Vivir con un trastorno obsesivo compulsivo en Colombia representa un doble reto: la autosuperación de quienes padecen esta patología y las falencias del sistema de salud para diagnosticar, tratar y hacer seguimiento a estos pacientes. Por desgracia, ante la falta de atención, muchos pierden la batalla contra su mente.
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El trastorno obsesivo compulsivo (TOC) es una afección mental que se caracteriza por obsesiones y/o compulsiones reiterativas, las cuales afectan el desarrollo cotidiano de quienes la padecen. Está considerada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como una de las 20 enfermedades más discapacitantes, y quienes experimentan esta condición tienen ideas y pensamientos repetitivos, que producen terror, ansiedad o depresión. Para calmar los síntomas, los pacientes con Toc realizan rituales para apaciguar estas ideas fijas.
Existen diferentes tipos de TOC, entre los cuales se encuentran: comprobación o duda patológica, limpieza, numéricos, repetición u obsesividad pura, entre otros. Sus síntomas muchas veces pueden confundirse con otros trastornos y sus orígenes pueden variar entre causas biológicas, genéticas o circunstanciales.
Luciana es una mujer de casi 25 años. Lleva una melena rubia que le llega a los hombros y es de figura extremadamente delgada, esto se puede notar por sus dedos huesudos, con las uñas pintadas con esmalte negro, en los cuales se dibujan algunos de los tatuajes que tiene esparcidos por el resto del cuerpo. Con frecuencia tiene una mirada fija y rara vez sucumbe a la manía de lanzar expresiones faciales. Sus uñas no tienen una forma concreta, quizá por esa costumbre de morderlas o rastrillarlas contra sus dedos cuando está concentrada por algo. Es una mujer de pocos amigos, callada, seria y esencialmente enigmática. “Uno piensa que ella es de una forma, y luego ¡boom! Es todo lo que uno no espera, y eso asusta un poco”, dice Yésica Gabriela, amiga de Luciana.
Su habitación está totalmente pintada de blanco, incluidos los muebles, las ventanas y los juegos de cama, aunque uno puede encontrar pequeñas variaciones en algunas cobijas verdes o rosa pastel, que contrarrestan de forma relativamente extraña con un armario lleno de camisetas de bandas de rock clásico, vestidos cortos y vaqueros rotos. Sobre su cama hay dos pequeños cajones de madera con dos materas miniatura de color blanco, las cuales tienen dos plantas que no parecen seguir con vida. En la siguiente caja hay una caja aún más pequeña de terciopelo, un perfume y la fotografía de ella junto a un hombre alto de barba y sonrisa amplia: es su hermano mayor. Si bien el blanco permite generar un espacio más pulcro, en esta habitación resulta agobiante y aburrido.
Es una mañana fría de marzo y no se necesita saber el mes para intuir la llegada de la semana santa. Luciana se levanta y el viento frío que se cuela por la ventana le anuncia que no se esfuerce en abrir la cortina, porque ese pequeño rayo de sol que tanto le gusta ver al despertar no va a estar allí, porque es marzo y viene una semana en la que nunca hace sol. Siente ese dolor emocional que la ha acompañado desde que tiene uso de razón, lo siente cada mañana, y en cuestión de segundos, se convierte en un dolor físico, le duelen los huesos, la cabeza y experimenta decaimiento. Con los dedos intenta cubrirse de nuevo y volver a dormir, pero los estruendos que provienen de la cocina, hechos por los quejidos de su madre y sus reclamos de colaboración familiar, hacen que Luciana descarte más minutos de sueño. Toma un respiro largo e incorpora la mitad de su cuerpo, luego inhala más fuerte y se incorpora totalmente, da unos torpes pasos hasta el espejo recargado al lateral derecho de su habitación y se observa. ¡Mierda! Se durmió con la ropa que llevaba el día anterior.
Muchos pacientes con TOC tienen dificultad para la concentración y organización de ideas. Los entornos claros y amplios les proporcionan calma. Foto: archivo personal.
