Revictimización y negligencia, una historia de abuso que no termina

En el último año se registró un incremento en el número de casos de violencia sexual y de género hacía mujeres y menores de edad en Colombia. Las víctimas de estos hechos aseguran que no hay suficiente apoyo por parte de los entes oficiales para acompañar a las víctimas y judicializar a los abusadores.

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Cada 22 minutos se reporta ante las autoridades un abuso contra un menor. Para el año 2020, la frecuencia se incrementó en al menos una llamada cada 11 minutos, aproximadamente. Según el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses (INML-CF), en 2019, por lo menos una mujer fue agredida sexualmente cada 24 minutos, y cada 28 minutos, por lo menos, una niña o adolescente fue agredida sexualmente.

Durante el primer trimestre de 2020, cada 33 minutos, por lo menos, una mujer fue agredida sexualmente. Según registros de Medicina Legal, en promedio se hacen por día 43 pruebas médico legales por presunto abuso sexual en menores de edad. Un estudio del Departamento Administrativo Nacional de Estadística revela que 62 niñas sufrieron violencia sexual cada día durante el año 2018.

El siguiente reportaje profundiza en los testimonios de dos mujeres, víctimas de violencias distintas (de género y sexual), para dar cuenta de las irregularidades que ocurren cuando ellas intentan pedir justicia. A pedido de las fuentes, algunos nombres han sido cambiados para proteger la identidad de las menores en el relato.

Inocencia perdida

La Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2019, indicó que el abuso sexual infantil es el suceso donde un mayor de edad se aprovecha de la fragilidad e inocencia del menor, para colmar su exigencia sexual, ya sea atemorizándolo y confundiéndolo de manera agresiva o por medio de artimañas. Esta violencia conlleva ciertas consecuencias físicas, conductuales, emocionales, sexuales y sociales en las víctimas, ya que los niños y adolescentes se ven inmersos en una actividad desconocida, que no logran comprender, para la cual no están preparados por su desarrollo físico, emocional y cognitivo, y mucho menos están en suficiencia para dar su consentimiento. El abuso infantil es un hecho que, aunque siempre ha existido, no siempre ha sido penalizado. Apenas hace 30 años, por primera vez, la Constitución Política de Colombia mencionó a la niñez en sus artículos y les otorgó una protección especial, de acuerdo con el artículo 44: “Derechos fundamentales de los niños”.

No obstante, esto parece no tener mayor impacto en la realidad, pues las cifras de abuso contra los menores son cada día más alarmantes. De acuerdo con los informes presentados por el Sistema Nacional de Vigilancia en Salud Pública (SIVIGILA), entidad que reportó por año el número de casos de abuso infantil en Colombia, en 2015 se registraron 14.203 casos; en 2016 fueron 17.460 casos; en 2017 ocurrieron 20.369 casos; en 2018 aumentó a 24.356 el número de casos; en 2019 hubo 10.469 casos y en 2020, aunque hubo un descenso en el año anterior, de nuevo se incrementaron los casos a 14.185.

La historia de Paula es la de muchas otras niñas, víctimas de abuso de género perpetrado por alguien conocido. Crédito: Andrés Castañeda, Santiago Rodríguez y Érick Romero. 

Estas situaciones diversas no se quedan solo en las cifras. Paula es una niña de 12 años que ha experimentado en carne propia los estragos de la violencia intrafamiliar. El ICBF desveló que durante la pandemia se han denunciado 6.300 casos de niñas y adolescentes víctimas de acceso carnal abusivo, las cuales actualmente se encuentran bajo su cuidado. Paula es oriunda del Meta y desde su corta vida se crió en un contexto difícil, pues recibía constantes castigos y golpes de parte de su progenitora, Sandra. A diario, la mujer la amarraba a ella y a su hermano con una cabuya y los dejaba a la intemperie o les daba latigazos. Ella y su hermanito recordaban muy seguido la pesadilla del nacer, por eso, aunque a veces los golpes eran por causas triviales, cada uno aplastaba su inocencia.

