Redacción: Alejandro Hernández
“Paz” es una palabra aguda de una sola sílaba usada en algunos momentos para expresar buena energía o pedir un cambio. Pero la “Paz” a la que yo me refiero está ubicada a 241 km de Bogotá, en las montañas de Colombia, en un municipio enclavado en el departamento de Santander, al cual sus habitantes le dieron por nombre La Paz.
En ese lugar nacío mi abuela Ana Victoria Tavera Ariza, en una choza de color rojo levantada a punta de ladrillos. En las mañanas, ella salía de la cama muy temprano para hacer sus tareas, creo que incluso madrugaba más que yo, y es que la vida en el campo es distinta. Desde muy joven se fue de su tierra y arrancó para Bogotá a sus 18 años, huyendo de esos hombres mayores que la codiciaban por su belleza. Ella, harta, cansada y brava, tomó lo que pudo y se instaló en la capital buscando una vida diferente. Trabajó en distintos empleos, se mudó un par de veces y se casó con un joven, que también venía del campo. Mi abuelo, Luis Antonio Hernández Rojas, la enamoró y juntos levantaron un hogar; tuvieron siete hijos, una tienda, tres perros y un plato de comida fresca en la mesa todas las noches.
Mi abuelo falleció un jueves y tiempo después mi abuela fue diagnosticada con Alzheimer. El proceso es lento, pero poco a poco comencé a notar cómo se iba alejando de mi, hasta que solo quedaron el cuerpo y mis recuerdo de ella. Es por eso que escribo esto, porque de mi mente no sale esta mujer de piel arrugada y genio fuerte, que en mi niñez me habló tanto de su hogar lleno de magia, de paisajes verdes y de una cocina de sazón envidiable. Siempre quise visitar su tierra para encontrarme con las personas que la conocían e interrogarlos. Quería saber todo acerca de ella, aunque a mis tíos, mi papá, mis primos y hermanos nos aterraba su tierra natal. Sí por alguna razón alguno se portaba mal, ella nos decía desde muy niños que nos llevaría al Hoyo del Aire. Para ser sincero, siempre le tuve temor aquella amenaza porque pensaba que me lanzaría en un hoyo gigante y moriría. Ahora resulta gracioso pensar cómo una abuela puede decirle eso a su nieto. Realmente los tiempos eran diferentes.
El destino se puso de mi lado y una mañana de noviembre, cuando me dirigía al trabajo en mi bicicleta de ruta, a tan solo un kilómetro de mi llegada me vi envuelto en un accidente. Quedé tendido en la calle, golpeado y raspado. En el hospital mi papá me dio una gran noticia luego de tanto dolor: iría de viaje a La Paz, porque necesitaba un registro civil de mi abuela y como yo estaba recuperándome del accidente, la incapacidad me daba unos días extra de libertad. El viaje arrancó temprano un lunes; mi tío llegó en su camioneta y conocí al primo de mi papá, Argemiro, un dibujante que durante el viaje me mostró los diferentes murales y diseños que había hecho. A mí me dolía el cuerpo, pero conocer algo nuevo siempre traerá consigo una recompensa para el ser y realmente necesitaba ver por mí mismo la tierra de mi abuela. De todo el viaje, lo que realmente me causaba gran excitación era conocer ese hoyo gigante, donde tantas veces escuché a mi abuela contarme cómo lanzaban cuerpos o cómo algunos aventureros trataban de bajar en busca de tesoros o reliquias.
El recorrido en carro es difícil de explicar, soy un pésimo viajero. Almorzamos dos pueblos antes, en Vélez, un lugar increíble; las calles parecían una montaña rusa porque subíamos, bajábamos, giramos por estrechas calles y la gente no respetaba los semáforos. En sus rincones había quienes nos ofrecían camándulas y rosarios.
