Río Bogotá: la línea no tan invisible entre la vida y la muerte

Un recorrido por el afluente, desde su origen hasta su desembocadura, que evidencia el daño y la contaminación a los que ha sido sometido durante décadas.

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Desde Bogotá se llega al municipio de Villapinzón a través de una vía pavimentada. En la hora y trece minutos de trayecto, se puede divisar la naturaleza que contornea el camino, junto a pequeños caseríos y un par de puentes peatonales que permiten ver el transitar de un río. 

El municipio recibe a sus visitantes con una temperatura de 9 a 12 grados centígrados. A casi diez kilómetros desde su plaza principal, descansa el Páramo de Guacheneque —palabra muisca que significa india brava—, un tesoro de la naturaleza con hectáreas de verde en diferentes tonos, decorados con más de 200 especies de flora y que aloja el nacimiento del río Bogotá.

El páramo es un templo sagrado que se encuentra a 3.300 metros sobre el nivel del mar y da agua de vida a 47 municipios. Lentamente, con el paso de los años, sus habitantes han herido de muerte a su hijo, el río Funza, que significa varón poderoso en chibcha y que hoy se conoce como río Bogotá.

Néstor Eduardo Contreras, guía del páramo y quien lleva tres años al cuidado de su ecosistema, cuenta que cuando el páramo la naturaleza que en él habita aún conservaba el respeto de la humanidad, los indígenas del pueblo Muisca pedían permiso para ingresar a su laguna y así poder entregar sus ofrendas al agua; el cacique reunía las riquezas de la comunidad, llegaba al centro del cuerpo de agua en una canoa y las lanzaba fuera del pequeño bote, las entregaba a la Pachamama.

El guía explica que la falta de respeto a la naturaleza ha causado que, en la actualidad, el río Bogotá viva con tranquilidad solo en los primeros once kilómetros de su recorrido, desde su nacimiento en Guacheneque. A medida que se acerca a la ciudad es evidente su deterioro y contaminación, no solo por el cambio su color y la intensidad de su olor —desagradable e insoportable, según muchos—, sino también por sus acompañantes de viaje: sofás, sillas, colchones, llantas, plásticos y un sinfín de desechos.

Así se ve el río Bogotá desde el peaje El Nuevo Salto, acompañado de una llanta y un tono más opaco.

Lo que tal vez muchos ignoran es el deterioro de este afluente debido a químicos y vertimientos de distintas industrias como, por ejemplo, de las curtiembres, dedicadas a convertir las pieles en cuero. La ganadería y la agricultura también son actividades económicas que afectan el río en distintas formas y niveles. Todas, en esencia, contaminan el río con el mismo modus operandi: con vertimientos. 

¿La redención de un victimario?

El río Bogotá se divide en tres cuencas: cuenca alta, a la que pertenecen municipios como Villapinzón, Chocontá, Sopó, Zipaquirá y Cajicá; cuenca media, que inicia en Chía y continúa su camino por Funza, Soacha, Mosquera, Bogotá, entre otros; y la cuenca baja, cuyo inicio es Sibaté y sigue por lugares como La Mesa, Anapoima, Tocaima, Agua de Dios y finalmente Girardot, donde desemboca en el río Magdalena.

En ese recorrido, el afluente poco a poco va perdiendo su pureza. Hay dos caras de la moneda, un sello que marcó la imagen del río por su desagradable paso, y una cara sucia, demacrada y olorosa, que ha dejado atrás su piel cristalina.

Lo poco que se mantiene puro es ahora protegido, a capa y espada, por entidades gubernamentales como la Alcaldía de Villapinzón, la Secretaría de Ambiente de Cundinamarca y la Corporación Autónoma Regional (CAR), que regulan todo lo relacionado con el páramo. 

Lidia Riaño, la secretaria del Ambiente de Cundinamarca, junto a su equipo y en compañía de Nelson Torres, alcalde de Villapinzón, visitan con frecuencia el páramo Guacheneque, para asegurarse de que las medidas de cuidado se estén cumpliendo, al igual que la conservación del ecosistema. Inspeccionan el ecosistema con cámaras, micrófonos y expertos para tener evidencia de su conservación y, en ocasiones, tener la perspectiva de los turistas, generalmente sorprendidos por ver el origen puro del río Bogotá.

Estas instituciones cuentan con el apoyo de guías locales, como Néstor Contreras y sus compañeros, que están a disposición de acompañar a quien quiera visitar el páramo. No es posible recorrerlo sin autorización, pues es propiedad privada de las instituciones ya mencionadas y otras personas naturales. 