Pasaron los meses y los días eran cíclicos, con sabor a resignación. Su hermano tuvo la suerte de ser abandonado por su madre y dejado en manos de una señora radicada en Zipaquirá. Allí, al parecer, el niño había encontrado la tranquilidad de un buen hogar, donde podía conocer el cariño que nunca antes había experimentado. La señora, su madrina, estaba haciendo el papeleo para legalizar la custodia del menor, por lo cual, fueron notificados los tíos del niño sobre su nuevo destino. Ese día ocurrió un encuentro fraterno en el cual él pudo relatar todo lo vivido con su madre y revivir aquellas remembranzas dolorosas, todos los golpes con ramas y látigos que doblegaban su espíritu y la impotencia de ver a su pequeña e indefensa hermana vivirlos. Estas historias marcaron su corazón y el de sus familiares, a tal punto que, una tía, muy conmovida, se quebrantó y comenzó a preocuparse en exceso por el destino de la niña que aún quedaba. “Busca a mi hermana, no sé dónde está exactamente”, fue el pedido del pequeño José David.  

Emprender la búsqueda de la niña no era fácil. Sus familiares sabían que Sandra, su mamá, debía estar en el Meta, pero era desconocido el paradero exacto. Su tío, Alejandro, empezó a mover fichas para hallar la ubicación de Sandra y Paula. Tuvieron que pasar ocho meses para poder localizarla. Descubrieron que se encontraba en la Dorada, Meta. Marta, una de las familiares que había escuchado los horribles relatos, persuadió a Sandra de que le diera la custodia de Paula por sus constantes abandonos y maltratos hacia la menor, y le aseguró que era inminente la llegada del ICBF para llevarse a la niña, de manera que esta cedió.

En la familia hubo tranquilidad al saber que la niña por fin estaba en el calor de un hogar, sin embargo, esta mostraba índices de violencia: su personalidad era introvertida y siempre estaba triste, por lo que su tía sintió que algo andaba mal. Ella empezó hablarle, buscando lograr la confianza de la menor para saber exactamente qué problemas tuvo en el yugo de su madre. No fue fácil ganarse la confianza de la niña, sin embargo, con mucho cariño, empatía y amistad, la tía Marta logró que Paula dejara fluir ese relato doloroso del que emergió una escena terrible: el padrastro abusaba de ella. “A la niña le dolía bastante sus partes íntimas, entonces se quejaba con su madre, a lo que esta simplemente se limitaba a intimidarla”, recuerda su tía y asegura que la madre le decía a Paula: “No le cuente a nadie, ni a su tío o tía”.

Según André Didyme-Dome, psicólogo con experiencia en niños y adolescentes, la fragilidad de los menores y su vida emocional es sumamente inestable, más si un familiar es el detonante de un trauma o abuso como el de Paula. El estupro (delito que consiste en tener una relación sexual con una persona menor de edad) es una marca que se mantiene para toda la vida en la persona que sufrió dichos abusos, como consecuencia, los niños sufren una depresión profunda, intentos de suicido, serias dificultades en las relaciones de pareja y en la vida adulta.

Después de un largo proceso, en el que se puso oficialmente una denuncia en contra del padrastro de Paula ante el Centro de Atención Integral de Víctimas de Abuso Sexual (CAIVAS), el ICBF le otorgó, oficialmente, la custodia provisional de Paula a su tía Marta por seis meses, inicialmente. Durante ese tiempo la niña fue sometida a diferentes procesos, tanto psicológicos, como forenses, para poder constatar los efectos físicos, emocionales, conductuales y sociales que se reflejaban en la niña tras el acto delictivo. Tiempo después, el ICBF citó a Marta y a Sandra, para determinar cuál de las dos era la más apta para quedarse con la custodia. Las pruebas y los testimonios recolectados dejaban en evidencia lo nefasto que fue el cuidado que le proporcionaba su propia madre. Pero, inesperadamente, Sandra le cedió la custodia completa a Marta.

