensificó. Tal como se había convenido, la mañana del viernes 9 de agosto fuimos a visitar al maestro Johnny Ochoa para hacer el registro fotográfico de la creación de su autorretrato. Aquella vez no me pudo acompañar Ana María sino su novio Lucas, también fotógrafo. En el quinto piso de un edificio cerca de la Avenida de la Esperanza con carrera 50, Johnny tiene su casa y su taller. El espacio de trabajo, aunque pequeño, tiene todas las condiciones de un buen estudio para un pintor: luminosidad, gavetas para guardar los lienzos, un mueble de madera con ruedas, cajones y una superficie amplia sobre la que hay un centenar de pinceles en frascos de vidrio; una silla cómoda, algunas butacas y un radio. Cuando entramos al estudio, un pequeño lienzo de 35 x 50 cm ya estaba listo para ser pintado, pues la base había sido previamente agregada a la tela y el bastidor estaba asegurado de manera firme a un caballete más grande. Solo faltaba instalar el espejo en el lugar adecuado; Johnny lo apoyó en la parte inferior del caballete y clavó una pequeña puntilla en su marco superior para amarrarlo con una pita a la estructura. Las expectativas de esta jornada eran muy altas por varios motivos. El primero de ellos tenía que ver con el hecho de que Johnny, aunque joven de apariencia, había trabajado en la Séptima casi 25 años atrás y cuando lo conocí en compañía de Efraín, intuí que era uno de los maestros más queridos del lugar; por otro lado, tal como lo mencioné antes, durante algunas semanas estuve llamándolo sin recibir respuesta hasta que finalmente esa mañana se acercaba el momento de verlo pintar. Por último, el encuentro directo con sus obras tres días antes fue un acontecimiento para mí. Si bien ya las había ojeado en fotografías nunca imaginé su gran tamaño ni la fuerza de su presencia. Dos enormes óleos con imágenes simbólicas sobre la violencia pública de nuestro país ocupaban las paredes enfrentadas de una de las salas de la exposición de la casa de amigos de Bogotá.
A los desaparecidos del Palacio de Justicia. En surcos de dolores, el bien no germinará, es una visión onírica pero esclarecida de la toma del 6 de noviembre de 1985. En el fondo, la fachada del palacio con sus ventanas verticales dejando escapar humo ocupa todo el lienzo. Sin embargo su representación simula un realismo que engaña a los ojos, pues en la zona baja del cuadro, en sus costados derecho e izquierdo, la fachada se transforma sutilmente en un plano horizontal sobre el que cinco figuras se posan; se trata de dos hombres multiplicados como fantasmas o personajes de una pintura narrativa religiosa; uno de ellos aparece tres veces y viste un bléiser de paño que en cada versión tiene un tono distinto; su figura recrea el tipo emblemático del funcionario público medio. El otro aparece dos veces y lleva un atuendo informal con bluyines y tenis. Al lado izquierdo está vestido con una camisa verde y en el lado derecho con una camisa amarilla; se podría decir que su pinta recuerda la de los hombres que tantas veces han sido capturados por crímenes atroces y que nos sorprenden al verlos en los medios de comunicación como cualquier hijo de vecino. Los gestos de estos personajes repetidos son de dolor, de súplica y de vergüenza, como si se tratara de comitentes que hubiesen mandado hacer esta pintura para expurgar sus culpas. Delante de ellos cuatro equis de color rojo y tres gorros de oficial de la Policía Nacional flotan en el espacio como si fueran sus emblemas. Finalmente cerca de la zona central de la pintura aparece en primer plano una figura humana recreando la alegoría de la justicia, cubierta con una sábana azul clara atada con una cuerda alrededor del cuello. A su lado tres palomas blancas flotan en lugar de volar, pues parecen estar muertas ya que cada una lleva una herida en un costado. Tras ellas, en el centro exacto de la obra se recrea el marco de una puerta que se abre a un espacio en completa oscuridad. La otra pintura titulada Desplazamiento. Colombia tierra querida, himno de paz, que ironía tiene una composición un poco más compleja. Los dos tercios del costado izquierdo del cuadro recrean en el fondo un cielo en tinieblas que engaña, pues la luz que cae sobre los personajes parece ser diurna. En el primer plano se representa la imagen inconfundible de las familias desplazadas que pueblan nuestras ciudades: una niña aferrada a un bebé o a un muñeco como si fuese su única posesión; un hombre con la mirada gacha sentando en el piso abrazando a su hijo y cargando a su