Conozca a Marelvis Cadavid, una mujer a quien la violencia le quitó lo que más amaba y sembró en su corazón la necesidad de ayudar a otros. Su vida, llena de resiliencia y pasión por lo que hace, la ha conducido por el camino del perdón y la paz.
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Marelvis Cadavid comprendió, desde muy pequeña, el significado de profundidad, de inmensidad y de belleza, no sólo por haber nacido y crecido en un pequeño pueblo a orillas del mar Caribe, sino porque era lo que vivía cada día junto a su padre, un hombre con un amor profundo hacia las mujeres de su vida. Cada día le demostraba amor eterno a su esposa y a sus hijas les enseñaba la importancia de la educación y la independencia. Era tal su tenacidad que nunca tuvo un sueño pequeño si se trataba de sacar adelante a su familia. Todas las mañanas se levantaba a ser el mejor maestro del mundo: junto con su esposa, les enseñaba a sus hijas el abecedario y los números. Además, con suma dedicación, construía los juguetes más hermosos para sus hijas.
Marelvis lo recuerda con un amor desbordante, aquél que solo puede sentir una hija por su padre. Él amaba el largo y hermoso cabello de su hija, por lo cual un día ella le prometió que nunca se lo cortaría, un pacto que fue muy importante para los dos.
Muchas personas del pueblo, al ver que las hermanas Cadavid eran las mejores estudiantes de sus grados, cuestionaban a su padre por ayudarlas a estudiar y no impulsarlas a que aprendieran los quehaceres domésticos. Marelvis recuerda que él respondía que sus hijas decidirían por sus vidas como ellas quisieran y no por como les tocara; por eso, para ella, él era la persona más feminista que había.
Su padre era comerciante y un apasionado por viajar y conocer nuevos lugares; en esas travesías ellas siempre fueron su mejor compañía. Se mudaron a vivir, durante un tiempo, a Medellín, donde la situación de seguridad de la época hizo que tuvieran que salir; luego vivieron en Bogotá y finalmente se devolvieron a su pueblo: Acandí, un municipio en el departamento del Chocó, rico en fauna y flora por ser parte de la zona del Tapón del Darién.
Marelvis resume en una sola palabra todo lo que le hacía sentir su pueblo natal: magia. Allí podía disfrutar de la brisa que traía el inmenso mar, de la arena bajo sus pies, y podía correr en los caballos de su papá a la orilla de la playa. Además, allí pudo conocer el significado del trabajo en equipo, aquél que compartía con su familia tanto en el negocio, como en las jornadas de reparación y mantenimiento de los lotes que compraba su papá.
Su padre era una persona con un constante interés por comercializar. Fue pionero en el transporte del municipio al ser la primera persona en llevar un carro, en el que transportaba los productos alimenticios que compraba en Cartagena para vender en el pueblo. Era una persona que impulsaba el crecimiento personal de su familia; sin embargo, un acontecimiento cambió el rumbo de su historia.
En agosto de 1990, mientras iba en moto camino a la finca familiar, el novio de Yaneth, la hermana menor de Marelvis, falleció en extrañas circunstancias. Fue la primera vez que sintieron ese dolor que deja la pérdida de un ser amado. Al comprender el sufrimiento de sus hijas, su padre les hizo la promesa de que nunca se iría, que no las dejaría solas y que, como siempre, estaría ahí para ellas.
Marelvis con el pelo corto, 1994. Foto: archivo personal.
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Pasaron los meses y la zozobra por aquella pérdida no dejaba de sentirse en la familia Cadavid. Llegó diciembre, y como es de costumbre para muchas familias en Colombia, la navidad comenzó oficialmente en la noche de velitas. El trabajo en equipo no quedó atrás, pues los faroles que se encendieron esa noche también habían sido hechos en familia.
Al día siguiente, toda la familia se arregló para celebrar una fecha muy especial para ellos: uno de los hijos tendría su primera comunión. Antes de partir hacia la iglesia, el padre de Marelvis se adelantó porque tenía que hacer una diligencia en San Miguel, un pueblo que queda a 5 kilómetros de Acandí. El resto de la familia se dirigió a la iglesia. La misa terminó y él nunca llegó; todos se extrañaron, pues era una ceremonia que no se habría perdido. Se dirigieron al salón de eventos donde se daría un festín para los niños que habían tenido su celebración. Alguien llamó a Marelvis y le preguntó por su papá, a lo que ella respondió que ya venía en camino; le refutaron dándole la peor noticia que puede recibir una joven de 16 años: su papá no llegaría porque lo habían matado. “Nos devolvimos a mi pueblo buscando un poco de tranquilidad y allí la muerte nos desgarra quitándonos lo que más amábamos y lo que más representaba para nosotros”, afirma Marelvis con la voz entrecortada.