Posteriormente, en una larga y acalorada conversación con Sandra, esta se excusó diciendo que su pareja la amenazaba constantemente con acabar con su vida y, según ella, también era víctima de violencia, aunque no había cortado el vínculo con su expareja. Además de José David y Paula, Sandra tuvo otra hija llamada Marcela, a quien el Bienestar Familiar ya le había retirado la custodia por las precarias condiciones en la que se encontraba. De Marcela nadie sabe nada desde ese momento. Lo que se concluyó ese día fue que José David se quedara con su madrina en Zipaquirá y Paula con su tía.

La mayororía de las historias de abuso sexual infantil en Colombia son silenciadas y normalizadas por el mismo entorno de la víctima. Crédito: Andrés Castañeda, Santiago Rodríguez y Érick Romero.

Tras un año sin evidenciar avances en la denuncia en contra del padrastro, Sandra reapareció en la vida de Paula, quien ya se había recuperado bastante de los maltratos de su madre con el amor y la tranquilidad en la casa de su tía. La mujer tenía la intención de llevársela, a pesar de que ya había cedido la custodia. Luego de una larga charla, Sandra se quedó en la casa y, nuevamente, la pequeña Paula durmió con el enemigo.

Dentro del hogar se vivía un ambiente tenso. Sandra hacía caso omiso a las reglas pautadas por Marta, a tal punto que ella no le permitía a Paula recibir comida que proviniera de su tía. Cansada de los nuevos abusos de confianza, Marta le pidió a Sandra que se fuera de su casa. “Si me voy, me llevo a mi hija”, dijo ella. Un día, cuando la hermana de Marta fue a recoger a los niños del colegio, se encontró con la sorpresa de que la niña ya no estaba. Llamó a Marta con temor y ella salió atemorizada hacia la Unidad de Reacción Inmediata, para poner la respectiva denuncia y el agravante del secuestro. Pero ya era demasiado tarde, Sandra había logrado raptar a Paula, y volvían a la familia la incertidumbre y el desasosiego.

Mientras la niña estaba desaparecida, llegó a la casa de Marta un investigador de la Policía Nacional (SIJIN) para realizar los exámenes faltantes: una serie de análisis psiquiátricos y forenses que le hacían falta a la niña. Este hecho llenó de indignación a Marta, pues las autoridades competentes sabían de la desaparición de la menor y no habían ordenado dichos procedimientos mientras ella estuvo en la casa: “¿Cómo me van a dar una cita cuando ni siquiera sé si la niña está viva o muerta?”.

El investigador comprendió el malestar de Marta, ya que habían transcurrido varios meses desde su desaparición. Tras una larga charla, él decidió dedicarse de lleno a este caso.  A los pocos días se puso en contacto con la Fiscalía, con el departamento de Medicina Legal y con cada estación de policía en el Meta, pero no había rastro alguno.

Tras una semana de investigación, logró localizar a Paula. En los registros del Ministerio de Educación figuraba matriculada en una escuela en Quipama, Boyacá. A los pocos segundos de confirmar esa información con la SIJIN de ese sector, se puso en contacto con un colega de la misma Unidad de Infancia y Adolescencia en Quipama para coordinar el rescate de la menor. Tras pactar los últimos detalles, llamó a Marta para informarle de la buena noticia. A pesar de la euforia, Marta no disponía de los recursos necesarios para ir hasta Quipama con la policía, por lo que el investigador costeó su viaje para facilitar el reencuentro.

Su primera parada fue la comisaría, donde se ultimaron los detalles del operativo rescate. Tras dos largas horas de recorrido, lograron llegar a la vereda Mango, donde se situaba la escuela. Según el testimonio del agente, el centro educativo parecía estar en el fin del mundo, lejos de todo lo urbano y rodeado de un territorio bastante complejo de atravesar.