hija, cubiertos por una manta y formando una pirámide semejante a La Piedad. Separados por un muro muy bajo, en un plano más lejano tres hombres y una mujer cargan con esfuerzo un cuerpo envuelto en una sábana blanca manchada de sangre; se trata de una escena análoga a la que recrea Botero en una de pinturas tempranas llamada Frente al mar y a la que Beatriz González repite con desesperación en su obra Auras anónimas. En un espacio distinto, quizás más lejano, una mujer da la espalda y tras ella se eleva algo semejante a una cruz. Delante de estas escenas flotan dos manos con estigmas a través de los cuales salen rayos de luz. Al extremo derecho de esta zona de la pintura la figura de una estatua humana callejera maquillada y vestida de blanco carga una bandera de Colombia que flota al viento. Toda esta imagen es empujada con fuerza como si fuese un paisaje falso (un panel pintando o una utilería de teatro) por un hombre que está de espaldas ocupando el tercio derecho de la pintura. En esta zona es de día; un fusil está recostado en una roca y en el fondo se sugiere un horizonte de montañas lejanas. En cada tercio del cuadro aparece la imagen repetida de un reloj flotando y marcando horas distintas. Esta pintura está llena de fronteras inciertas; entre el día y la noche, con sus juegos de luz y de sombra; entre los planos y las escenas, separados por muros bajos y cercas rústicas sin principio ni fin; entre la pintura como representación y la pintura como mancha de color.
Ambas obras, la espera de semanas y el hecho de que el autorretrato de Johnny fuera el último en esta primera etapa de la investigación, me hizo imaginar que sus palabras durante esa mañana serían reveladoras. Por eso venía preparado con preguntas tan abarcadoras como insulsas ¿Cuáles son sus pintores preferidos? ¿Qué piensa del arte en Colombia? ¿Cómo entender el espacio que ocupan los artistas de la Séptima? Sin embargo algo más genuino que unas respuestas “sabias” se abrió paso entre la grandilocuencia esperada: el silencio y las frases escuetas. Si algo se oyó de manera continua esa mañana fue el ruido del radio y el sonido del pincel sobre el lienzo; los primeros trazos crearon simultáneamente sombra, color y forma y dividieron el espacio convocando la luz, el volumen y la profundidad del rostro. La clásica distinción entre lo lineal y lo pictórico o entre el contorno y el volumen se deshizo ante nuestros ojos. Cada tanto Johnny hacía comentarios chistosos o irónicos sobre el programa de Julito y los periodistas necios de la W o contaba alguna anécdota de su vida; cuando joven había jugado en el Junior hasta que una lesión de la que nadie se hizo responsable lo dejó por fuera de futbol profesional; con respecto a los cuadros expuestos en la fundación, nos dijo que habían sido encargados por un funcionario del Tribunal de Bogotá que no había vuelto a aparecer y que además de esos dos, había pintado otro dedicado a la tutela que completaba la serie; también nos dijo que ahora estaba aprendiendo a tatuar porque le interesaba el efecto de la tinta sobre la piel; a raíz de una llamada que le hicieron al celular y al no ser capaz de recordar el número del teléfono de su casa, nos confesó con humor que tenía una pésima memoria que siempre le jugaba malas pasadas… Luego volvíamos al silencio, al sonido del pincel y al ruido del radio. Fue una jornada de cuatro horas en las que Johnny trabajó casi sin parar; tan solo hizo breves pausas y algunos cambios en el rumbo de su autorretrato. Primero, cuando fue en busca de una boina para entremezclar la figura del pintor con la del comandante. Luego cuando decidió que sus gafas desaparecieran de la imagen. Y finalmente para estirar un poco el cuerpo y esperar a que Lucas se fumara un Piel Roja en el patio de ropas. En ese momento aprovechó para mostrarme la habitación de su hijo, en cuyas paredes había pintado a Superman, Hulk y otros superhéroes en tamaño natural. Al finalizar, el autorretrato estaba cargado de vida y de algo que solo algunas imágenes conquistan: un mutismo expresivo. Después de todo, los auténticos maestros no suelen ser hombres de grandiosos y sofisticados discursos; eso se lo podemos dejar a los intelectuales amantes de las jergas, a los periodistas estelares y a los políticos corruptos que entrevistan. El maestro Johnny se confunde entre la gente de buen humor y palabras prácticas. Algo similar sucede con algunas imágenes cuyas virtudes más apreciables tienen un estrecho parentesco con una simplicidad cercana al silencio.