Durante el desayuno mira el rostro lleno de expectativas que muestra su madre, sabe lo importante que es para esa mujer verla comer hasta el último gramo de comida, así que reúne fuerzas y se termina todo, aunque por un instante se nota la duda entre acabarlo en silencio o iniciar una discusión sobre su autonomía para alimentarse. Se declina por hacer feliz a aquella mujer cercana a los 56 años, que la mira con el nerviosismo de un deportista antes de llegar a la meta, lo que la hace sonreír soltando ciertas carcajadas antes de levantarse y volver a su habitación, no sin antes darle un beso en la frente a Blanca, su madre, que ahora se muestra complacida.
Sentada en el borde de su cama comienza el primer debate antes de que sean las 8:00 a.m. Quiere arroparse de nuevo, ver series, no salir en el día, pero no ha pasado ni una semana desde su última crisis. Aquella no fue peor que otras, pero a esta edad y con tantas cosas por hacer ya no se puede darse el lujo de tener una cada semana.
Había estado por tres o cuatro días encerrada en su habitación con la misma ropa y saliendo solo para lo necesario. Durante aquellos días su hermano mayor la había llamado y había notado la nueva crisis.
– Llevo días viéndote el mismo suéter y las cortinas cerradas ¿Qué está pasando? – Le preguntó él, pero Luciana se había escapado de la video llamada.
Desde hace un tiempo, a ella le gusta lidiar con su enfermedad sola, porque recaer y obligarse a levantarse la hace más fuerte y sabe que su vida va a estar llena de estos vacíos. A veces, levantarse tiene el mejor sabor del mundo, aunque no siempre es así.
Descartando la posibilidad de quedarse en cama, se levanta y comienza a alistarse para empezar sus rutinas, que hacen parte de una necesidad vital que le permite seguir viviendo, pero a la vez la acosan con la monotonía. “Es como si el mismo día iniciara una y otra vez, soy consciente de que siempre hago lo mismo, pero no puedo parar porque cuando cambio algo es como si un millón de afiladas cuchillas me apuñalaran el cerebro, y una vez, y otra, pienso qué no hice eso, qué cambié y la ansiedad se vuelve un dolor corporal”, dice Luciana.
Cada día se levanta a las 6:00 a.m. como si tuviera un despertador interno que no le permite dormir después de esta hora, y su vida se ve organizada por manías y rituales que lleva practicando por más de cuatro o cinco años, si bien algunas cosas varían, el esquema es básicamente el mismo.
Según la OMS, la mitad de los trastornos mentales comienzan a los 14 años o antes (durante la niñez). En la mayoría de los casos no se detectan ni se tratan adecuadamente.
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A las 8:00 a.m. Luciana entra al gimnasio que queda a siete cuadras de su casa, sube las 32 escaleras que cuenta cada día, como si uno de esos días alguno de los escalones fuera a desaparecer y sonríe cuando cuenta el número 32; después, saluda a los entrenadores con una voz baja y sin mirarlos a los ojos. “Me da pena, yo sé que ellos se dan cuenta y les dará risa, pero si no lo hago así me entra el desespero y los pensamientos se me revuelven todo el día”, reconoce ella.
Comienza encendiendo la trotadora a una inclinación de 4, nunca más y nunca menos, a una velocidad de 4,5, nunca más y nunca menos, escoge la que está en el centro, nunca otra, porque le gusta la vista y contar los segundos que se demora el semáforo, que está pasando la calle, antes de cambiar de rojo a verde o de verde a rojo. Después de veinte minutos del ritual se baja y camina hacia la máquina de peso. Allí hace cuatro series de 30 repeticiones, siempre la misma cifra; luego se baja, toma una colchoneta, una pelota y comienza a elevarla para hacer 4 series de 30. Al final se sienta, limpia todo y, sin estirar, se marcha, ya han pasado 40 minutos y ella prefiere no pasar de ahí ni hacer menos. “La conozco hace años, incluso ella estaba en mi colegio y se comportaba igual, siempre demasiado seria, llega, entrena y no le habla a nadie, entrena y se va. No sigue recomendaciones, y en todos los años que la he visto venir, siempre, siempre, siempre hace los mismos ejercicios, nunca cambia, son los mismos”, describe Jónathan Cabas, entrenador del gimnasio Athletic.