Paula, en un mar de lágrimas, corrió a abrazar a su tía en cuanto la vio y le dijo: “¿Por qué te demoraste tanto en llegar?”. Las condiciones en las que se encontraba Paula eran precarias: “Estaba muy flaquita, desnutrida, en su cabeza no cabía ni un piojo, tenía hongos en los pies y las axilas”, recuerda Marta. Después de todo esto la comisaria de familia le hizo entrega oficial de la niña y se anotaron las nuevas pruebas del caso.

La mayororía de las historias de abuso sexual infantil en Colombia suceden en las casas de la víctima. No son un lugar seguro para los menores, dado que los abusadores, en un 85%, son familiares. Crédito: Andrés Castañeda, Santiago Rodríguez y Érick Romero.

Ese mismo día viajaron a Villavicencio, donde Paula ya se empezaba a sentir a salvo. Al llegar, nuevamente le hicieron a la niña las respectivas entrevistas forenses, en las que ella empezó a relatar todas las atrocidades de las que fue víctima durante su estadía en Boyacá. Existía un patrón marcado: cuando el padrastro empezaba a consumir sustancias psicoactivas, la madre salía de la casa, mientras el hombre abusaba de ella. Aunque la mujer escuchaba los gritos y súplicas de su hija clamando ayuda, no acudía a ella.

Al mes de establecerse nuevamente con su tía, recibieron la noticia de que ya había orden de captura sobre su padrastro. Los oficiales de la SIJIN viajaron nuevamente a Quipama y lograron identificar y capturar al padrastro.

Tras el arresto, la policía trasladó al acusado a Muzo, Boyacá, para legalizar la captura, ya que en Quipama no había juez. El fiscal de este municipio no podía asumir el caso, así que tuvieron que desplazarse Chiquinquirá. Tras 14 horas de audiencia, el juez declaró ilegal la captura y tuvieron que dejarlo en libertad. La frustración del agente y la comisaria de familia del municipio eran evidentes, después de tanto esfuerzo y lucha, una vez más la justicia colombiana fallaba a favor del agresor.

En el transcurso del viaje, el agente recordó una conversación con los policías de Quipama, cinco días atrás, donde habían relatado la llegada a la estación de un familiar del acusado, quien aseguraba que este mismo sujeto había abusado de su sobrina de cinco años. En esa oportunidad no se instauró la denuncia formal, aunque el denunciante afirmó que “se trataba de un familiar y era inconcebible no considerar a este sujeto como un peligro para la sociedad”.  Medicina Legal registró de enero a septiembre de 2020, 9.671 casos de abuso sexual contra niñas y adolescentes, en el que el 50,78% de los casos, el presunto perpetrador fue un familiar, y el 20,04% un conocido.

El policía responsable del caso asegura que “el fiscal no supo sustentar la orden”, por lo que hubo negligencia en el caso, a pesar de contar con dos entrevistas forenses especializadas, los resultados de un análisis de psiquiatría forense y los exámenes sexológicos. El investigador afirma que por la naturaleza de estos casos es frecuente que, tras una captura, estos casos queden en el limbo, y es quizás una de las razones por las cuales las víctimas prefieren no denunciar al perpetrador. Según el INML-CF, de enero a abril de 2020 se registraron 5.398 casos de violencia sexual contra la mujer, el 84,47% (4.560) corresponden a niñas y adolescentes. Actualmente, en las prisiones de Colombia hay 11.029 penados por delitos sexuales y otros 5.310 por agresiones asociadas. Según el INPEC, alrededor de 3.800 convictos están procesados por abuso sexual con menor de 14 años y otros 4.800 por actos sexuales que involucran a menores; sin embargo, en promedio, la justicia solo aparece en 17 de cada 100 casos.