“NO SE LLEVE ESTA PAPEL GRACIAS. SI NO QUIERE LEER DEJE CUALQUER APORTE ASI PODEMOS SEGUIR CON ESTE PROYECTO GRACIAS… EXPOSICIÓN URBANA SEPTIMAZO. ESTE ESPACIO ES PARA DARME A CONOCER ANTE USTED SEÑOR DEL PÚBLICO. MI INTENCIÓN ES MOSTRAR MIS OBRAS QUE HACEN ALUSIÓN A AL DIA A DIA QUE VIVO Y VIVEN MUCHOS ARTISTAS DE LA SEPTIMA. LA COLECCIÓN QUE HOY DIA EXHIBO SE LLAMA: FILIAS PSIQUIS Y TRASTORNOS URBANOS”. Así empezaba el texto que Walter Tinoco repartió el sábado 10 de agosto en la tarde a quienes se acercaron a ver el trabajo de body painting. Minutos antes de comenzar llegó Aleja con unas pestañas postizas muy grandes, un collar de perlas y unos palitos chinos que le recogían el pelo como a una geisha; iba vestida con una sábana, tacones con plataformas forrados de hebras y pintados de blanco y unos calzones de color beige con encajes: una visión fantástica en medio de los transeúntes. Walter había dispuesto cuatro obras en exhibición acompañadas con sus extraños títulos: El chorro de Quevedo con complejo de Lolita y “Boson de Higgs” en partículas de chokoloquis para todos, Corpus hipercubicus lesvianismo y energía hado…etc.Las dos pinturas grandes se apoyaban contra las ventanas del edificio de la ETB y las otras dos en su caballete; también llevaba un parlante para poner un aria de Bach que finalmente no funcionó. Una vez todo dispuesto, empezó la acción pintando el brazo de Aleja con su dedo; luego utilizó un pincel y lentamente fue quitándole la sábana mientras le forraba la piel con acrílico blanco, negro dorado, naranja y amarillo fosforescente; finalmente derramó con fuerza un tarro de color rosado intenso sobre las nalgas. Por su parte, ella hizo el papel de muñeca y posó para el público inventando distintos gestos y contorsiones. Se acercaron niños comiendo helado y vendedoras de bombas; tambia y los caminantes pasaban al frente sin curiosidadchos colores; se AS...claén se detuvieron viejos desocupados, hombres y mujeres que salían del trabajo, parejas y familias; por lapsos el círculo se ampliaba y eso hacía que llegaran más curiosos; en otros instantes se deshacía y los caminantes pasaban por el frente de la escena sin demostrar curiosidad; mientras tanto, los tacones, el piso y la chaqueta que recogía los aportes voluntarios se fue llenando de manchas de pintura. A medida que la tarde caía las nubes se cerraron y aumentó el ventarrón; de un momento a otro comenzaron a caer densos goterones y se vino el aguacero; a todos nos tocó agarrar las cosas y salir corriendo.