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La madre de Luciana es una mujer de piel intacta, cabello perfectamente peinado hasta la cintura, curvas marcadas y una mirada de ojos caídos, que siempre había soñado con tener una hija mujer. Su hogar había sido un camino turbio de maltrato psicológico, físico y rechazo, así que cuando huyó de esto se prometió tener una hija y cambiar la historia; pero al casarse, en situaciones bastante extrañas, sus dos primeros hijos habían resultado siendo varones. Cuando sus hijos cumplieron 10 y 12 años, Blanca había querido darse la última oportunidad y, después de tanto tiempo de planificación hormonal, había decidido quedarse con la ilusión de un nuevo embarazo. Su ginecóloga le advirtió en ese entonces que tendría que esperar de seis meses a un año para embarazarse y que el bebé naciera sano, pero al siguiente mes, Blanca ya tenía una prueba de embarazo en positivo. Su embarazo fue una tormenta por los médicos confundidos que le pedían que abortara, porque el feto venía con algunos problemas y la preeclampsia que tuvo que padecer, porque su bebé se pasó 20 días de su nacimiento. Para sorpresa de los médicos, al practicarle una cesárea, el feto seguía vivo y era su primera hija mujer. “Siempre estaba de mal genio, teniendo cuatro o cinco años, era muy rara, porque se comportaba como una persona de 50, todo el tiempo enojada, rechazaba la mayoría de juguetes y odiaba que sus hermanos o cualquier persona le hablara, desde bebé fue muy solitaria”, dice la madre de Luciana.
Cuando la niña comenzó a crecer, mostraba signos de violencia. No creaba vínculos con los niños de su edad y prefería el silencio en cada momento, desaprobaba cualquier cercanía con sus hermanos o cualquier persona que no fuera su madre. “No le dábamos juguetes porque los rechazaba, la echaron de su primer jardín por ser agresiva con los maestros y otros niños a los cinco años”, recuerda Blanca Vanegas, madre de Luciana.
Los síntomas llegaron desde la niñez. Odiaba los juguetes, y cuando le agradaba uno, sentía una ansiedad terrible cuando lo destapaba para jugar con él. Luego de 10 o 15 minutos, siempre empezaba a llorar y se quejaba durante horas diciendo: “¿Así no venía, cierto? Así no venía”. A veces, el solo hecho de abrirlo le generaba una angustia terrorífica, por eso prefería dejar de jugar por completo con cualquier clase de muñeco. “Cuando a alguna primita se le quedaba una muñeca Barbie o algo en nuestra casa, ella, así toda pequeña, se subía a un banco, tomaba el muñeco y lo tiraba por la ventana toda rabiosa, porque ese no era suyo, y si no era suyo, iba a descuadrar los juguetes que ya había colgados sin destapar en su habitación, ahí no cumplía ni siete años. Todo fue empeorando, pero a los doce la diagnosticaron por primera vez. La diagnosticaron mal, pero fue el primer acercamiento a saber por qué era así”, explica Antonio Moreno, padre de Luciana.
Para doña Blanca era abrumador que, la hija que tanto había deseado desde su juventud, fuera ahora ese pequeño ser tan quejumbroso y amargado. Había soñado con poder hacerle peinados, regalarle muñecas y juguetes, verla crecer, pasar por las etapas de modas, belleza y noviazgos. Pero, al estar allí para ella, cuando Luciana comenzó a mostrarse tan callada y resistente, supo que su vida juntas estaría más allá de una crianza soñada y normal. Aun así, un gran amor en su corazón le permitió adaptarse, era consciente de que su hija no era normal y se armó de un caparazón para protegerla de todo lo que le sobrevino en el camino. “La expulsaron del jardín porque se sentaba sola y no podía pintar como los otros niños, por más que las profesoras le indicaban, ella hacía todo al revés, aun así, para mí eran los dibujos más lindos que había visto, sin ofender a mis otros dos hijos, a ellos también los quiero y también hacían cosas como bonitas”, recuerda su mamá.
