Especial oficios de Monserrate: el espíritu de la cima

¿Alguna vez ha escuchado estas frases?: “¡Ánimo!”, “¡Ánimo!”, “vamos con toda”, “anímense, ya están llegando”, “están a diez minutos para llegar al final del Cerro” y “duro con esas piernas”. Pues bien, esas son las palabras que diariamente expresa Jorge Antonio Soler en lo alto del cerro de Monserrate. Esta es su historia.

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Jorge Antonio Soler vive en el barrio Los Molinos del Sur, en la localidad Rafael Uribe Uribe, en Bogotá. Él inicia su jornada laboral a las tres y treinta de la mañana, cuando un amigo fiel, al volante de un taxi, le espera enfrente de su casa para llevarlo a la base de la montaña. Ciego desde los treinta años, su vida ha estado marcada por la superación de la adversidad. Con dos hijas y cuatro nietos, su historia se entrelaza entre la venta ambulante y el ascenso a Monserrate, donde ha sabido ganarse la vida a 3.152 m.s.n.m. Fue justo allí donde, a lo lejos, su voz inconfundible trajo a mi memoria recuerdos de mi asombro al verlo y escucharlo por primera vez cuando apenas era una niña. La misma voz que con estas palabras anima a los feligreses aquel día que volví a encontrarlo: “¡Ánimo!”, “¡Ánimo!”, “vamos con toda”, “anímense, ya están llegando”, “están a diez minutos para llegar al final del Cerro” y “duro con esas piernas”.

Jorge Antonio, sentado en su puesto de trabajo. Allí está el escalón 920

En su memoria se entremezclan recuerdos de un tiempo distante, cuando acompañaba a su tía al Chorro de Padilla, un recóndito rincón de la localidad de La Candelaria impregnado de historia y vicisitudes. En aquellos días, transportaba con esfuerzo cinco cajas de mamoncillo en un improvisado carro construido por el esposo de su tía, y en él recorría los cines y cinematecas del centro de la ciudad. Destinos preferidos por aquellos que buscaban distracción en tiempos pasados, cuando no existían los VHS ni los casetes de video.

La determinación de Jorge Antonio no conoce límites. Desde sus días tempranos en la venta ambulante de mamoncillo hasta su incursión en la venta de yogures y panes, cada paso ha sido una lección de independencia. Su destreza para ubicarse en cualquier entorno se basa en la memorización de pasos y el conteo meticuloso de los mismos, habilidades que aprendió en el Centro de Rehabilitación para Adultos Ciegos (CRAC). Allí, Jorge Antonio aprendió a desenvolverse en la oscuridad, comunicarse y adaptarse a una vida discapacitada.

A sus 52 años, cada jornada inicia a las 12:30 de la noche, cuando después de una plegaria a los santos de su devoción, se dispone a poner sobre el fogón una olla con tamales tolimenses y la jarra con agua para preparar tinto que su esposa venderá más tarde en el sendero inferior de Monserrate. Ella, por su parte, aún se sorprende de que jamás Jorge haya sufrido ningún percance en la cocina cuando a menudo la ligereza de sus dedos lo convierten en un ser particularmente propenso a sufrir accidentes. “No se le quema el arroz, no derrama una gota, no se corta ni se tropieza”, afirma Nelia, su esposa desde hace ya doce años. Seguido a esto, Jorge termina de alistarse para cuando el reloj de su mesita de noche, en forma de balón de fútbol americano, marque las 3:30 a. m., indicándole la señal para empezar una nueva jornada de trabajo.

Nacido y criado en el tumultuoso barrio El Cartucho, rodeado de situaciones desafiantes y marcado por la dura realidad de la calle, Jorge Antonio Soler creció entre la historia de drama humano más escabrosa de Bogotá. Con cinco hermanos, su infancia estuvo marcada por las dificultades propias de un entorno hostil, agravadas por el maltrato materno y las adversidades de la vida en las calles, plagadas de indigencia, drogas y alcohol.

Su ceguera, desencadenada a los treinta años, tuvo sus raíces en una infancia violenta. El desprendimiento de la retina, resultado de los fuertes golpes que recibía de su madre, agravado por la exposición al alcohol adulterado desde los trece años, le arrebataron por completo la vista sin dejar rastro de luz o sombra, tan solo una oscuridad profunda. Este suceso lo llevó a recluirse durante un año en su casa, sumido en grandes tristezas y dificultades.

Nelia afirma que Jorge Antonio es un hombre de sueños sencillos y necesidades básicas. Sabe que, para él, el mejor regalo de una Navidad o de un cumpleaños es un mercado o quizás un CD de Vicente Fernández o Antonio Aguilar, que contenga los corridos y rancheras que alimentan su espíritu, de los que tanto habla y que lo acompañan diariamente en el ascenso de los 1.605 escalones a Monserrate, mientras lo distraen de los mitos, leyendas e historias inexplicables que envuelven este lugar.

Jorge Antonio, vendiendo y animando a los transeúntes que suben Monserrate.

Cuando su jornada termina, alrededor de las 11:00 a. m., recoge su maleta entre las rocas, en la que lleva un termo con agua de panela caliente, una carpa, un micrófono, una almohada y dos bafles descargados, que se han convertido en su herramienta de trabajo. La generosidad de aquellos que se conmueven a su paso se traduce en monedas y billetes que llenan una lata de limosnas ya desgastada, pero que al final del día reúne aproximadamente treinta mil pesos.

Durante el descenso, se encuentra con un par de vendedores ambulantes y comerciantes que salen a su paso cuando su inconfundible voz sobresale de entre los 6.000 visitantes que recibe el santuario diariamente. Rápidamente, cruza un saludo cordial con Fernando Torres, también invidente, quien se gana la vida cantando música popular metros más abajo de donde lo hace Jorge. Fernando afirma que, además de conocer a don Jorge como compañero, reconoce en él a un ser humano más cercano de lo esperado, dada la condición que ambos comparten. Confiesa sentir un profundo respeto y admiración por la forma en que Jorge ha sobrellevado las múltiples dificultades que ambos comparten y cómo hoy en día, a punta de trabajo, ha logrado las mismas metas por las que cualquier otro colombiano se levanta diariamente a trabajar.

La casa de dos pisos en la que actualmente vive, adquirida con tenacidad y sacrificio, implicó recurrir a un préstamo gota a gota. Un riesgo que asumió para asegurar un techo estable para su familia, pero con el que puso en riesgo su vida después de no poder pagar las cuotas acordadas al prestamista, que utilizaba incesantes amonestaciones por incumplimiento. Finalmente, Jorge terminó de pagar el dinero restante con lo recaudado de las ventas ambulantes, convirtiéndose en el hogar de infancia de sus dos hijas, quienes actualmente tienen 30 y 31 años, respectivamente.

La vida de Jorge Antonio Soler, aunque tejida con hilos de superación, también está marcada por un lado oscuro, influenciada por el alcohol que conoció desde muy joven y las fuertes golpizas que le proporcionaba su madre. Estos eventos lo convirtieron en un hombre poco cariñoso y fácilmente descontrolado estando en estado de embriaguez. La falta de afecto y los estragos causados por el alcohol marcaron su vida, dejando huellas en su personalidad y comportamiento, aunque la luz de su lucha y superación parezca eclipsar esos oscuros capítulos.

 

 

*Foto de la portada cortesía del Sistema de Medios Públicos de Colombia - RTVC.

 

 

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