El último encuentro que tenía pendiente antes de la presentación fue programado para el lunes 12 de agosto en la mañana. Se trataba de una charla con Liliana Sánchez, la persona que IDARTES había contratado para desarrollar los proyectos con los artistas de la Séptima y con algunos colectivos del sur de Bogotá. A pesar de que quedaba muy poco tiempo quise oír a la contraparte antes de cerrar la investigación, pues de no hacerlo tendría un sesgo muy fuerte sobre lo ocurrido en los últimos días. Liliana se refirió a todo el proceso como una experiencia difícil pues a pesar de que se hicieron las cosas, no se tejió una relación de confianza ni de construcción en común. “Con ellos no hay movimiento fácil, ni instancia de negociación sencilla” dijo, recordando momentos en los que las discusiones se habían acalorado más de la cuenta. “Estos procesos deberían empezar de manera distinta, con un asado o con un chocolate” o algo que distendiera los ánimos pues la tensión acumulada es alta, ya que ellos llevan bastante tiempo esperando a que haya una respuesta real con respecto a su lugar en el espacio público. Al parecer el alcalde Gustavo Petro le había prometido un apoyo significativo a Beto, pero lo que IDARTES estaba en capacidad de ofrecer o lo
que las alcaldías locales brindaban no resolvía el problema estructural ¿Cómo hacer que los ocupantes que viven de este lugar gocen de seguridad social y económica y puedan ejercer su oficio con mayor dignidad? Para llegar a una solución justa por parte del Estado no existía una fórmula por distintas razones. En primer lugar, debido al hecho de tener que enfrentar constantemente el mismo problema que yo había experimentado con respecto al censo de los artistas. Según Liliana, esta cuenta inexacta provocaba muchos conflictos al interior del grupo y en su relación con la institución, incapaz de reconocer en la incertidumbre del número una potencia. “Ellos sí quieren y defienden ser grupo pero no saben dónde empieza ni dónde termina”. Así mismo, otra falencia con respecto a los alcances de la ayuda del Estado tenía que ver con el hecho de que los artistas (tal como sucede con otros colectivos) no saben exactamente por qué y para qué quieren hacer lo que le proponen a la institución; luego de haber formalizado en actas una serie de acuerdos con IDARTES, algunos de sus representantes se arrepintieron de las decisiones tomadas y varios de los integrantes del grupo no alcanzaron a cumplir a tiempo con los plazos y las tareas a las que se habían comprometido. Según Liliana el año pasado Carlos Roa había quedado afligido y desconcertado con la experiencia de la exposición; sin embargo para ella esta decepción era previsible, pues los colectivos de artistas contemporáneos que aún pretenden funcionar de manera aislada se chocan con la misma dificultad: “¡Las exposiciones son anticlimáticas!” me dijo Liliana; “un montón de trabajo, full inauguración y después no pasa nada, bolas de heno…” ¿Cómo solucionar esto? “Lo primero que ellos deben hacer por su propia cuenta es buscar mecanismos de integración, encontrar lugares de socialización que vayan más allá de la supervivencia, los problemas personales y las intrigas con los líderes. No pueden ver la relación con el otro solamente como una forma de acceso al dinero o a lo que sea; tienen que construir un público. Cuando eso ocurra van a entender mejor su relación con la institución. Solo así se construye una relación de confianza hacia afuera. Es ahí donde ellos nunca meten el dedo, no se apropian de eso; entonces se sienten usados, tristes o decepcionados”.
IV. Presentación y autocrítica
Luego de 29 sesiones de trabajo realizadas entre el 12 de junio y el 12 de agosto se produjo un material compuesto por 21 autorretratos, 95 archivos de audio y aproximadamente 3000 fotografías. A partir de la selección final de este voluminoso material, previamente editado, clasificado y depurado por Ana María Zuluaga, elaboré la presentación que expuse en público el miércoles 14 de agosto en la primera Jornada del Tercer Encuentro de Investigaciones Emergentes. Debido a que el tiempo era limitado, decidí hacer una breve introducción y luego hablé del trabajo de cada uno de los artistas que participaron en el proyecto, mientras mostraba una secuencia visual de sus procesos creativos y los autorretratos que resultaron de ellos. De forma paralela a esta crónica, quise narrar cual había sido mi experiencia de aprendizaje, pues una vez finalizado el trabajo de campo descubrí que al dejarme espiar en sus secretos del oficio, los artistas de la Séptima me habían revelado en forma consciente o inconsciente algunas de las funciones y significados existenciales de las imágenes.