Aquel día que se esperaba fuera muy feliz, terminó siendo el día en que la historia de esa familia se partió en dos. Después de esa noticia, Marelvis recuerda la locura que fue buscar a su mamá, tener que contarle lo que le habían dicho y buscar quién las llevara a donde él estaba; finalmente, consiguieron a alguien, pero debían ir solamente su hermana y su mamá.
La última vez que lo vio fue después de la necropsia, cuando ella y su hermana tuvieron que lavarle el cuerpo. Las manos de Marelvis aún guardan el recuerdo y la sensación de acariciar sus manos frías e inertes y sentir que era imposible que fuera él quien estaba allí tendido. Recuerda con dolor que creía que los muertos en algún momento saldrían de sus tumbas y le rogaba a Dios que, si eso pasaba, iba a volver a verlo, despedirse de él y darle ese beso, ese abrazo de despedida que aquella mañana del 8 de diciembre no se dieron, porque ella no quiso hacerlo.
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El dolor de la familia era inmenso, pero no hubo tiempo para el luto, pues ese había sido el inicio de un duro camino, el preámbulo del caos. La muerte del padre fue traumática, sobre todo para su madre: los recuerdos y el dolor se hacían cada vez más pesados, pero su rigor y tenacidad sacaron adelante su hogar. Decidieron mudarse a otra casa ocho días después de la muerte, donde había vivido un policía.
El 22 de diciembre de 1990, la guerrilla irrumpió en el pueblo. El diario El Tiempo tituló: “Asesinados tres policías en toma insurgente de las FARC a Acandí”, para Marelvis y seguramente para muchos habitantes del municipio, fue una noche de terror. Desde la 1:30 de la madrugada, el frente 34 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) atacó la estación de policía, asaltaron la caja agraria y dejaron la cifra de tres policías asesinados, dos heridos y uno secuestrado.
Marelvis con el uniforme de la Policia Nacional. Foto: archivo personal.
La madre de Marelvis, llena de valor, llevó a sus cuatro hijos hasta la última habitación de la casa, y allí se protegieron bajo una cama; desde ahí, Marelvis recuerda haber visto las linternas entrando por el patio de la casa y la manera en que hostigaban el terreno en busca del policía que había vivido allí. Fue una noche que tuvieron que pasar entre disparos, llanto y gritos.
La situación se tornó aún más complicada, pues esa noche, robaron la caja agraria del pueblo y muchas familias como la de Marelvis, quedaron en la nada. Ella intentó no terminar su bachillerato y ponerse a trabajar, pero su mamá no se lo permitió. El dolor fue el protagonista de su último año escolar no solo por la muerte de su padre, sino por haber sido testigo de la deserción estudiantil de sus compañeros, debido a que algunos prestaban su servicio militar o eran reclutados por la guerrilla. “Ya después uno los veía era con uniforme, no era una cuestión de si querían, sino que les tocaba”, recuerda ella. Poco tiempo después, cuando empezó a llegar el paramilitarismo al Chocó, la muerte volvió y empezó a hacerse más común para ella, pues para visitar a sus amigos, debía ir al cementerio. “Esa época marcó muchísimas cosas en nuestras vidas”, recuerda.
Resiliencia es la palabra que la define, pues las circunstancias se lo exigieron. Aquella niña consentida del papá tuvo que transformarse: “fue comprender cómo es la vida realmente”, afirma. Trabajó arduamente en sus tiempos libres para poder sacar adelante a su familia, arreglaba uñas, pintaba casas y hacía avisos, hasta que ganó un concurso con el Bienestar Familiar infantil y, aun estando allí, trabajaba en las tardes dando clases de español y matemáticas los fines de semana en los almacenes del pueblo. Aun así, nunca se conformó y viajaba incluso hasta Medellín a pasar hojas de vida, el ‘pero’ siempre fue que era menor de edad.
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Su sueño desde la infancia siempre fue ser policía; pero su pasado y la situación de seguridad y orden público hicieron que su sueño quedara de lado. Recuerda el dolor que tuvo que vivir: “nadie hizo nada para saber qué fue lo que le pasó a mi papá”, pero también sabía que podría ayudar a otras familias que habían pasado por la misma situación.