No obstante, se necesita más para lograr un río limpio. Lina Zuluaga, de Progresar ESP (Empresa de Servicios Públicos), aseguró que si bien los esfuerzos de la entidad son importantes, no tienen un alcance grande. Así lo dijo en la Conferencia de Hallazgos de la Cuenca del río Bogotá: “le ponemos mucho amor al tema, pero de ahí no pasamos porque no hemos encontrado los espacios para hacer algo para la cuenca. Otros consejeros afirmaron que no hay recursos ni espacios suficientes de participación.

Por su parte, en la misma conferencia, Pablo Carrizosa, presidente de la Asociación de Usuarios de los Recursos Naturales Renovables y Defensa Ambiental de la Cuenca del Río Bogotá, denunció que las tuberías que transportan las aguas del río Bogotá tienen fugas, lo que afecta de sobremanera al municipio El Colegio, pues en la zona hay nacimientos a los que llega esa agua y es, además, tomada por el sistema de acueducto.

Desechos del hombre a unos metros del río. Por la vía El Colegio-El charquito, donde se debían tener las ventanas cerradas debido al intenso y desagradable olor que brotaba del afluente.

Los esfuerzos por redimirse con el río Bogotá no cesan. Por ejemplo, en la capital se llevan a cabo proyectos de infraestructura que buscan limpiar su agua. Con las Plantas de Tratamiento de Aguas Residuales (PTAR) se espera recuperar la cuenca media y baja, que no solo beneficiará el agua que corre en los municipios de Cundinamarca, sino también a la que llega al río Magdalena y, por consiguiente, a su desembocadura en el mar Caribe.

La idea inicial era implementar dos PTAR, llamadas Salitre y Canoas, que tuvieran influencia en el cien por ciento del afluente de la cuenca media. La primera estaría encargada del 30% y, la segunda, del 70% restante en Bogotá y el 100 % de las aguas residuales de Soacha. Sin embargo, hasta el 22 de marzo del presente año, la alcaldesa Claudia López aprobó la contratación para este último proyecto, lo que ralentiza el proceso y deja en agonía al río Bogotá, hijo del páramo. 

Desde la Planta de Tratamientos de Aguas Residuales Salitre, cuya construcción se inició en septiembre de 1997 y empezó a funcionar en el mismo mes del año 2000, los inconvenientes con las máquinas, los manuales y la automatización afectaron su funcionamiento. El problema se dio en porque el Consorcio Constructor CEPS (Consorcio Expansión PTAR Salitre), con Gerencia Consorcio IVK, no emitió los certificados necesarios. Hasta el 10 mayo, cuando se consultó en entrevista a un representante del PTAR Salitre, ni la CAR ni la Empresa de Acueducto de Bogotá tenían en sus manos lo solicitado. Desde el PTAR aseguraron que “no se verificaron las condiciones reales de los equipos, así como tampoco se verificaron todos los aspectos técnicos de estabilización de cada proceso, el estado de garantías técnicas y de fabricación de los equipos, estado de las pruebas, ni la entrega de la documentación técnica necesaria para operar con total normalidad la planta”. 

Ese retraso en la documentación se quedó en la negación del Consorcio a responder con pruebas físicas, dado que “han afirmado a viva voz contar con cada una de las garantías que cubren la fabricación y el funcionamiento de los equipos que conforman la PTAR Salitre”, pero no se han visto los documentos que afirman fueron entregados a la Gerencia Consorcio IVK, quienes por su parte aseguran que es una falacia ya que ellos no tienen en su poder los oficios que den fe de la existencia de las garantías de los equipos. 

Por consiguiente, el 30% de las aguas que deben ser tratadas no reciben el proceso completo ya que la planta tiene solo el 85% por ciento de su entrega. Lo anterior es debido a que “hacen falta filosofías de control que aún no han sido implementadas por el Consorcio Expansión PTAR Salitre”, tratándose de la falta de registro de los datos en el sistema y los problemas de automatización ya que no coinciden con el automatismo en campo, como el mismo PTAR asegura.

Como una solución, durante la ejecución del contrato 803 del CEPS y la CAR, se estipuló que los trabajadores de la planta recibirían capacitación para poder poner en funcionamiento dichas máquinas. Pero fueron muy básicas, por lo que el PTAR informó que, “al no haber terminado el automatismo, es impreciso recibir capacitación dado a que no se cuenta con el cien por ciento de la implementación”. Entonces, el acondicionamiento que se tenía preparado para el personal no era fiable.