Luciana, que parece abstraída leyendo sentada desde el sofá de su casa, al escuchar la frase de su madre, se ríe sonoramente y la mira con un aire de complicidad. Ella continúa: “Lu estuvo en más de seis colegios, siempre me llamaban que porque ella no ponía cuidado o que era altanera o no hablaba, que siempre ponía los ojos en blancos o se salía en medio de la clase o le cortaba el pelo a las compañeras, que tenía que corregirla o internarla, pero yo siempre la defendía porque algo me decía que no era su culpa”.
Estos siete juguetes permanecían siempre organizados del mismo modo y se lavaban dos veces por mes. Luciana no permitía ningun cambio. Foto: archivo personal.
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Se han presentado casos clínicos en los que un paciente que tiene síntomas como: aislarse y vivir en un estado permanente de negatividad o violencia, es diagnosticado con depresión y tratado sin obtener resultados relevantes, debido a una mala prescripción. Dichos síntomas, si bien pertenecen a esta enfermedad psicológica, también pueden dar indicio de otros trastornos. Para ejemplificar esto de una manera más clara, basta imaginar a una persona que sufre de mal aliento y recibe tratamiento odontológico durante años, pero el mal aliento no se soluciona, sino que empeora con el tiempo, y al final descubren que tiene un daño en el hígado que ha provocado esta condición. En este caso, nunca se cura su enfermedad porque ha estado aplicando un tratamiento para algo diferente. El tratamiento psicológico y/o psiquiátrico es similar y, en casos como el de Luciana, debe ser constante y permitir la observación cercana, para notar cualquier cambio o alteración en la personalidad o en la sintomatología.
A los 12 años, por primera vez, ella fue llevada a psicología y psiquiatría. Después de algunas citas, le recetaron el tratamiento farmacológico para la depresión “Fluoxetina”. La toma del medicamento nunca rindió cambios favorables y los síntomas fueron apareciendo de manera más notoria. Su familia había creado casi un globo invisible alrededor de ella, para evitar que algo o alguien le hiciera daño. Sus hermanos y sus padres intentaron de todo para no dejar que se enfrentara a ciertas situaciones de la vida cotidiana. “Mi mamá no dejaba que ella decidiera sola, la presionaba mucho, hasta el punto de que crearon una relación de apego nada sana. A veces, Lu solo quería encerrarse y poner música, luego se obsesionó con los libros y leía todo el día, escuchaba música, y mi mamá se ponía histérica porque ella no salía, porque ella no tenía amigos ni novio, y la empujaba, disque a ser normal, pero, qué va, para mi ella estaba bien así”, dice Steven Hermano, mayor de Luciana.
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Del televisor de su habitación comienza a salir a todo volumen Bitter Sweet Symphony, de la banda The Verve. Después de regresar del gimnasio, la casa está vacía, así que Luciana sube un poco más las barras de volumen y comienza a mover los hombros y la cabeza. Sonríe. Se quita sus pantalones de ejercicio y va por ahí bailoteando antes de meterse a la ducha. “Me invade esa extraña sensación de soledad agradable y me dan ganas de gritar y bailar, a la vez viene a mi cabeza lo que me dice mi mamá y mi hermano mayor: que tengo que disfrutar más la juventud y salir y conocer gente, porque cuando esté vieja me voy a arrepentir. Pero en este pequeño instante soy tan feliz, que es la única cosa que no me importa, por lo menos durante esos 4 minutos 35 segundos. No me importa. Y es como darle agua a alguien que lleva días seco, o así me imagino la sensación. Mi mente todo el tiempo está a mil, no me deja, pero en este ritual puedo parar. Es gracioso porque cree otro ritual para evadir rituales”, dice Luciana.
Los síntomas de TOC pueden confundirse con ansiedad y/o depresión, incluso se pueden sufrir ambas patologías al mismo tiempo. Una de las características más relevantes es que una obsesión o compulsión no le permite al paciente cumplir con su trabajo, estudio o relaciones interpersonales, ya que sus pensamientos o manías son demasiado persistentes. El TOC de obsesión pura se basa en generar pensamientos perturbadores, negativos y atormentadores de sí mismos o del entorno que los rodea. Si bien a veces las personas que sufren este tipo de TOC son conscientes de su patología, no tienen la capacidad de parar los pensamientos e ideas que no les permite avanzar en sus actividades.