Una tarde estaba hablando con una de sus amigas, la esposa de un teniente del pueblo y durante la conversación ella le comentó que en Medellín había inscripciones para ingresar a la policía, que por qué no se presentaba. Se llenó de valor y un día le mintió a su mamá: le dijo que iría a Medellín, para presentar un examen para ingresar a la universidad. Al llegar a la escuela Carlos Eugenio Restrepo se enteró que las inscripciones ya habían pasado, pero le hicieron saber que había una pequeña posibilidad porque venía desde muy lejos. Recuerda que su dilema más grande era tener que cortarse el cabello, por el significado de aquella promesa que le hizo a su papá.
Durante el proceso, fueron muchas las personas que le dijeron que no ingresara, porque era una niña consentida. Sin embargo, no desistió y pidió la oportunidad con la promesa de que nunca se arrepentirían. Presentó el examen y se devolvió para Acandí.
Marelvis en medio de sus funciones laborales, 2018. Foto: archivo personal.
Tres días después la llamaron a confirmarle que había pasado el examen, por eso, nuevamente Marelvis le mintió a su madre diciéndole que algo había salido mal y partió hacia Medellín; allí se sintió cerca de su sueño de toda la vida, pero tenía un gran desafío en frente. Se llenó de valor, entró a una peluquería pidiendo que le cortaran el cabello y allí se lo amarraron en una larga trenza. Cuando las tijeras cumplieron su función, sintió que rompía la promesa de su infancia y que todo lo que conocía hasta el momento quedaba atrás, pues sabía también que, con su ingreso a la institución, sería un riesgo para ella y su familia que regresara a su pueblo.
En esos largos centímetros dejaba atrás a su mamá y a sus hermanitos, a los niños del jardín y a su infancia; pero sabía que esta era la única forma de demostrar su pasión, su compromiso y, sobretodo, sus ganas de llegar a la policía para ayudar a otras personas.
En la tarde regresó a cumplir con la cita que había acordado; al verla, el mayor se sorprendió y le preguntó qué había hecho; Marelvis se llenó de valor y le respondió “hice lo que más me ha dolido y acá estoy”. Finalmente, el mayor terminó por decirle que en Medellín ya no había curso, que tenía que irse para Sibaté, Cundinamarca.
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Marelvis llegó en taxi desde Bogotá a la escuela Gonzalo Jiménez de Quesada. Allí la recibió el agente Giraldo y le ayudó con su maleta que había llegado averiada. Había viajado con apenas 70.000 pesos, de los cuales, al momento de su llegada le quedaban $53.000, pues como ella lo dice, hizo “la olímpica” de tomar el taxi, el cual le costó $17.000. En cuanto pudo, se hizo fuerte, se llenó de valor y llamó a su mamá: era el momento de confesarle que en realidad se había ido para la capital para ir tras su sueño de toda la vida. Su mamá se entristeció, pues no entendía su decisión y adivinaba lo que aquello implicaba para las dos, pero no dudó en respaldarla, porque tenía claro que era el inicio del sueño de su hija.
Tras haber cumplido con la lista de materiales que le exigían tener en la escuela, Marelvis pasó por necesidades que otras mujeres de allí podrían solventar más fácilmente. La exigencia con la que la criaron sus papás, nunca quedó de lado y la escuela no sería la excepción; allí siempre fue brigadier mayor, posición que se gana por tener el mejor promedio de toda la escuela; fue además secretaria de la compañía por su habilidad como mecanógrafa, pero esa exigencia no era solamente con su labor, sino también con ella misma, pues pasaba por necesidades que ella sola debía contrarrestar, por ejemplo, se levantaba más temprano que todas sus compañeras para poder lavar su uniforme, ya que no podía pagar la cuota mensual del lavado.
La empatía fue un valor que allí pudo sentir, gracias a que las adversidades la llevaron a comprender que la policía, más que el uniforme, está llena de seres humanos con grandes experiencias detrás: “son personas que te abrigan, que te dan un abrazo y que van a estar para ti”, dice. Se hizo amiga de María Eugenia Acevedo, pues las circunstancias siempre las unieron: compartían sección, compartían formación y el camarote de María era junto a la oficina donde Marelvis trabajaba como secretaria. María conocía su situación y cuando su madre le enviaba encomiendas de pan, lo compartía con Marelvis, a quien define como una mujer berraca, con un corazón gigante y de quien recuerda las madrugadas, pues por su posición como brigadier mayor tenía la responsabilidad de hacer que todas estuvieran formando a las seis de la mañana y su forma de hacer que se levantaran, era cantando ‘Jesucristo’. María entre risas afirma que no tenía tono de voz para cantar, por lo cual todas empezaban a gritar para callarla y terminaban despertando. Incluso, después de finalizado el curso en la policía, hicieron varios proyectos juntas como la carrera de derecho y algunas especializaciones.