Tras su regreso a Villavicencio, el fiscal de esa región se comprometió a insistir en el proceso. No obstante, los días oscuros volvieron a alcanzar a Paula cuando ella jugaba en la calle con su bicicleta en las cercanías de su casa. Ese día, su padrastro intentó raptarla nuevamente, en compañía de Sandra, pero sin mucho éxito. Su hermano y sus vecinos lograron impedir el nuevo secuestro y Marta llamó desesperada al policía del caso de Paula.

Según el agente: “El tipo estaba obsesionado con la niña, la veía como si fuera una pareja, por eso la insistencia con la menor”. Para Didyme-Dome esta fijación por las menores tiene que ver con creencias religiosas interpretadas erróneamente, en especial las judeo-cristianas, en las que se tiene “un sistema de creencias, donde la mujer es admirada y deseada por ser virgen. Eso puede llevar a que un hombre desee a una femenina con estas mismas características. La edad predomina y es como un medidor, entre más joven, más inocente será”.

Actualmente, el caso de la menor sigue en el limbo, debido a los constantes cambios de fiscal e investigadores que ha tenido el caso. A su vez, también se han presentado múltiples y recurrentes aplazamientos de las audiencias y el acusado ha logrado entorpecer y postergar de forma reiterada el proceso.

La historia de Camila es la de muchas otras mujeres víctimas de violencia sexual y de género que no se animan a denunciar porque temen ser reprochadas o acudasas como culpables por la violencia que vivieron. Crédito: Andrés Castañeda, Santiago Rodríguez y Érick Romero.

Una revictimización que nunca acaba

Cuando Camila despertó tras un largo y penoso día y no podía explicarse dos cosas: por qué su pareja le había hecho eso y cómo estaba viva todavía. La noche anterior había sido víctima de una barbarie sin precedentes y ella no podía procesar que la relación que ella tenía llegara hasta tal punto. Esa bola de nieve de violencia había comenzado a crecer sin que ella se diera cuenta y ahora estaba a merced de un “amor” violento.

Lo había conocido en la universidad, cuando él era un hombre leal, honesto, detallista, sincero y muy inteligente; cargado de las virtudes que resultaban encantadoras para las mujeres de su círculo. Pero ahora ese hombre no era el mismo. Camila había sido víctima de una violación y apenas podía procesarlo, porque ella venía de un antecedente violento en el hogar, donde convivía con un padre agresivo y tomador y una familia obsecuente.

Al igual que Camila, su agresor, que además era diez años mayor que ella, venía de una familia problemática: “Me contaba que su padre los obligaba a comer con la pistola en la mesa. Era exmilitar. Mientras ellos comían, les apuntaba; él presenció desde muy pequeño lo que era que golpearan a su madre”, recuerda Camila.

De acuerdo con la teoría generacional, una persona que proviene de una línea directa de violencia es más propensa a replicar, en otras relaciones, estos comportamientos. Además, en estos casos suele replicarse esta condición perversa del violentado que espera el chance para dejar de ser la víctima y convertirse en el agresor.

De acuerdo con Dutton y Golant, autores del estudio de Violencia de género en la pareja, realizado en 2012, “existen algunas características individuales que constituyen un factor de riesgo para que las personas ejerzan la violencia contra la pareja. Entre los que se encuentran el rechazo y el maltrato del padre, el apego inseguro a la madre y la influencia de la cultura machista. Otro punto importante es la influencia del maltrato y de la disfunción familiar en la niñez a través de experiencias que afectan al sentido de identidad hace que el niño recurra con más probabilidad a la cultura para justificar su violencia, ya que la sociedad puede naturalizar el uso de la violencia como medio de resolver conflictos”. 

Cuando Camila intentó hablar de su caso, fue revictimizada constantemente.