En el caso de Luciana, hay situaciones de la vida cotidiana que le causan ansiedad y desembocan en rabia. Cuando iba a clase y empezaban a explicar un tema, ella quería concentrarse, pero después de una hora no había entendido nada, porque sus pensamientos no se organizaban ni se lograba centrar, en parte, porque al estar en un lugar con tantas personas, sentía miradas sobre ella, desaprobación e incomodidad de manera tan repetitiva, que no descansaba. Tampoco entendía las ideas con claridad, así que la angustia y tensión empezaban a subir y se somatizaban, por lo que experimentaba sudoración, falta de aire y palpitaciones rápidas, que en ocasiones la obligaron a abandonar el salón de clase.
“No entendía nada y sentía que era estúpida, mi cabeza me decía que jamás iba a ser tan inteligente como mis hermanos, le rogaba a Dios porque no me preguntaran o porque nadie me viera. En ocasiones las personas creían que era antipática o crecida, porque en trabajos de grupo siempre pedía hacerme sola, jamás me sentaba al lado de nadie y jamás miro a nadie directamente a los ojos, porque si me permito mostrarme débil o acercarme a alguien, voy a empezar a pensar durante el día que caí mal, que hice algo mal, que soy estúpida, que no puedo hablar, que no puedo hacer amigos, que soy un fracaso, así que prefiero evitar esas situaciones, no dándole entrada a nada. No es como sentirse rechazada, porque eso nos pasa a todos, lo mío son pensamientos que se repiten demasiadas veces, y como me quedo en eso, cuando me doy cuenta el día ya se ha acabado”, dice ella.
Luciana ha experimentado durante toda su vida el terror de sus inseguridades y miedos, sin la posibilidad de enfrentarlos, porque cada vez que lo intenta, eso desencadena una multitud de pensamientos caóticos que la obligan a forjarse una careta de mujer fuerte, sería, odiosa y solitaria. Esta fachada esconde a aquella niña aterrorizada que solo quiere callar su mente, al menos por unos minutos.
Luciana con sus padres. Cuando era bebé se quedaba por largos periodos observando fijamente un punto. No sonrió por primera vez hasta cumplir un año. Foto: archivo personal.
El amor y otras patologías
Camilo es un hombre que se acerca a los 30 años. Mide un metro con setenta centímetros. Es de piel pálida, ojos y cabello negros y tatuajes en los brazos y parte de su cuello. Conoció a Luciana cuando ella aún era demasiado joven y la consideraba la encarnación de la inocencia, pero no se atrevió a acercarse en su momento. Cinco años después, en medio de un reencuentro confidencial, había ido por todo con la mujer de 19 años que tenía enfrente. “Yo no podía creer que se hubiera fijado en mí y me obsesioné con merecerla, pero después de no mucho tiempo, se tornó todo muy tóxico, ella era muy tóxica”, dice.
La relación duró alrededor de cinco años, con la desaprobación de ambas familias y en contra a todo pronóstico. Luciana solía terminar la relación cada semana con una u otra excusa, pero en cuanto él perseveraba y volvía a buscarla, ella regresaba, y así fue durante todo su tiempo juntos. “Cada semana me terminaba y yo me volvía mierda, dejaba el trabajo, a mi familia, y cuando peleábamos me repetía las cosas durante horas, me las repetía exactamente igual con las mismas palabras. Y aunque yo le respondía, empezaba de cero, o a veces se armaba videos raros, pero en cuestión de segundos, y se los creía literal, los hacía realidad”, recuerda Camilo.
Cuando la relación comenzó, los problemas de salud empeoraron. Luciana pasaba horas dándole vueltas a ideas, no iba a sus clases, lloraba y se comportaba de manera violenta. Duplicó el aislamiento cortando casi todas las relaciones que la mantenían a flote, excepto con Blanca. De esos episodios su madre recuerda: “Ella me preguntaba sobre la relación con él, que si creía que le era infiel, que si ya no era igual, y me lo preguntaba unas 70 u 80 veces por día. Luego salía con él y volvía llorando porque habían terminado, al siguiente día él llegaba a buscarla y ella volvía, pero en cuanto entraba, volvían las preguntas: ‘¿Será que me busca por pesar? Él ya no me quiere, solo siente tristeza porque estoy loca’”, decía.