Las buenas personas siempre la rodearon, el coronel Álvaro Pantoja fue uno de ellos y marcó significativamente su paso por la escuela. Uno de los momentos que más recuerda con cariño fue haber recibido la condecoración al primer puesto, de manos de su propia madre, porque el coronel así lo había permitido.
Regalo ofrecido a Marelvis por los niños, niñas y adolescentes de Medellín con los que trabaja sobre violencia sexual. Foto: Ana María Sánchez
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Desde su niñez, quedó impregnada en ella, la perseverancia de su padre por la educación. Cuando Marelvis terminó la escuela, fue enviada a la Dirección de Investigación Criminal e INTERPOL de la Policía Nacional - DIJÍN. Se encontraba muy a la expectativa, pues el referente de policía que ella había tenido toda su vida, era diferente. Estuvo en el primer grupo de mujeres de la Sección Contra Atracos y en los procedimientos volvió a enfrentarse a aquella situación de la que creía que se había librado: la muerte. En este caso, de varios de sus compañeros.
En aquella dirección pasó también por la especialidad de automotores, terrorismo, secuestro, estupefacientes y creó, junto con un grupo, la sección de medio ambiente. En sus ansias por ser mejor policía, ingresó con su amiga María a estudiar derecho. La primera persona que la apoyó tanto moral como económicamente fue su primer jefe, a quien recuerda por haber creído en ella. Terminó la universidad y en la DIJIN siempre fue a la que enviaban a hacer diferentes cursos, uno de ellos fue sobre la implementación del sistema acusatorio en Colombia, y el segundo, sobre Investigador Testigo, del cual fue seleccionada como docente. Trabajó durante siete años con la comisión de la embajada americana capacitando a nivel país sobre esta implementación.
El agradecimiento es un sentimiento que Marelvis siempre sintió en su paso por la DIJIN porque allí pudo compartir experiencias, capacitarse, estudiar y conocer más de su país; pudo crecer profesional y personalmente. Para ella, las comisiones eran experiencias de crecimiento personal y de enseñanza para las personas que estaban a su cargo. Allí pasó momentos escalofriantes; fue testigo y vivió el mismo miedo de aquellos uniformados de las zonas más afectadas por la violencia del país; en ella quedaron marcadas las vidas que vio perder, pues sabía y comprendía que detrás de cada una de ellas, había toda una familia y un dolor. Siempre ha sido consciente de que no espera entregarle un cuerpo a una mamá, por eso es mucho más exigente con sus subalternos. Según dice, prefiere caminar el tiempo que sea necesario para poner a salvo a quienes van con ella, antes que quedarse por ahí, poniendo sus vidas en riesgo.
Alma, vida y corazón son tres conceptos con los que ella resume su paso por la policía. La responsabilidad de la institución con la comunidad, siempre prevaleció. Su uniforme se volvió carne y los botones se hicieron piel: no concebía la vida, si no era con la posibilidad de servir a través de él. En la DIJIN conoció a Héctor Amaya, quien fue su último jefe y quien pudo percibir en ella su compromiso. Él resalta su capacidad de debatir y liderar procesos del cambio, además de su liderazgo. Estuvo presente en su paso como mentora y recuerda, con orgullo, haber escuchado varias veces a otros uniformados decir "quiero llegar a ser como ella".
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Su pasión mantuvo siempre a la muerte como una compañera recurrente, que siempre la estuvo rondando, pero nunca la tocó. Para muchos, ella era una mujer valiente, pues siempre se presentaba para los operativos más riesgosos. Confiesa que esperaba morir y lo hacía, no por valiente, sino porque el dolor que había sentido aquél 8 de diciembre de 1990 no dejaba de perseguirla, y su deseo era evitarle a su madre cualquier preocupación económica y, en algún momento, poder reencontrarse con su papá.
Diego Fernando y Marelvis. Foto: archivo personal.