Después de las charlas de esa primera jornada del Encuentro vino un espacio para el conversatorio y las preguntas del público. Allí participaron los otros conferencistas de la jornada y también Walter Tinoco como representante de los artistas de la Séptima. A la luz de los comentarios y las inquietudes descubrí errores en mi presentación y en la forma en la que había enfocado el proyecto, pues el asunto se había prestado para varios malentendidos. La primera reflexión sugerida por Julián Serna, funcionario de IDARTES que coordinaba esta actividad, fue sobre el asunto del territorio ¿Cómo pensar la búsqueda o la apropiación de un espacio por parte de un colectivo? Sin duda era algo que había omitido mencionar por estar concentrado en cada artista, sin mencionar sus relaciones o los rasgos generales del lugar que ellos habitan. No obstante, este sí había sido para mí un tema de reflexión permanente. ¿Cómo enfocarlo ahora? Al analizar la ocupación tradicional de un lugar y los intentos que buscan organizarlo e institucionalizarlo, deben superarse algunos prejuicios: no solo prima el conflicto y el caos en el grupo de artistas de la Séptima así como tampoco es dominante la violencia de una ley conveniente a unos pocos en las instituciones del Estado. Para entablar un diálogo los funcionarios y académicos debemos reconocer que en el espacio ocupado por los artistas de la Séptima existe un derecho consuetudinario que aunque no se ajusta completamente a nuestras éticas y a nuestras prácticas administrativas, tiene gran valor. Los pintores se turnan para cuidar sus pertenencias a la hora del almuerzo y nada cambia de dueño; de manera frecuente se intercambian materiales, enseñanzas o técnicas del oficio; cada uno tiene su puesto sin que eso implique trazar límites precisos y siempre hay lugar para quienes aún no han sido contados, pues la Séptima es suficientemente larga para acogerlos. En fin, existe un sinnúmero de prácticas cotidianas en las que un código que nunca ha sido escrito opera con eficacia. ¿Cómo potenciar este tejido de costumbres y acuerdos sin imponerle unas lógicas ajenas? El primer paso lo deben dar, los artistas, adaptándose a ciertas reglas del juego de las instituciones y las autoridades para fortalecerse como grupo. No encasillarse en el papel de población vulnerable que abre las manos para que le lleguen las cosas; Salsán, Uriel, Carlos y Beto conocen la dificultad de estas luchas y por eso quizás las aplazan o en ocasiones las esquivan. Sin embargo es importante que un liderazgo conjunto sirva para que todos se decidan a hacer algunos sacrificios que implican tiempo y plata, pero que si se piensan a largo plazo, pueden traer beneficios; urge averiguar las distintas figuras institucionales que existen para adaptarse a la que sea más adecuada. Una vez creada la organización en términos jurídicos, el poder de representación ante la sociedad y el estado les abrirá nuevas instancias de diálogo para discutir asuntos de fondo.
A partir de otras preguntas y comentarios empezaron a surgir nuevas sospechas. ¿Hasta dónde había logrado mantenerme al margen de las narrativas de la exotización y la instrumentalización que había denunciado al principio de la conferencia? ¿Había conseguido realmente permanecer en el intervalo entre estos dos polos? En lo primero que pensé fue en el malentendido que pudo haber tenido lugar, pues lo que había dicho y la forma en que lo había presentado no parecía ubicarse en el intervalo sino en los extremos; el de la instrumentalización, con el señuelo de la plata para convencer a los artistas de hacer un proyecto al estilo de un profesor de historia del arte anticuado (¿Quién propone hoy a sus estudiantes pintar un autorretrato figurativo?); y el de la exotización, al haberlos presentado como individualidades heroicas, cayendo así en el modelo narrativo más ajado de la historia del arte: el de las vidas de los artistas de Vasari. De hecho ese fue el tema de una de las preguntas planteadas: “Daniel: ¿Cuál es la construcción colectiva de lo común en los dibujantes? Nos habló de individualidades. ¿Cómo entender lo común en este caso?” Para no extenderme, resumo así la respuesta que di: “Para mí lo común constituye la experiencia que yo viví con ellos durante estos meses; no hay que confundir lo común y lo colectivo con la negación de la individualidad o con la identificación de grupos; en el caso de la Séptima, es problemático caracterizar a los pintores como pertenecientes a un grupo”. Sin embargo, la inquietud planteada me quedó sonando, pues me hacía ver que la exposición ocultaba esa experiencia de lo común, entre otras cosas porque en ninguna de las fotos yo aparecía presente; tan solo brillaba el ingenio del ejercicio creativo; un ingenio que se convertía en truco y se desvirtuaba si no se comprendían las condiciones en que había surgido y las estrategias que lo habían hecho posible. Ante esta misma pregunta Walter dio una respuesta más descarnada, pero también algo condescendiente. “En la Séptima todos somos muy individualistas. A mí me ha tocado aprender a las malas a trabajar en colectivo y me cuesta mucho hacerlo. Como estamos en el día a día, cuando no vendemos, nos tostamos y a veces chocamos con los otros. Si no bajo bandera no pienso sino en eso. Y eso se pega y nos cohíbe. Por eso estas iniciativas nos estimulan, hacen que empecemos a pensar en nuevas formas de crear, de romper esa individualidad y de ver el arte contemporáneo de manera distinta. Es triste pensar que hay muchos buenos que se chirrean y que pasan por ahí vendiendo óleos y solo pintan materas…”. Entonces, ¿Cuál es la individualidad que hay que romper y cuál la que hay que proteger? Mientras Ana María Zuluaga trabajó como fotógrafa de este proyecto, tomó el curso de pintura con Guillermo Cárdenas en la universidad para adelantar materias de su carrera y terminarla rápido; curiosamente la entrega final para los alumnos era un autorretrato en el que no aparecieran. Sin duda este trabajo sugiere al mismo tiempo un ejercicio de habilidades y una puesta en escena de ciertos regímenes éticos y estéticos del arte contemporáneo. Ante esos regímenes confirmo que la Séptima a la altura de Las Nieves, en medio de los artistas, la música callejera, los venderos de azar y las multitudes extrañas que pasan agitando la calle, es un lugar perfecto “para una didáctica de la disolución del yo”; de hecho así rezaba la portada de un folleto esotérico sobre la doctrina de “la Muerte en Marcha” que dos mujeres vestidas de blanco pasaron repartiendo por allí hace unos meses.