Su forma de vestir comenzó a alterarse: de ser una mujer extremadamente vanidosa, cada vez que su madre la veía estaba con las sudaderas de su pareja. Estaba cada vez más ensimismada, se quedaba casi toda la semana en casa de Camilo y rara vez estaba en familia. “Sé que él la amaba, ambos se amaban, pero él la jodió más de lo que ya estaba, le decía que era una coqueta por cómo se vestía y que debía ser más cautelosa ahora que estaba con él, por respeto. Ella empezó a sentirse arruinada, que había perdido la inocencia que lo había enamorado y se quería morir”, explica Blanca Vanegas, madre de Luciana.
Durante la relación, Luciana tuvo su segundo pico de TOC y nuevamente fue medicada para depresión, esta vez con un medicamento que empeoró la situación de la familia completa: “Amitriptilina”. Su dosificación era nocturna, y en cuanto empezó su toma, las pesadillas iniciaron a diario, lo que llevó a Luciana a tomar bebidas energéticas y evadir las horas de sueño. También sufrió de temblores en las extremidades, taquicardia, sudoraciones y estaba todo el día ausente, como si no sintiera nada. Estos fueron solo algunos de los síntomas que experimentó hasta que decidió dejar por completo el tratamiento.
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El sistema médico de Colombia presenta múltiples fallas, desde la inversión económica del Estado, hasta el manejo de los fondos y el personal disponible. Por otro lado, el desarrollo social sigue evadiendo las enfermedades mentales como enfermedades de alto impacto y, por ende, cada cita con un especialista en psicología o psiquiatría puede tardar en confirmarse desde 15 días hasta 3 meses, lo que no permite un seguimiento constante de los pacientes. “Había veces en que estábamos dormidos, y ella se paraba tipo 3:00 a.m. a llorar, a gritar, se ponía violenta, me mordía o me rasguñaba, y salía y se iba sola; otras veces íbamos discutiendo, entonces en la calle se sentaba y no se paraba por horas, y yo estaba ahí parado esperándola. Alguna vez, llegando de un viaje, ella se metió a la ducha a gritar, con ropa, y yo también me metí con ella y la abracé, hasta que todo pasó”, recuerda Camilo, expareja de Luciana.
En aquel entonces, Luciana había creado una dependencia a las novelas románticas, y esta afición se fue cuando su pareja señaló que idealizaba el mundo con esos libros. Para él, el mundo era más cruel, más real, por eso Luciana dejó los libros de amor para siempre. Fue Camilo quien le dijo la primera frase que marcó el cambio de su vida: “Si estás enferma, toma pastas o ve al médico, pero no es excusa para dañar la vida de los demás”.
Esto suscitó una ruptura de lo que ella conocía como el amor. “Me hubiera gustado que él entendiera que era la primera vez que amaba a alguien, yo intentaba callar mi cabeza para protegerlo a él, pero no podía y no podía controlarlo”, dice Luciana.
La relación acabó.
En los niños, el TOC se suele diagnosticar entre los 7 y los 12 años, pero su sintomatología puede aparecer mucho antes. Su tratamiento debe incluir a toda la familia. Foto: archivo personal.
Viviendo la crisis
Hoy no es un buen día para Luciana. En la mañana estuvo quejándose, que sentía cómo el frío se le entraba por los huesos y no quiso levantarse, sin embargo, fue a cumplir su rutina de ejercicios. Su madre se molestó porque ella era capaz de ir al gimnasio, pero no de levantarse a hacer algo más. Luciana argumentó durante horas, que si no iba al gimnasio, su mente no la iba a dejar estar en paz.