Salí como un periodista amateur, disparando con mi cámara a todos lados. Foto aquí, foto allá, porque la belleza del pueblo me dejó en shock por unos segundos. Estando en la calle, una mujer que pasaba al frente mío me pareció idéntica a mi abuela; recuerdo que la fotografié, aunque ella no me miro mucho, siguió su camino y nosotros el nuestro. Seis horas de recorrido se me pasaron volando porque dormí la mitad de viaje. Mi tío estacionó antes de llegar al pueblo y allí una mujer llamada Aura Santamaria salió atendernos. Como vio que mi tío era cura, se emocionó, sus ojos brillaban y solo la escuchaba decir “padrecito” (lo uno y lo otro). Nos hizo seguir a su humilde hogar y a mi tío se lo llevó al cuarto del fondo, donde solo se podía ver de lejos una pequeña luz y un hombre que, postrado en cama, tocía enérgicamente con la fe intacta 24/7, sufriendo y creyendo al mismo tiempo. Nos quedamos poco tiempo luego de eso, porque teníamos que llegar al hotel y registrarnos. Cuando continuamos el camino empecé a sentir todo muy familiar, las calles de las que me hablaba la abuela, el verde cubriendo todo de forma armónica y el cielo, sin contaminación, realmente era un paraíso.
Aquel lugar lo conocía por los relatos de mi abuela. Ella decía que el pueblo dormía temprano porque las luces las quitaban a las nueve de la noche, también contaba que, aunque no era usual, tenían fiestas cerrando el fin de semana y debían trabajar con ánimo los días laborales para poder gastar en grande el domingo. Cuando llegamos, los pocos lugares abiertos eran comedores, con platos que realmente dejan a cualquiera con la boca abierta: arepa, caldo, jugo, principio, granos, carne, papa, yuca, plátano... Tal era la cantidad que esa noche sentía que no había cenado, sino que había disfrutado de un festín como nunca en mi vida. El sabor, la frescura y aquella mujer que me dijo “amor” y me miró a los ojos antes de darme el plato con el pedazo de carne caliente, le dieron un toque perfecto a todo. En la noche una gran tormenta cayó encima del hotel y en vez de sentir temor, me sentí al natural, alejado del mundo.
El día más importante de mi vida estaba por suceder. A la mañana siguiente me asomaría al Hoyo del Aire, el segundo hoyo más grande del mundo, pero antes teníamos que desayunar y dirigirnos a diferentes puntos estratégicos antes de ir aquel sitio. El desayuno fue en el mismo lugar donde comimos la noche anterior y la misma señora me dijo “amorcito” antes de entregarme dos platos: uno con una gran arepa, con arroz y pollo encima, en otro con un plátano y dos yucas con algo de caldo. Luego de semejante comida le pregunte por qué servía en esas cantidades, me explico levemente que los campesinos cuando arrancaban a trabajar no llevaban comida, lo único era lo que sus estómagos tuvieran, y como a los carros, lo que comieran debía ser suficiente para poderse mover.
La segunda parada la hicimos en la casa de Marina, una mujer de ojos azules, escasa de dentadura, pero con una sonrisa gigante, que nos invitó a pasar a su casa. Mi tío la bendijo y habló un rato con su hijo mayor. Yo seguía por ahí fotografiando animales, cerdos, loros, gatos... Cuando pasé a la cocina, Marina me invitó a sentar y me dijo que tenía los mismos ojos que mi abuela, yo rápidamente le pregunte de dónde la conocía, cómo sabía de ella y otras interrogantes que salieron de mí sin dejarla responder. Mi padre le contó la historia de mi abuela a Marina. Ella sonrio y aplaudio, estaba llena de dicha, esa misma sensación que mi abuela causaba en mi corazón también lo sentía Marina, que sin conocernos, y nosotros sin haber avisado que íbamos, nos abrió las puertas.
Nos dio una merienda que me puso los ojos llorosos, se trataba de un par de ajíes con un vaso de limonada. Al morder el primero estaba confiado porque todos lo hicieron, pero yo era el único que no estaba acostumbrado al ardor que este generaba en el paladar y la garganta. Jadeaba como un recién nacido ante la mirada burlona de los demás.