“Mi inquietud ahora como caricaturista del corredor cultural es cómo vamos a tomar todo este documento que recogió Daniel y hacer un movimiento o una acción; que se integren todos estos saberes y se muestre un resultado ante la sociedad. No quisiera que todo esto quede en unas hojas de libros y otra vez cada uno por su lado”. Esta fue la pregunta que Carlos Roa escribió antes del cierre de la jornada. Para responderle de nuevo, una vez más propongo que lo meditemos en común. Si bien desde el principio les dije que cada uno tendría una copia del material recolectado, eso no es suficiente; lo ideal sería continuar el diálogo, dar un paso más allá en la investigación; pero ¿habrá tiempo para ello en medio del trabajo y del rebusque? Ante todas estas dudas, un par de días después quise preguntarle a Elkin Rubiano, un colega sociólogo y comunicador, cómo le había parecido la charla y qué pensaba de la investigación. Su respuesta fue que el problema no consistió en que hubiese instrumentalizado o exotizado a los artistas, sino que los había romantizado; una manera delicada de decirme que la cosa había sido demasiado sentimental y de pronto un poco cursi. Pero él entendía lo ocurrido pues según su opinión, yo no había tenido opción: o le daba gusto al “objeto de estudio”, con el que había creado lazos de afecto o le daba gusto a la institución que esperaba algo distinto: una mirada crítica y desapasionada. “En todo caso siempre es difícil hacer una investigación en un tiempo tan corto y eso también se lo deberían plantear los organizadores del encuentro”. Terminar las entrevistas y los registros fotográficos un par de días antes de la presentación no me dio el tiempo suficiente para elaborar un sentido que fuera más allá del relato y del goce. Hoy puedo decir con un poco más de certeza que el valor de un trabajo de campo no se mide por su volumen (confusión que tuve hasta el último día) sino por el límite y la distancia que lo perfilan como tal. En este caso, tal demarcación todavía se está constituyendo y el análisis crítico que pueda hacer sobre mis observaciones es mínimo. Por eso, como me fue imposible escapar de una actitud romántica en este texto, al menos opté por intentar calcar la que propone Novalis en uno de sus fragmentos: aquella que busca darle un porte misterioso a lo cotidiano y una expresión común a lo elevado.
V. Cierre parcial
Luego de haber hecho esta breve pero intensa inmersión en el espacio de trabajo de los artistas de la Séptima, debo reconocer algunos hallazgos que hice. El primero tiene que ver con un gran vacío en mi formación que determina la manera en que he aprendido y enseñado el área de conocimiento a la que pertenezco. ¿Qué alcances puede tener una historia del arte desencarnada? El segundo se relaciona con los artistas que conocí durante estos meses. Aquellos que hacen de la fabricación de imágenes su oficio, necesariamente se convierten en buenos observadores y con ello ganan una riqueza del lenguaje que hoy en día es difícil de hallar en el mundo universitario y en los circuitos locales del arte contemporáneo, saturados de expertos y de discursos y pobres en narraciones y en narradores. Esto me lleva a la caracterización del lugar que ocupan los artistas de Las Nieves como un espacio de experiencia. Por encima de su categorización como zona comercial, artística o patrimonial y más allá de los intercambios económicos y simbólicos que se dan allí, lo verdaderamente valioso que acontece en la Séptima es un tránsito mágico que va de la mano al ojo y de la boca al oído. Algo que nos cuesta trabajo entender a quienes hacemos parte de instituciones cuyas lógicas se han empeñado en deslegitimar estas formas de supervivencia y conocimiento.