Acostada en su cama revisa sus redes sociales, con temor de lo que va a encontrar. Sus ojos vacilan en la pantalla de aquel celular rosa que sostiene mientras se acomoda en posición fetal. Por esos días había subido una foto, y mientras ve las reacciones de la misma, se ríe para dentro de sí misma, de la falsedad de su vida. En la foto hay 35 comentarios, 3.200 likes y algunas frases de otras chicas que jamás ha visto, diciéndole lo guapa que se ve, y ella les contesta agradeciendo, como si fueran amigas íntimas. Recuerda entonces a amigas de otros tiempos, que se han alejado porque su tendencia a la soledad siempre ha sido más fuerte y crece cada vez que alguien se acercaba demasiado a ella. “Soy muy normal. No soy tan bonita, pero tampoco fea. Soy un limbo de persona. Jamás logro caer bien, a donde voy me miran con desaprobación y genero rechazo. Siempre ha sido así”, afirma.
Estos pensamientos se pasan de 10 a 30 veces por minuto, con variantes negativos de recuerdos de su niñez, juguetes sin destapar, profesoras criticando sus dibujos, su madre en rectoría, su ingreso a la universidad, las clases, la relación fallida con Camilo... Es justo cuando Luciana sabe que viene una de las grandes crisis. “El pecho se me contrae, como formándose un puño por dentro, y siento que la sangre está corriendo más rápido y con más fuerza, como si me fuera a romper las venas. Empiezo a tensar la mandíbula y el puño en el pecho se vuelve más fuerte y se empieza a formar en mis piernas y brazos, hasta que me lleno de rabia y se me entiesan todas las extremidades y quiero gritar. Imagino en menos de dos segundos una cantidad de escenarios para gritar, ahogándome, saltando en mi cama”, recuerda.
En esas circunstancias desprecia que los problemas psicológicos se hayan vuelto una moda y que muchas personas que pasan solo una mala temporada, como terminar una relación o perder un empleo, argumenten sufrir de depresión o utilicen esas patologías para destacar o ganar adeptos. Para ella, esas personas le quitan la relevancia a aquellos que de verdad deben vivir en estas circunstancias.
De inmediato las lágrimas comienzan a salir. Endurece sus dientes. Parece no poder respirar y apaga el teléfono resignada a lo que parece ser una nueva crisis. Pasa un mes. Se arranca las uñas de sus manos a mordiscos por el desespero de los pensamientos. Pierde el semestre por inasistencia. Sus padres la sostienen para evitar que se muerda los brazos. Le dan un ultimátum: se va del país con uno de sus hermanos que vive en el extranjero o se interna en una clínica. “Cuando vimos que la violencia volvió, ya no podíamos más, con pena digo que nos habíamos rendido”, dice Blanca y Antonio, padres de Luciana.
Errores de diagnóstico
“S.” es un paciente de TOC mal diagnosticado. De niño segmentaba sus juguetes y, por ejemplo, si jugaba con un juguete específico con sus primos, ese artículo solo era para sus primos y no para jugar con alguien más. Al crecer, S. fue mal diagnosticado con antidepresivos. A su mejor amigo, Santiago Márquez, se le entrecorta la voz y necesita parar unos segundos antes de poder seguir hablando del que fue su mejor amigo.
S. comenzó a cambiar con las dosis extremas que consumía de antidepresivos. No quería tratar con personas y sus relaciones sentimentales estaban marcadas por ser muy dulce y atento, al comienzo, y luego demasiado intenso y obsesivo. El TOC que padecía se había convertido en síndrome de Asperger. Después de años, se había enamorado, pero la indiferencia humana lo llevó a un desenlace fatal. Santiago relata los últimos días de su mejor amigo, quien pocas horas después de hablar por teléfono con él, tomó la decisión de suicidarse. “Algunos profesionales hacen el mal diagnóstico por los síntomas parecidos, no sé por qué, pero eso, más que ser falta de profesionalismo, es falta de empatía básica y humana”.
Nuevos comienzos
Cuando llegó a la nueva ciudad era invierno, una época que odiaba más que a nada. Las primeras semanas se enfrentó a un divertido y espontáneo hermano mayor que llevaba más de tres años sin ver. “Había noches en que lloraba y él me abrazaba y lloraba, o yo no quería salir porque me daba miedo avergonzarlo. Él me recordaba que era preciosa. Creyó tanto en mí y en talentos que yo no veía en mí, que pensé: si alguien así de impresionante me ve así, puedo hacerlo”.