“Cuando me dirigí una vez a hacer la denuncia, una agente de la policía - mujer- me dijo que la culpa había sido mía. Desde luego le comenté que ella no sabía nada de lo ocurrido, pero eso no pareció servir. Desde ahí me desanimé mucho, no tuve el mismo ánimo para denunciar”, recuerda Camila, y continúa diciendo: “Y no solo eso, sino que otra vez, cuando iba pasando por la estación de policía donde residía, un agente me dijo literalmente: denuncie. Me dijo que lo hiciera de una vez, o si no, que me iba a poner en el expediente que yo era una mujer a la que le gustaba ser abusada”.

Hablar sobre estos temas resulta difícil para toda víctima de abuso sexual, pues implica rememorar lo ocurrido y ofrecerles a sus interlocutores la evidencia sobre el hecho, lo que obliga las víctimas a revivir hechos traumáticos una y otra vez. Esto no sería problemático de no ser porque la justicia en Colombia requiere que el relato sea contado más de una vez y, con frecuencia, la justicia falla a favor del agresor.

Aunque la evidencia señala que existen múltiples factores para que una persona sea agresiva y violenta, no hay nada que justifique este tipo de actos. Crédito: Pexels.

Sobre esto, Dutton y Golant puntualizan: “En Colombia, la atención que reciben las sobrevivientes de abuso sexual por parte de las entidades de Salud Pública es inexistente; menos aún hay investigaciones que demuestren la efectividad de los programas públicos de atención a las víctimas del abuso sexual. El Programa de Atención Integral a la Violencia Sexual (AVISE), que pertenece a una entidad privada denominada Profamilia, ofrece únicamente de forma gratuita la orientación y asesoría previas a los servicios. Existe un programa de atención a víctimas de la violencia que depende de la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional, pero este programa está orientado mayormente a personas desplazadas del conflicto armado y solo ofrece ayuda coyuntural”. 

En su proceso, Camila tuvo que enfrentarse a comentarios desafortunados por parte de las autoridades, que justificaban la violencia a la que había sido sometida. Si bien, la Ley 1542 de 2012 está destinada a la protección y diligencia en la investigación de los presuntos delitos de violencia contra la mujer, aún falta demasiada atención por parte de las autoridades frente a estos casos. Por ejemplo, cuando uno ingresa a la página del Ministerio de Salud, con el fin de saber más acerca de guías y protocolos de atención y prevención para las víctimas menores y mujeres de abuso sexual, se encuentra con que el ingreso está restringido y se requiere de una contraseña y un acceso como servidor público. De manera que esta entidad, a pesar de contar con el deber de expedir este tipo de guías para su acceso público, no realiza adecuadamente esta acción.

Por esa falta de apoyo por parte de las autoridades, Camila prefirió no seguir su proceso. Sin embargo, la negligencia no fue solo con los funcionarios públicos, también vivió esta experiencia cuando solicitó apoyo psicológico: “Le comenté a mi madre, quien me comprendió y me escuchó, pero difícilmente le he comentado a alguien más; asistí a terapia psicológica. Al principio por medio de mi EPS, no me atendieron bien, seguía la revictimización; el profesional, que en todo caso no parecía, se ponía de lado del victimario, además de que me hacía sentir culpable por cosas que ahora entiendo, no eran causa mía, sino más bien parte del conflicto que llevaba, del estigma. Pero luego, cuando fui a donde un terapeuta privado del área de la psicología, este me entendió, me comprendió y fue un espacio mucho más agradable”.

Para el caso de las personas víctimas de abuso es aconsejable, en primera instancia, comentar el caso con las personas de confianza que puedan, de alguna forma, motivar y ayudar a recuperar el valor perdido durante el abuso. A través de este acompañamiento, es más probable que la víctima pueda acudir, en segunda instancia, a la justicia. A su vez, se sugiere asistir lo más rápido posible a una intervención psicológica para la evaluación temprana del caso.

