Primero estudié medicina. Cuatro años. En ese punto decidí que no quería estar
metido en un consultorio o en un hospital el resto de la vida así que salí corriendo
de ahí. Cambié la medicina por el que García Márquez llamó el mejor oficio del
mundo. Nunca me arrepentí. Entré a trabajar a El Espectador. Un día un profesor
gringo me dijo: “usted tiene el corazón en un lado y la cabeza en otro”. Se refería a
que pensaba el mundo desde la ciencia pero amaba escribir y las humanidades. Esa
es para mi la mejor definición de un periodista científico. Esta elección ha hecho que
trabajar sea una aventura: me ha llevado a recorrer el Amazonas, a entrar en una
planta nuclear, a ver cómo se cultivan frutas en un desierto de Israel, a tratar de
entender qué es la partícula de Dios, a conocer personajes maravillosos y
excéntricos como Rodolfo Llinás, a escribir sobre enfermedades raras, sobre cambio
climático, sobre Natalia París y sus falsos consejos de salud, también sobre un
narcotraficante que intentó hacer una vacuna contra el SIDA. Son los científicos los
que cambiaron y cambian, para bien y para mal, la forma en que habitamos este
planeta (y quizás otros planetas en el futuro). Definitivamente merecen que alguien
cuente sus historias.