Luciana y su hermano durante una de sus terapias de coaching. Cabe resaltar que el coaching es una alternativa de tratamiento, pero no suplanta la medicación y la terapia médica. Foto: archivo personal.
Las terapias con una especialista en salud mental empezaron y pudieron dictaminar realmente su enfermedad. Con esto llegaron los organigramas, los calendarios segmentados por semanas, días y horas, con las actividades y retos que Luciana debía cumplir. “Cuando me llegó el caso de Lucina, comencé a crear una historia clínica, lo que le pasaba con sus juguetes de pequeña no significaba aversión a los juguetes. Cuando ella abría un juguete creaba una obsesión con él, con sus características, y que ya no era el juguete que le habían dado minutos atrás, porque ella lo había destapado o ensuciado. Ella caía en una ansiedad y se deduce que, por evitar esta emoción negativa, dejó de jugar con juguetes, para así no revivir la ansiedad de que no estuvieran igual. Es lo mismo con las relaciones interpersonales, su miedo a que se dañen o comiencen a carecer del enamoramiento o sentimiento inicial, hace que ella se abstraiga en sí misma y prefiera no adentrarse en dichas relaciones, autoprotegiéndose de estos pensamientos negativos y la generación de ansiedad”, reconoce su psicóloga.
Ahora levantarse era su propósito, como también lo eran tener un trabajo, hacer amigos, estudiar, divertirse y ser espontánea. En su camino encontró personas que la ayudaron. En cuestión de meses había hecho uno de los mejores amigos, un médico mexicano que tenía por costumbre la inocencia y la gracia, y le permitió a Luciana entablar una de las amistades más reconfortantes. Quería mejorarse a como diera lugar, pero cada vez que lograba un avance, el pecho no rebosaba de alegría y orgullo propio; por eso, también empezó terapias de coaching. Siempre que venían pensamientos negativos y quería llorar o quedarse en cama, se preguntaba para qué.“El tratamiento fármaco y psicológico da resultado, pero se necesita que la persona conozca el para qué, muchas veces el cerebro se programa para decir que algo no funciona y efectivamente programa el cuerpo para que no funcione, e inconscientemente las acciones hacen que no funcione”, explica Jesús Cabarcas, coaching y programador neurolingüístico.
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Ahora practica dos deportes, tiene un trabajo, algunos amigos y la mejor relación con su hermano mayor. Ha aprendido a afrontar la vergüenza y a reírse de sí misma. “Alguna vez le dije a Lu que le llevara un detalle a su psicóloga, en agradecimiento por la terapia, y le dije que un queso, o algo así, estaba muy de costumbre aquí. Yo hablaba de un queso elegante, algo muy propio, y la mujer le llega con quesos para hacer sándwich (se ríe). Lu no se intimó cuando me reí de la anécdota. Se rió aún más fuerte sin sentir que hizo algo malo, sin rumiar ni pensar demás. Supe que algo había mejorado”, recuerda su hermano.
Desde que regresó a su país, Luciana no puede negar que aún hay recaídas, pero ahora se levanta de ellas con mayor optimismo. Está medicada con Sertralina de 50 mg, pero es algo que hace por su bienestar. Tiene sus calendarios al día, aunque su habitación permanece en blanco, porque este color le genera una visión de amplitud, donde puede organizar sus ideas con más calma. A veces se pregunta si su vida hubiera sido más normal si su primer doctor le hubiera dictaminado bien su condición, pero es consciente de que eso no cambia nada de lo que ha sido hasta hora.
Cuando aparecen las voces y las ideas, las silencia subiéndole al volumen de sus mejores recuerdos: su hermano sonriendo en la playa de Barcelona, su madre riendo mientras le compra algún vestido, su otro hermano y ella viendo películas de terror juntos, su padre mirándola mientras estudia con cara de alegría, e incluso se ve a ella misma bailando. Ahora se levanta en las mañanas, se revisa en el espejo, ve las ojeras que tanto adora y el cabello rubio y corto. Entonces, entiende que la vida no es fácil, nunca lo va a ser, pero vale la pena intentarlo.
Nota final: La autora de esta crónica es la misma protagonista y ha utilizado un nombre alternativo para evitar que quienes la conocen tengan algún sesgo frente a su historia.