De acuerdo con Álvaro Zamudio, en su Guía de abuso sexual: tratamientos y atención, del año 2012: “El tratamiento para víctimas de violencia sexual debe hacerse con apoyo de un equipo interdisciplinar. La necesidad de un trabajo combinado para estas personas se hace aún más evidente cuando son diagnosticadas con Trastorno de Estrés Postraumático. El TEPT requiere de tratamientos de alta calidad para ser afrontado, pues la complejidad de sus manifestaciones y la gravedad de su impacto genera fuertes alteraciones en la salud mental de las personas. Se recomienda la combinación de técnicas como la relajación para reducir el nivel de estrés psicofisiológico, la reestructuración cognitiva, la psicoterapia psicodinámica, el uso de psicofármacos, etc. Los autores aconsejan en los casos leves de TEPT el uso de psicoterapia, y en los casos moderados y graves el uso de tratamiento farmacológico y psicoterapéutico combinados por lo menos durante un período de doce meses, y con un seguimiento posterior”. Así mismo, Zamudio menciona que “la ausencia de intervención terapéutica temprana puede aumentar los efectos negativos del evento”.

Por esta razón, Álvaro Zamudio considera que “los servicios de salud deben asumir el abordaje de las víctimas de violencia sexual como un asunto de seguridad pública. Especialmente en países en vías de desarrollo, donde de acuerdo con los datos encontrados en la revisión del estado del arte de tratamientos y servicios a sobrevivientes de violencia sexual, indican deficiencias en la atención a estas personas en países en vías de desarrollo (Brasil, Chile, Colombia, India)”. Pero no solo los servicios de salud deben tener claros los protocolos de atención, los sistemas penal y judicial también deben adaptarse a estas denuncias para proteger adecuadamente a la víctima de su agresor.

Dado que es una problemática compleja, y en ocasiones multifactorial, es necesario combatirla desde diversas áreas profesionales. Para ello se requiere, en primera medida, establecer redes de apoyo para la víctima, intentando comprender su situación por medio de un acompañamiento emocional y psicológico, que le facilite a él o ella expresar sus sentimientos alrededor del evento y mejorar su autoestima.

De acuerdo con Gabriel Lago Barney, pediatra y doctor en Ciencias de la Educación, quien es actualmente el director del Departamento de Pediatría de la Pontificia Universidad Javeriana: “Algunos pacientes pueden presentar manifestaciones como trastornos del apetito y del sueño, cambios en el estado de ánimo, ansiedad, enuresis, dolor abdominal, deterioro en el desempeño escolar, signos de depresión e intentos de suicidio”, luego de un abuso sexual. A su vez, el profesional reconoce que lo primero es determinar si el abusador es conocido o familiar, pues, solo de esta manera, en caso de que haya falta de garantías para la seguridad de la víctima, se pueden solicitar medidas de protección.

La violencia sexual, a parte de las consecuencias físicas, tiene efectos psicológicos a corto y largo plazo, como depresión, ansiedad, intentos de suicidio o el Síndrome de Estrés Postraumático. Crédito: Pexels.

En su caso, Camila asegura que fue difícil encontrar apoyo, pues ante los ojos de todos él era un hombre ejemplar, sin embargo, era en soledad que él dejaba entrever sus abusos: “Siempre esperaba que fueran fechas especiales. Vivíamos con mi hija, que no era suya, y con la hija que él tuvo en otro hogar, así que esperaba que fuera cualquier celebración o puente festivo para que las niñas se fuesen a quedar a donde las abuelas u otros familiares y para poder así hacer con total impunidad lo que deseaba conmigo. Esa era una forma de estar tranquilo, siendo que, a partir de ese entonces, cuando estábamos a solas las cosas cambiaban. Ahí sacaba toda la oscuridad que puede tener un ser dentro de sí”, dice Camila

La situación más terrible ocurrió en la fiesta de un amigo de la pareja, según recuerda ella:

