Por: Olga Lucía Illera. Decana de la Facultad de Ciencias Sociales de Utadeo.
El pasado domingo 30 de octubre el electorado brasileño definió la presidencia de la república para los próximos años. El expresidente Lula Da Silva, del Partido de los Trabajadores -PT- obtuvo la victoria con el 50,9% de los votos, mientras que el actual presidente, Jair Bolsonaro, contó con el 49,1% de los votos. Lula, quien gobernó el país más grande de la región entre los años 2003 y 2010, asumirá en enero el poder por tercera vez. ¿Qué significa este regreso para Brasil y América Latina?
Por un lado, los analistas hacen eco del concepto de polarización que se vive en el país, el actual proceso electoral fue descrito como un pulso o medición de fuerzas entre los movimientos de izquierda y los movimientos de ultraderecha; dos propuestas altamente diferenciadas, que representan intereses y sectores diferentes de la sociedad. En un marco de campaña electoral donde la propaganda negativa, las noticias falsas y la desinformación fueron ejes importantes de movilización, el proceso electoral fue definido como un cabeza a cabeza. Los resultados muestran una clara división del voto entre los estados, asociando los de menos condiciones económicas y mayores problemáticas sociales como bastiones más cercanos a Lula. Sin embargo, una diferencia 1,8 % en la votación, representa más dos millones de votos a favor del partido de los trabajadores.
Lula intentó hacer frente a los llamados por reducir dicha polarización, nombró como su fórmula vicepresidencial a Geraldo Alckmin, un representante de partido socialista brasileño, quien enfrentó a Lula en las presidenciales de 2006, con la misión de ser el puente con los partidos de centro en el congreso y liderar la transición de gobierno. Para algunos sectores, la participación del Alckmin es una especie de garantía en que habrá posiciones más moderadas en cuanto al manejo de la economía. Es una figura que permite presentar una imagen del nuevo gobierno más abierto a la conciliación y a la búsqueda de acuerdos.
Bolsonaro ha evitado reconocer su derrota, ha hablado de respeto constitucional a los procesos de transición, ha dado también muestras de buscar una transición de gobierno relativamente en calma; aunque se ha cuidado de hablar de victoria de Lula. Algunos sectores más radicales del bolsonarismo han desarrollado manifestaciones, bloqueos y aglomeraciones frente a cuarteles, con lemas de “intervención federal”, es decir invitando a las fuerzas militares a intervenir de manera directa en la modificación de los resultados electorales. En las noticias esta referencia ha pasado a ser un cliché, pero en la práctica debería cuestionarnos, al ver añoranzas de algunos sectores, que ven en los militares poderes moderadores que pueden “proteger” la democracia a través de su destrucción. Los carteles de “fuerzas armadas salven a Brasil”, deberían inquietarnos; es el debate democrático, la alternancia, la negociación, la diversidad, las victorias y las derrotas, lo que define estos tipos de gobierno. Sin embargo, el rol que jugarán en el nuevo gobierno sin duda traerá cambios, tras una mayor presencia en lo político y una mayor incidencia, en cargos como vicepresidencia y ministerios durante la administración de Bolsonaro.
Por otro lado, la victoria de Lula demuestra la capacidad de recuperación del político más carismático del Brasil en las últimas décadas. Recuperación de su imagen pública tras haber sido involucrado en sendos escándalos de corrupción, que lo inhabilitó políticamente y que lo llevó a la cárcel por más de 20 meses. Este proceso también fue un tira y afloja dentro del sistema de justicia, con interacciones y desbalances entre las ramas del poder, pero que a la larga terminó con la anulación de sus condenas por falta de competencia de quien había imputado los delitos. El retorno de Lula significa también la recuperación del partido de los trabajadores, debilitado por el impeachment a través del cual se destituyó a la presidenta Dilma Roussef en el 2016; si bien sigue siendo el partido más importante del país, perdió muchos electores, alejándolos del control de las ciudades capitales en las alcaldías y logrando apenas cinco gobernaciones en los estados más pobre de Brasil. Su representación en el congreso es de 56 miembros, mientras que el partido liberal de Bolsonaro tiene 99 miembros, y una serie de partidos conservadores y de derecha como aliados; sin embargo, los partidos de centro suelen comportarse de manera pragmática en el congreso brasilero, lo cual le dará posibilidades al gobierno de negociar su agenda política con el legislativo.
El próximo primero de enero Lula retornará al control de la décimo tercera economía del mundo, pero que tiene una profunda desigualdad y donde el índice de desarrollo humano lo ubica en el puesto 84. En un contexto con menos recursos para el gasto estatal, es decir, con menos disponibilidad de recursos para la ejecución de las políticas sociales y en un entorno económico internacional volátil. De ahí que la economía y la reducción de la pobreza sean ejes esenciales de su agenda gubernamental. Otros temas importantes serán “rescatados” en este gobierno, pasando del cambio climático, la protección de la Amazonía y la cooperación internacional.
Los gobiernos previos de Lula lo posicionaron como un líder en política exterior, que fortaleció la imagen de Brasil en el sistema multilateral, impulsó decididamente el proceso de bloques alternativos como los BRICS junto con Rusia, India, China y Sudáfrica, haciendo de Brasil un interlocutor de primer orden en la construcción de sistemas y organizaciones multipolares. Brasil regresará tras cuatro años de cierta alineación con Estados Unidos a propuestas de política exterior más diversas, consolidando la inversión China en su economía y a lo que analistas han denominado un “equilibrio ambiguo” entre los Estados Unidos, Rusia e incluso con la Unión Europea.
La prioridad inmediata será retomar el liderazgo regional, en una coyuntura de retorno de los gobiernos de izquierda para la región, las cinco principales economías latinoamericanas están hoy siendo gobernados por líderes de izquierda. Brasil con Lula, López Obrador en México, Fernández en Argentina, Gabriel Boric en Chile y Gustavo Petro en Colombia. Al tiempo que países como Honduras y Bolivia también son gobernados por partidos de izquierda, hay un entorno favorable para la reconfiguración de liderazgos y para una transformación de las interacciones con Estados Unidos. Bolsonaro se había mostrado muy cercano al entonces presidente Trump, lo que significó una especie de ruptura con la tradición de autonomía de la política exterior brasilera. Brasil será también un interlocutor con regímenes como Nicaragua y Venezuela, lo que permitirá ampliación de diálogos latinoamericanos. Esto probablemente reactive mecanismos de cooperación e integración como UNASUR y otros espacios de diálogo político desde el sur.