La planta, que en promedio evita que se viertan al río Bogotá 102 toneladas de basuras al mes, cuenta con 6.466 equipos instalados y 90 sistemas principales. Para mayo de 2023, contaban con el 15%, correspondiente a 14 sistemas principales, fuera de servicio.

Además de las PTAR como parte de las medidas de protección, el consejo de Estado emitió el 28 de marzo del 2014 una sentencia que resuelve una apelación de una acción popular, la cual se presentó para “evitar el daño contingente, hacer cesar el peligro, la amenaza, la vulneración o agravio”. Como lo explica Felipe Cadena, un abogado de derecho internacional público y ambiental, ese recurso legal se aplicó para la protección de los derechos colectivos a “un ambiente sano, a la salubridad pública y a la eficiente prestación de los servicios públicos domiciliarios a todos los habitantes cercanos al río Bogotá”. La sentencia ordenó, además, la creación del Consejo Estratégico de la Cuenca Hidrográfica del Río Bogotá (CECH) y del Fondo Común de Cofinanciamiento (FOCOF).

La perspectiva desde el turismo

Uno de los paraderos más famosos hacia Villapinzón es el Salto del Tequendama. Desde allí, visitantes y turistas se asombran por la majestuosidad de la naturaleza. Se escuchan comentarios respecto a la hermosura del lugar y de la cascada que se ve desde allí. El salto no es tan hermoso como creían, no es tan majestuoso como se ve, pero no es su culpa, si no de la gente. No es feo, solo está contaminado, y una vez se ve su origen es difícil no notarlo, sobre todo al comprarlo con la cascada de la Nutria.

Comparación entre dos cacadas, una desde el nacimiento del río y otra a unos kilómetros de su desembocadura en el Magdalena. 

Otro factor de diferencia es el olor, pues en sus inicios no se siente nada más allá que la naturaleza, contrario a, por ejemplo, llegando al Tequendama, a unos pocos metros del peaje, donde el olor es intenso y desagradable, como de algo putrefacto. En el mirador, como arte de magia, el olor pierde intensidad. Al menos para los trabajadores de los restaurantes del mirador y otras personas que han estado allí por años, que no se ven afectados porque aprendieron a vivir con él.

Y la perspectiva no solo queda en estas cuencas, sino en lo que pasa una vez el río desemboca en el Magdalena. Los afluentes que parten de él y el momento en el que este último llega al mar Caribe, como se evidencia en varios lugares que son además muy turísticos, lo que influye, pues como lo ve Douglas Neira, un turista, una parte de esa contaminación viene de los visitantes, y otro porcentaje sobrante “seguramente ni siquiera la generan los habitantes de allí, sino que es un montón de plástico que ha viajado de cuenca en cuenca, de río en río, hasta desembocar al mar, cuando el mar se mete en el desierto empieza de dejar toda esa basura” como también cuenta Yined Ariza, una senderista, quien, en el desierto de Uribia, en la Guajira, vio “muchísimo plástico en una parte grande, donde las bolsas se adhieren a los arbustos secos” y en Buenaventura encontró playas llenas de “plásticos, botellas, pedazos de galón, bolsas y otras cosas”.

Es evidente que falta concientización, pues los esfuerzos de las instituciones no sirven de nada si las personas no ponen de su parte. Diana Morales, una caminante que lleva años recorriendo el país, afirma que, al menos en su viaje a la Guajira, algunos de los habitantes “son completamente indiferentes, solamente esperan recibir algo de parte de los turistas”. Una situación similar a la que encontró Clara Valderrama en Bocas de Ceniza, el punto de desembocadura del río Magdalena en el mar Caribe: “La contaminación no era una de las preocupaciones de los habitantes aledaños, más bien era un desinterés generalizado acerca del cuidado del área donde residen” y no solo la impactó esa indiferencia, sino también el “ser testigo del cambio de los colores del agua, los sedimentos y la basura en general”.

A partir de lo anterior, es evidente que ya no son solo los que viven cerca y los que dependen económicamente del río los que se ven afectados, sino también quienes consumen comida de mar, en este caso del Caribe, y pescados de agua dulce, debido a que las especies confunden los micro plásticos con alimento, y terminan incluyéndose en su dieta, terminando en los humanos debido a la cadena alimenticia. Está claro que es la misma naturaleza la que devuelve el daño que le hacen, y el sufrimiento del río Bogotá termina reflejándose en la calidad de vida de todos.

 

 

 

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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