En el año 2000 su vida obtuvo un nuevo rumbo. El 10 de abril nació Diego Fernando, la mayor motivación Marelvis. Diego Fernando recuerda la formación de su infancia como una educación muy rígida, pues, desde muy pequeño, tuvo que ser independiente porque el trabajo de su mamá le demandaba mucho tiempo. No lo entendía muy bien en ese momento, pero luego aceptó su sacrificio. Marelvis recuerda que, en aquel entonces, su hijo le preguntaba si podía hablar con su jefe para que les permitiera pasar más tiempo juntos.
Ocho años más tarde, Marelvis no había concebido la idea de retirarse de la policía, pero tuvo que acompañar a su hijo en uno de los peores momentos para los dos: estuvo hospitalizado y en cuidados intensivos por una cirugía de amígdalas que se agravó hacía un cuadro de muerte súbita por ruptura de carótida. Previamente Marelvis se había presentado ante la Fiscalía a un concurso como fiscal local y fiscal regional, pasó a ambas secciones y fue el coronel Héctor Amaya, testigo de su crecimiento profesional y de su papel como mamá, quien la impulsó a evaluar las variables de crecimiento personal y profesional que tendría en la Fiscalía. Aquella evaluación, la situación crítica por la que pasó su hijo y sus ganas de estar más cerca de él, la obligaron a oficializar su salida de la Policía Nacional. Su hijo sobrevivió a la experiencia y eso ha constituido para ella como un regalo divino.
En su nueva responsabilidad en la Dirección Ciudadana de la Fiscalía General ha estado liderando un proyecto para prevenir la violencia que han sufrido los niños, niñas y adolescentes del país. Para ella, uno de los choques más fuertes de llegar a la institución es que no puede ver los casos como carpetas, sino como personas que están pasando por alguna circunstancia grave que marca cada día de sus vidas.
“Gracias a tus fuertes raíces y el cobijo que nos brindas con tus acciones, podemos cumplir muchos de nuestros sueños y hacer valer nuestros derechos”, esta frase contenida en un cuadro de gran tamaño que ella tiene en su oficina. Fue su regalo de cumpleaños en 2018 y se lo dieron los niños, niñas y adolescentes de Medellín con los que trabaja sobre violencia sexual. Este obsequio simboliza para ella todo el trabajo que realizó con ellos. Para ella, recuerda que la demostración de la efectividad de su labor no se da por cantidad de sentencias, sino por la cantidad de víctimas que reciben apoyo. Así, durante su administración, ha conseguido que las prioridades sean diferentes y que se instalen espacios agradables.
En un foro al que fue invitada para dialogar con mujeres víctimas de la violencia, donde ellas criticaban a los funcionarios por hablar desde su posición “privilegiada y alejada de la violencia”, ella expresó el siguiente discurso:
“Hoy les va a hablar la mujer, la mujer afro, la mujer que ha sido desplazada porque perdió su pueblo, la que perdió a su padre en condiciones de violencia y le tocó ver a una madre envejecer sola, que soñaba envejecer con el papá; la mamá que no se ha ido del pueblo porque mi papá la dejó allí y espera morir para que la entierren al lado de él. La que puede hablar de un padre, pero que tiene un hermano que tiene como referente que nosotras le hemos construido en la vida; la que no pudo ser joven porque no tuvo la oportunidad y tuvo que asumir responsabilidades; la que fue a una Unidad de Víctimas, después de 20 años, y le dijeron que la carpeta de su papá estaba dentro de una de las 5.000 que estaban ahí, y que la busque a ver si hay alguien dispuesto a explicarme por qué lo mataron; la que le tocó explicarle a la mamá porque que le hicieron esa reparación simbólica. Ella que nos enseñó a orar por las personas que mataron a mi papá por doloroso que fuera, porque decía que Dios tenía que perdonar a esas personas. La que decía que pese a el dolor que sentía, ella tampoco lo tuvo que sentir, y tuvo que quitarse hasta su luto rápido para que pudiéramos vivir y demostrarnos muchísimas cosas. Les habla aquella que huyendo de la violencia llegó a otro sitio donde también encontró más; donde a través de la muerte de sus compañeros vivió el dolor de sus familias; quien odia ir a los sepelios porque es recordar muchísimas cosas. Le habla la que le tiene que dar gracias a Dios porque sabe dónde está su papá, muchas personas de mi pueblo no pudieron enterrar nunca a su familia, muchas no se casaron de nuevo esperando a que su esposo llegara”.
En medio de las ovaciones, que concluyen la cadena de victorias ganadas hasta ahora, cerró su intervención con la frase: “Lo único que tenemos que entender es que todos hacemos parte de este país, todos hemos sido víctimas; el dolor nos ha perseguido a todos”.