Al principio de esta investigación pensaba que el relato de los artistas de la Séptima y lo propio de su condición de estar expuestos debía ser narrado en clave agonal: conflicto y lucha con las autoridades y las mafias, tensiones internas entre ellos y con los líderes; tires y aflojes con las administraciones distritales y las instituciones del arte y la cultura; en última instancia, todo el despliegue y el juego de las relaciones de poder. No obstante, hoy esta misma inquietud se ha resuelto de manera un poco distinta; mi impresión final está bellamente sintetizada en una pintura que aún Walter no termina y que lleva como título Teoría del campo unificado artístico. En ella se recrea la Séptima justo en el lugar que ocupan los artistas: en primer plano una mujer atractiva vestida con unos calzones negros y una camisa abierta del mismo color, está recostada en el piso leyendo lo que parece ser un periódico; bajo el alero del edificio de la ETB están el saxofonista y el lector del tarot; Kelly y Paola caminan hacia el centro del anden y tras ellas yo aparezco asomándome con un gesto de espía; en un lugar más cercano Beto está de pie revisando una lista, mientras Manuel medita como un buda; llegando al centro Ricardo, Carlos y Uriel forman un triangulo solidario y en un plano más lejano Norberto, Alex y Germán dirigen miradas pensativas en distintas direcciones. En la mitad inferior de la composición Walter y una mujer dibujan el rostro de la gerente de artes plásticas sobre el pavimento; en el costado derecho, de pie y con las manos en los bolsillos, Don Evelio mira a la otra orilla de la calle como si fuese un horizonte lejano y a su lado Juan Carlos le da la espalda al mismo paisaje mientras contempla un papel que tiene sobre sus piernas como si fuese un marinero que estudia una carta navegación. Llegando al primer plano en esa misma dirección puedo reconocer a un anciano lotero que siempre se instala allí y delante de él a un vendedor de minutos que diariamente recorre la cuadra. Todos estos retratos envueltos en un escenario arquitectónico apenas bosquejado parecen anticipar una admirable pintura hiperrealista; sin embargo la presencia extraña de un hoyo negro en el lugar donde confluyen las paralelas parece absorberlo todo con un movimiento en espiral; como si el punto de fuga de la obra se hubiese transformado en un torbellino o en un sifón por el que todo se va. Estar expuesto en la Séptima no consiste únicamente en vérselas atravesado por fuerzas sociales antagónicas que jalonan en distintas direcciones; es también ponerle el pecho al viento que baja de los cerros y viene corriendo por la sabana. El viento que se lleva los días y con ellos, todo lo demás: papeles, artistas, carboncillos, vendedores, caballetes, funcionarios, loteros, acrílicos, borrachos, profesores, árboles, edificios, instituciones, fantasmas, e imágenes.
Referencias bibliográficas
ARNALDO, J. Antología y edición (1987) Fragmentos para una teoría romántica del arte. Editorial TECNOS, Madrid.
COOMARASWAMY, A.K. (2009) La filosofía cristiana y oriental del arte. José J. de Olañeta, Editor. Barcelona.
DE CERTEAU, M. (2010) La escritura de la historia. Universidad Iberoamericana, México D.F.
RANCIÈRE, J. (1996) El desacuerdo. Política y filosofía. Ediciones Nueva Visión. Buenos Aires
[1] La figura de “investigador invitado” consistió en el pago de unos honorarios por el valor de un millón de pesos, como contraprestación del trabajo investigativo, la conferencia el día del evento y la entrega de la versión final del texto para su publicación. Estos honorarios aumentaron a un millón quinientos mil pesos en el transcurso del proyecto, pues uno de los “investigadores invitados” no aceptó la oferta.
[2] Algunas semanas después lo visité para charlar sobre mi investigación, pero él dijo que no quería tener nada que ver con el grupo de los artistas de las Nieves; que el archivo y la experiencia acumulada con las instituciones era grande, pero que luego de los conflictos él se había marginado completamente.
[3] Las comillas en éste y los siguientes casos se basan en los audios realizados durante la investigación. Sin embargo no siempre se trata de citaciones literales; también hay apropiaciones e interpretaciones libres de lo dicho.