Redacción: Daneisi Julied Rubio Rosero
Ilustración: Gissel Enciso Ramírez
La tarde bogotana oscurecía en uno de los ventanales de la biblioteca de la Tadeo. En simultáneo, un chico disfrazado de Barba Azul leía un cuento de terror en voz alta, frente a una masa de curiosos dominados por el silencio y la expectación de la escena. Estaba allí por Laura, una amiga que iba disfrazada de novia con la intención de leer un cuento. Mientras esperaba a que llegara su turno, otros misteriosos personajes iniciaron su desfile de historias. Todos teníamos antifaces y un libro en la mano que nos permitía seguir el relato, pero no hizo falta, la mayoría estábamos consumidos por las voces de los narradores.
Luego de una sucesión de historias escalofriantes, Adriana Plazas, docente de humanidades y líder del club de literatura, tomó el micrófono y emprendió el último de los relatos: El corazón delator de Edgar Allan Poe. Tal vez fue el frío de la noche que ya había caído sobre nuestras cabezas o los lejanos lamentos fantasmales del autor, pero los últimos segundos fueron angustiantes. La tensión creció como una bola de nieve que se desparramó en medio de los presentes y nos golpeó con fuerza. Solo se oyó de fondo la música que acompañaba el relato y que cada vez se hizo más fuerte, frenética, cuando ella pronunció el final:
¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón! - dijo casi con demencia y nosotros nos rendimos con un aplauso. De pronto comenzó a sonar un vals y los disfrazados brotaron de las esquinas hacia nosotros, inocentes espectadores del show. Todos seleccionaron una pareja y sin poder oponerme, resulté bailando con el Fantasma de la Ópera. Al final todos reímos. El rito había terminado.
Al abandonar la biblioteca esa noche, me fui con la profunda curiosidad de saber quienes eran el grupo de humanos curiosos detrás de los disfraces. Por Laura, supe que eran los miembros del club de lectura de la universidad y pensé que de ninguna forma eso parecía ser un club convencional.
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Todo comenzó hace más de 10 años, cuando Adriana Plazas era docente de la asignatura Lingüística I y se le ocurrió, junto a los estudiantes de aquel entonces, llevar a cabo un homenaje colaborativo sobre el escritor Edgar Allan Poe. Lo que inició como un acto académico, terminó convertido en un evento cultural de gran escala, lleno de disfraces, lecturas en voz alta y danzas performáticas que se llevaron el aplauso de los curiosos. Luego de eso las reuniones semanales no se detuvieron.
“Este club siempre ha sido underground. Nos reunimos casi en secreto, solo los que queremos, lo único que no falla es el horario. Aquí no hay tareas, listado de libros, ni nada. Solo hay que venir, yo entrego la lectura del día y la compartimos”, me contó ella misma, varias semanas después de ese primer encuentro. Efectivamente es así. No hay anuncio en la biblioteca que diga cuando se reúnen ni funcionario que dé razón. Sin embargo no es un grupo cerrado, lleno de intelectuales o “ñoños” como le gusta decir a ella.
Laura, mi amiga, llegó a ellos por coincidencia una tarde que hacía una consulta en la biblioteca y los escuchó conversar. “ Pensé en acercarme así que me puse a leer mi libro y los observé de lejos. Ellos estaban leyendo, discutiendo y comiendo. Tenían un montón de libros regados por la mesa y se estaban divirtiendo. Me armé de valor, les pregunté si era un club de lectura y de inmediato todos me sonrieron y me invitaron a quedarme. Pregunté qué debía hacer para ser miembro y me dijeron: solo tienes que traer una silla y contarnos tu nombre”. Semanas más tarde, pude vivir en carne propia su relato.
- Hoy tenemos club, ¿vienes? - me preguntó Laura un día en el almuerzo.
- Bueno, si salgo de clase antes de las 5 de la tarde, voy - le dije.
Al final, con unos amigos acudimos a la cita. Arcos. Biblioteca. Ascensor. Tercer piso. Cuando llegamos, la profesora Adriana Plazas nos recibió con una sonrisa enorme, varios pocillos humeantes y una bolsa de galletas. Poco a poco empezaron a llegar los demás integrantes y lo que comenzó como una sesión de lectura de cuatro gatos desconocidos, se convirtió en una charla de varios amigos que tardó dos horas. Recuerdo que jugamos a interpretar los autores y sufrimos con los personajes algunas de sus desdichas. De vez en cuando afloraba el repertorio de anécdotas de cada uno y hacíamos pausas para compartir memorias, pero siempre volvíamos al texto. Así nos cogió la noche entre libros y al dejar el club, supe que acababa de tener una de las charlas más interesantes: conversé en simultáneo con autores de otra vida y amigos de esta.
Varios meses después, Laura y yo volvimos a hablar del tema y me dijo, con absoluta seguridad, que conocer personas de otras carreras y compartir la lectura con ellos es lo más valioso del club.
Hay entre los miembros otros más antiguos, como Alejandro García, que lleva tres años y medio. Llegó luego de una conversación con Adriana Plazas en una clase de Humanidades. Cuando le pregunté qué era lo más atractivo del club de lectura, me dijo: “Vamos a liberarnos, a escucharnos y a conversar. Definitivamente es un anti club y lo disfruto porque no es algo de la universidad, es algo de los estudiantes. Siempre están las puertas abiertas para alguien más, entonces es muy divertido leer algo diferente a lo académico y debatirlo”.
Las veladas literarias parecen las cosas más atractivas del club de lectura, pero hacen otras fuera del claustro universitario que son igual de valiosas. Se reúnen a intercambiar libros y a charlar en otros espacios cuando el tiempo de todos les permite coincidir. Casi siempre, todo lo acompañan con comida. “Somos unos glotones”, me dijo un día la profe Adriana y es cierto, la comida es el puente de reunión.
Cuando no están teniendo charlas sobre lecturas particulares, están preparando la gran velada literaria. Edgar Allan Poe es un viejo conocido, un fantasma que ronda los pasillos de la biblioteca y los acompaña de formas diferentes cuando hacen lectura en voz alta en la Tadeo. La narración de sus cuentos lo invoca y el acude. Nadie puede decir que su espíritu real haya estado en una tertulia, pero varios coinciden en que los textos suyos tienen algo de sobrenatural que los sobrecoge a todos. Alejandro me contó que una tarde, durante una Velada Literaria, alguien estaba leyendo Berenice y las luces se apagaron en medio del relato, todos en la audiencia juraron que había sido planeado, pero solo los miembros del club saben que no fue obra suya.
Ahora mis amigos lectores están preparando la siguiente velada y estoy ansiosa por ir a verlos, con la tarde cayendo a sus espaldas.