Hoy lo confieso con vergüenza, al final del bachillerato, leí un par de autores Og Mandino y J.J Benítez, difícil saber cuánto de ellos todavía campea en mis discursos y en mis pensamientos. Voy a utilizar esta vergonzosa confesión para decir que cuando oigo hablar de asuntos como “economía naranja”, tengo la sensación de estar de nuevo en la lectura de esos textos.
Tal vez sea posible responder a la pregunta: ¿Qué es eso de economía naranja? Tal vez la respuesta se pueda referenciar en títulos y en autores y, quizá siguiendo pistas bibliográficas, una rápida inspección nos lleve a referentes de calidad. Instituciones nacionales, universidades, y medios de comunicación tienen ya articulada alguna definición que les ha permitido capotear (perdonarán los animalistas) este inmenso espacio de imprecisiones y ligerezas que ha significado que la mencionada economía del mencionado color, se prometa instaurar como política de Estado.
La discusión que quisiera proponer es que, no obstante, lo impreciso del término, lo frágil de las estructuras que lo soportan y lo escuálido de los personajes que la presentan. La reflexión poco tiene que ver con economía y por el contrario mucho con Cultura, que, aunque es un término del que gustan los economistas, cuando quieren aceptar su cercanía a las ciencias sociales, es también algo que los rebasa y sobre lo que difícilmente podrían sostener una reflexión, mientras sigan en los universos especulativos de la historia y del futuro, mientras pretendan algo así como una hermenéutica científica.
Si el argumento central es que los bienes y servicios culturales se articulen y sistematicen de manera que las actividades que permiten unos y otras se encadenen poniendo la creatividad al servicio del aparato productivo tradicional, entonces lo que se espera es que aquello que soporta la cultura en su sentido más esencial y que tiene que ver con identidades, subjetividades, emociones, relaciones, sentimientos, intervenciones, colaboraciones, etc. se desvanezca merced a la puesta en valor como producto de intercambio tradicional. Justamente cuando la sociedad tiene certeza de que las cosas que no han accedido a los medios y estrategias de la circulación y el intercambio, tienen valores de lo fundamental, pensar en sustituirlo parece falto de coherencia.
Los museos, los conciertos, la moda y otros aparatos han demostrado que pueden insertarse de manera óptima en los decursos de la producción, el mercadeo, el turismo y otros. No obstante, concierto no es música, ni museo es arte. La mirada de lo que se puede comprender como economía naranja sobre la cultura es tan estrecha que ni siquiera ha entendido que cuando se habla de cultura en el mundo actual, justamente, se habla también (y fundamental) de algo que ha logrado mantener la condición de autonomía con respecto a las nociones tradicionales de intercambio y mercado, al tiempo que sabe usando que canales y por medio de qué estrategias puede también incidir en los mismos.
De manera que, si la economía naranja se refiere a economía es frágil, pero si se refiere a cultura, no ha comprendido nada. “El vendedor más grande del mundo”, se llamaba un libro; el otro, “Caballo de Troya”.