“Era un 8 de marzo o algo así, el caso es que se puso a tomar tanto que cuando estábamos recostados, porque nos íbamos a dormir, este comenzó a tocarme, y me sacudía y me gritaba, recuerdo que decía: ¿quién es ese, quién es ese?, mientras señalaba un montón de cobijas y de sábanas al pie de la cama”. Ella preguntaba a quién se refería y él, entre tanto, la tomaba con más violencia, hasta que la tomó por la fuerza y la golpeó contra la pared.  “Yo sentía un temor que no sé cómo describir. Los amigos, a pesar de escuchar lo que sucedía, no hacían nada al respecto; tuve que correr, el tipo me comenzó a perseguir, mientras yo corría, como podía, abriéndome paso por el corredor, hasta que me alcanzó por las escaleras y ahí me cogió a golpes, luego los compañeros por fin lo agarraron y me dijeron que me fuera”. Ella, como pudo, agarró lo que tenía y se fue, aunque su pareja la alcanzó y la golpeó en la calle, dejándola adolorida y sola en una acera de Mosquera, el municipio cercano a la capital. Allí los vecinos agarraron al hombre y la defendieron.

Esta no era la primera vez que el hombre la agredía en la calle: “Me tiró la ropa y me sacó de la casa, fue una vez, luego fueron dos, a lo mejor varias. Me dejaba en la calle por horas, durante la noche, y me dejaba en la calle porque sabía que no tenía para dónde más ir, estaba la calle vacía, el frío terrible, como nebuloso todo, el transporte era casi nulo. Al tiempo después me abría la puerta, como si hubiera cambiado de cara y de personalidad, de paso, me sonreía y me cubría con una manta, no sabía qué pensar ni qué esperar jamás de esa persona”, reconoce Camila. 

Lo curioso del caso es que este hombre jamás llegó a ejercer ningún tipo de violencia física contra las hijas de ambos. Se mostraba ante las niñas como un tipo ejemplar, un hombre de escrúpulos, decente, precavido y amable, como un papá ideal. Cuando ella por fin decidió romper el silencio y varias personas a su alrededor se dieron cuenta del abuso, él no pudo soportar la presión y huyó. A día de hoy Camila no tiene conocimiento de su ubicación. 

Pero la historia no queda solo allí: la hija de Camila, una menor de edad, estuvo expuesta a otro tipo de abuso. Ella, según cuenta Camila, fue inducida por otra niña, dos años mayor, a ver pornografía. Esto no solo raya con la violencia infantil, también puede considerarse, en parte, violencia sexual, puesto que ambas menores no tienen la edad para visualizar contenidos para adultos. La hermana de la niña, que por curiosidad había inducido a la hija de Camila a ver este tipo de contenidos para mayores, había sido víctima de abuso sexual años atrás, según la madre de la menor. Aunque las niñas estuvieron expuestas a estas imágenes, aseguraron no haber sido víctimas de ningún tipo de abuso, ni físico ni sexual, y explicaron que los hechos se dieron producto de la curiosidad. Por eso, resulta evidente que existen entornos nocivos para los menores, en el que un episodio de abuso puede afectar indirectamente a otros infantes. 

De acuerdo con Medicina Legal: “En los primeros 10 meses del año pasado, se hicieron en promedio 43 exámenes médicos por abuso cada día. Llegándose a practicar durante enero y octubre de dicho año, un total de 13.000 pruebas medico légales por supuesto abuso sexual en menores de edad, divididas entre menores de 14 a 10 años, como los principales afectados, con más de 6.067 evaluaciones, seguidos por los niños y niñas de 9 a 5 años, para un total de 3.440 exámenes”. Por ende, el 2020 es uno de los años con mayor índice de violencia y abuso sexual infantil.

El panorama del país parece no mejorar frente a estas problemáticas, dado que los mecanismos de atención, dispuestos por las entidades del Estado, no atienden con prontitud ni de manera digna a la víctima de estos casos. A su vez, la ineficiencia de los procesos ocasiona una revictimización constante para las mujeres y los menores que han vivido estas experiencias de abuso, por lo que la violencia no parece agotarse.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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