Por: Daneisi Julied Rubio Rosero
Ilustración: Salome Arteaga Herrera
La tarde del domingo, Helena la pasó sentada en un balcón bañado por el sol. Hace tiempo que no veía a su único hijo y su desidia la habían tenido semanas atrás al borde de una muerte horrible, pero ahora estaba en paz, más viva que nunca y con los ojos brillantes, copados de ilusión. Siempre estaba sola y no había en su edificio quién fuera capaz de asegurar que la había visto más de una vez en el último mes. Esta era la primera, en mucho tiempo, que se había animado a salir a vislumbrar el mundo, pese a que ya casi no podía ver. Los movimientos inquietos y ralentizados de sus extremidades superiores la obligaban a servirse a medias la copa de vino, teniendo cuidado de no tirar por el suelo los somníferos que aún le quedaban. “Copado el vaso se riega”, explicaba ella para sí. Había vivido más de lo que había querido y estaba consciente que desde hace tiempo habitaba el cuerpo de una desconocida.
A veces, en las madrugadas, cuando la soledad acrecentaba el olor del abandono en su habitación, Helena se levantaba a verse en el espejo, descontenta con su propio reflejo, y a encender la radio para oír el primer reporte de noticias de día. La voz del locutor era un viejo conocido suyo que había presenciado, sin saber, desde una cabina distante, el nacimiento de su hijo, la madrugada en que su marido la dejó y el diagnóstico del tumor en el páncreas que se la comía viva. Ahora era casi un miembro de su casa, un amante secreto que le contaba lo que ocurría afuera, mientras Helena preparaba el primer tinto del día y se peinaba los cabellos mal recortados de su cabeza blanca. Ese día, sentada en el tocador, el camisón que cubría su cuerpo cayó delante del espejo. Se vio agrietada y reseca, con los senos deprimidos y la boca, alguna vez carnosa y enrojecida, opaca y sin amoblar. El aparato escaso de señal comenzó a roncar en la mesita de noche y de pronto una voz femenina comenzó a cantarle: “Solamente una vez amé la vida, solamente una vez y nada más”. Cerró los ojos y cantó con ella. Se puso de pie abrazada a sí misma y bailó desnuda al lado de la cama, extasiada, soñando que estaba en brazos de un hombre imaginario que tenía el cabello engominado y el bigote parejo, recto como un guión y de cuya boca salía la voz del locutor que tantos amaneceres la había acompañado. Tenía en su ensoñación los ojos redondos y el cuerpo ágil, maleable como la hierba humedecida y se dejaba amar de ese desconocido en medio de un tapete corroído por el paso del tiempo. El cuerpo destartalado que ella no reconocía como suyo había desaparecido y en su lugar una Helena más joven bailaba ese bolero y se enamoraba, como cuando era una adolescente y Joselito Zúñiga Hernández la saco a bailar en la plaza del pueblo un día de feria, ante el celo de todas las otras mujercitas que también lo deseaban. El aire se tornó liviano en esa habitación polvorosa y una sensación de calidez, de abrazo, le rodeo el cuerpo y ella se dejó llevar del son de la radio con los pasitos dando tumbos en la pieza. Al menos ahí se supo amada.
“¡Amanece! Nuevo día en la capital. ¡A darle son y vida al nuevo sol!”, dijo un locutor diferente en la radio ronca. “¿Nuevo sol? ¿Y este quién es?”, dijo abriendo los ojos de par en par y se fue directo a golpear la radio pensando que de nuevo, como tantas otras veces, el aparato ese había cambiado el dial solo. No fue así. Esa misma mañana anunciaron en el noticiero que el antiguo locutor acababa de jubilarse luego de 30 años de trabajo consecutivo y ahora reposaba en algún lugar paradisiaco. Sin querer, descubrió que había una lagrima bajando por los senderos de su mejilla y antes de que pudiera preguntarse por qué, se deshizo en llanto y estrujó los escasos cabellos aun de pie en la trinchera de su cráneo, luego se dobló sobre la mesa del tocador y temblando de frío, de soledad, se quedó dormida... Acababa de morir el último vestigio de su juventud y estaba inundada de desconsuelo.
El delirio de Helena con el locutor parecía una evasiva, pero no era sí, casi sentía que lo había amando toda la vida, más que al ingrato de su marido a quien sí pudo abrazar o al hijo ausente que a penas iba a verla dos veces por año. La vieja huraña no conocía a sus vecinos y ellos nunca se habían interesado en ella. Caminaba sin que nadie la viera con temor a tener que saludar y casi siempre, cerraba las ventanas para que el mundo no penetrara en su alcoba y la dejara ser libre, ser ella, en la poltrona de su cuarto.
“Copado el vaso se riega”, se dijo al volver en sí y decidió que ese día ella también tenía que abandonar el mundo, regarse, ser roció de madrugada o un riachuelo rebelde que se abre paso entre las rocas. Nadie iba a extrañarla después de todo. La vida como la conocía hasta entonces había cambiado y no merecía la pena ser objeto de museo en un mundo falto de contemplación. “Lo del nuevo sol se lo creerán ellos. ¡Manada de ridículos! Ya no saben que inventar todos los días para renovar lo que debe ser igual por siempre”, pensó y se dirigió al baño sin camisón. Luego de una ducha larguísima, que dejó sin agua a los vecinos del piso superior, se puso un vestido rojo que tenía desde los 50’s y que había sido herencia de su madre. En él acomodó sus carnes, aunque ya no le quedaba. "Qué importa, en el último día cualquiera puede darse la licencia de ser”, se dijo.
Abrió la botella de vino de su alacena, que guardaba siempre para una cena navideña que llevaban años posponiendo con su hijo y su cuñada francesa, y se sentó en el balcón a beber, a ver el cielo. La mañana pasó lento y el bullicio de la vida no la alcanzó a pesar de que estaba prácticamente en la calle. Cerró los ojos y comenzó a soñar de nuevo con que estaba frente al mar. La brisa de su ciudad le parecía un aire de playa atiborrado de smog, pero el delirio se la iba llevando y la elevaba sobre los otros como una diosa renacida. “Estas demente, Helena, no te soporto”, le había dicho su marido el último día que lo vio y ella se reventó de risa al pensar que de pronto estaba en lo cierto.
Los vecinos que la vieron desde la calle pensaron que la mujer había amanecido alegre y la saludaban desde los andenes, aun sin conocerla. Ella se reía, brindaba por ellos y les respondía el saludo con un gesto de reina sentada en su pedestal. Media hora más tarde, habiendo ingerido el último de los somníferos con un sorbo de vino, sus ojos se cerraron lentamente sobre la mecedora y Helena se fue calle abajo, bailando un bolero.