Redacción: Sofía Acero
Ilustración: Miguel Sierra
El pasado Viernes 22 de Noviembre, una fecha que para la mayoría de colombianos será recordada con incredulidad, vergüenza y un toque de humor; este último tan característico nuestro, que somos capaces de sacarle sonrisas a todo a través de memes que evidencian nuestro peculiar sentido del humor, que desprenden a borbotones ingenio y creatividad y que terminan siendo el centro de charlas que horas antes estaban cargadas de terror y angustia. Todo esto para reírnos de nuestra propia desgracia y unir nuestras carcajadas al son de las cacerolas y así continuar soñando con un país mejor, aunque pueda parecer un cuento de hadas. Que impresionante y valiosa cualidad tenemos ¿verdad?
Pues bien, aquel día resultaría ser uno de los más agotadores de mi vida. Cuatro largas horas cruzando barrios desconocidos, pasando de largo los paraderos del transporte público en los que aguardaban una gran cantidad de personas a la espera de tomar un bus que les llevaría a sus casas, y que terminarían con una mueca de fastidio en su rostro al comprender que no sería pronto. Naturalmente, comencé el recorrido emocionada y con mucha energía, pero conforme fueron pasando las horas hasta el sol se escapó dejándonos en una oscuridad en la que era sencillo confundir, para una novata como yo, el sonido de un trueno con el de los disparos y intentaban acallar el clamor del pueblo. No éramos las únicas personas que emprendieron el largo camino a casa, en realidad había una multitud que cruzaba puentes, subía escaleras, colgaba de los buses e intentaba combatir el cansancio con pensamientos más amenos como el de, finalmente, llegar a su hogar, aunque los reproches, las críticas, los bufidos y malas palabras no podían faltar, y creaban un ambiente en la capital cargado de tonalidades nunca antes vistas y pasos que nunca estuvieron en los planes. El cansancio nunca fue tan real como esos momentos.
En mi mente solo rondaba el pensamiento de que esto iba a pasar, que lograría llegar a mi casa, desprenderme de mis zapatos y echarme a la cama sin pudor alguno. Pero que habían personas que tras haber caminado por días, ni siquiera tenían la certeza de un lugar cómodo al cual llegar, que para mi esto seria una anécdota más que contarle a mis amigos y familiares, una queja más en redes sociales o un hashtag que intentar convertir en tendencia, pero era la realidad de muchos otros que se cansaron de gritar y no ser escuchados, de mirar a su alrededor y encontrarse en medio de un lugar que les ignoraba, que pisoteaba sus derechos y les advertía que tenían que estar conformes con la situación en la que estaban, que no tenía derecho a quejarse porque eso es de vándalos. Pero ese sería el día en el que veríamos la fusión de esperanzas compartidas e indignación colectiva, que seguramente incómodo a muchos, pero que para otros fue un momento único, donde levantaron su mirada y pudieron ver que no estaban solos,que la llama se estaba encendiendo poco a poco, aguardando convertirse en un incendio que sería capaz de convertir lo negro en blanco, y al fin entender que quedarse callado no siempre es la solución, que la resignación no es obediencia, que el respeto no es un regalo y la paz no tiene porque ser algo lejano.
Después de esa larga caminata quedaron suelas molidas, medias destrozadas, los pies agotados y una cantidad de gritos de auxilio reflejados a través de ellos. Gritos que vociferaban la importancia de salirme de mi zona de confort y saltar al vacío a riesgo de arañarme con la cruda realidad de personas que no contaban con mis privilegios, los cuales yo daba por sentado, que me recordaban aquella lejana frase que recitaba: “cuando sientas deseos de criticar a alguien recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tu tuviste”, que me llevaron a ver con más claridad mi alrededor, dejando de lado partidos políticos y discusiones sin sentido, y a entender que era el momento de incomodarme para ganar la comodidad de otros.