La aventura siguió y antes de llegar al Hoyo del Aire nos detuvimos en casa de Ursula, familiar de Argemiro, que también nos invitó a seguir. Se desapareció por unos minutos, pero cuando apareció, llevaba dos totumas de guarapo en sus manos, nos dejó boquiabiertos porque era casi medio litro en cada totuma. Comenzamos a beber, a hablar y a reír como si fuéramos antiguos conocidos. Todos querían una foto con mi tío y que les bendijera la casa. Luego de un rato, nos ofrecieron más guarapo y ninguno se negó, bebimos de nuevo acompañando los tragos con un pedazo de arepa. Comimos para que no nos cogiera la bebida tan rápido y salimos de la casa de María. Frente a su casa, en la calle de enfrente, había una gran casa en proceso de construcción donde vivía Juan de la Cruz, el primo de Argemiro. El hombre, apenas nos vio, sacó de la cocina otras dos totumas llenas de guarapo. La comida no se la pudimos recibir, pero nos reímos otro rato mientras nos contaba cómo se cansó de la ciudad, de los turnos de doce horas, la inseguridad y el miedo, y se devolvió al campo, a vivir en su tierra, a sembrar café, papa, yuca, lulo, plátano (y todo lo que le creciera), estando lejos del tráfico imposible. Orgulloso decía que había cambiado las horas en un bus por atardeceres únicos y la comida recalentada por la servida directo de la hoya.
A pocos metros de llegar al Hoyo del Aire, nos volvimos a detener para esperar a Parmenio, nuestro guía de 1´70 m. Era un hombre serio, siempre con la mirada hacía el horizonte, que sabía hablar inglés. Nos contó que la zona era apetecida por extranjeros, ya que colombianos pocos se veían. En medio de su relato, habló de varias historias: paramilitares, guerrilleros, ejercito, amantes, mafia, el que qusiera arrojar a alguien, o poner fin a su vida, estaba en el lugar perfecto para volar antes de morir.
Cuando llegué por primera vez a tan gigante obra natural, sentí como sonaba la brisa al estrellarse y volver en remolino. Algunos pájaros rodeaban el hoyo sin parar. En un intento de calcular su profundidad lancé una roca, que bajó lento. Tuve cierto vacío estomacal al pensar en que bastaba con pisar mal para caer, porque no hay seguridad. El lugar está olvidado del mundo. Por ningún lado ve uno la alcaldía, ninguna autoridad del municipio, la región o el país, solo estaba Parmenio, con sus ojos cansados, conversando con buena prosa sobre la profundidad, el diámetro y las historias.a
No quería irme porque me sentía en casa. Disfrutaba pensar que había estado sentado en el mismo lugar donde mi abuela alguna vez había estado. Yo quería quedarme, mi abuela seguramente quería irse de este mundo, ya cansada de sus últimos días. Ante la belleza de ese espacio, me cuestioné cómo la gente prefiere la ciudad que el campo. Al volver, Parmenio nos llevó donde Lucia, una mujer que era su prima, que no le estaba yendo muy bien. Cuando llegamos mi tío le bendijo la casa, la señora sonrió y sacó una mantecada de su alacena, estaba encantada y nos contaba que pocas visitas llegaban hasta su tierra, y por eso era un terreno fértil. Su vista era envidiable. Atravesando la ventana, vi los frutos brotar de las ramas y me regalaron una granadilla, que a decir verdad era sabrosa, jugosa y gigante, definitivamente no quería regresar. Pero el viaje era corto, solo necesitábamos el registro civil y lo entregarían a las cinco de la tarde. Depués de eso había que partir de inmediato.
De la experiencia solo me quedaron algunas fotos y los recuerdos en mi memoria. Antes de despedirnos por completo, pasamos por la casa de Marina, quien, sin ser mi madre o abuela, me dio un fuerte abrazo y me dijo que me quería, que me esperaba de vuelta, que en mis ojos veía a mi abuela y que eso nunca moriría.