Tradición y migración: la fusión entre mestizos y alijunas

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En Colombia existen más de 100 comunidades indígenas, de algunas se escucha hablar más que de otras. Entre las más reconocidas están los Wayuu y los Kogui, que se encuentran al norte del país; pero también están los Kankuamos y Wiwas, con quienes, entre otras tribus más, comparten esa parte del territorio colombiano. Lo cierto es que, pese a la civilización, a la modernidad y al sistema capitalista, ellos mantienen las tradiciones vivas y su cultura intacta.

 

Comunidad y tradición Wiwa

Los Wiwa son una comunidad asentada entre los departamentos del Cesar, Guajira y Magdalena en la Sierra Nevada, al noreste del país. Se ubican entre las montañas que hay que cruzar, ya sea a pie o en mula, durante largas horas por caminitos indios que son sumamente estrechos y están al borde de precipicios.

Hombres y mujeres recorren los senderos descalzos. Las mujeres van con su niño colgado a su espalda dentro de una “buza” o mochila, mientras van tejiendo otra, que seguramente bajarán a vender unos días más tarde. Todos son fuertes, caminan con agilidad y se desplazan con gran facilidad entre rocas y cimas de inmensas montañas; sus pies, grandes y macizos, soportan con gruesos tobillos sus firmes piernas que parecen nunca cansarse.

 

En mula o a caballo, los Wiwa transportan panela para vender en los pueblos de las faldas de la Sierra. Después vuelven camino arriba, cargados de aceite, arroz y golosinas para poder vender en la única tienda que hay en su comunidad. (Foto: Laura C. Gómez Silva)

El paisaje es una mezcla de todos los tonos del color verde y se percibe un agradable olor a tierra. El camino es largo y culebrero para llegar hasta Rongoy, donde una parte de la comunidad Wiwa se asienta; quizá sea la razón por la que aún no han sido alcanzados por la ‘mano blanca’ y el turismo.

Al llegar se respira un aire distinto, las nubes te abrazan mientras caminas. Chozas cuadradas hechas a mano y a base de arcilla se asoman entre la extensa vegetación y los árboles que, confidentes, han sido testigos de todo cuanto allí ha ocurrido.

Los Wiwa tienen la convicción de que cada cosa que sucede tiene una razón proveniente de la madre naturaleza. Están repletos de cultura y tradiciones que han conservado por generaciones.

La labor de los hombres es sembrar la planta de coca y posteriormente las mujeres son quienes recolectan la hoja dentro de las mochilas, que al poner entre piedras ardientes, acaban por tostar para que el hombre pueda poporear. (Foto: Laura C. Gómez Silva)

Las madres se levantan a primera hora de la mañana, cuidan de los animales y riegan “las rosas” -cultivos pequeños de yuca, malanga y plátano-. Tere, una indígena, relata que, para poder ejercer mejor sus labores, “guindan” o cuelgan a sus bebés en árboles con suficiente sombra.

Una de las tradiciones que conservan es, por ejemplo, el “encierro” de las niñas en kunkuruwas [chozas redondas] en las que son aisladas por ocho días, justo después de su primera menarquia. Mientras están separadas de la tribu, deben reflexionar y poner en práctica su habilidad para tejer y confeccionar una mochila al día. Posteriormente, deben unir su vida a la de un hombre para conformar una familia y concebir hijos hasta llegar la menopausia.

Los hombres también tienen su tiempo de aislamiento en el que deciden unirse por primera vez con una mujer y aprenden lo que es poporear y mambear. Se les presenta el poporo [un calabazo seco endémico de la región], en cuyo interior guardan un polvo amarillento a base de conchas de mar y una flor. La sacan con un palo de madera para mezclarlo en su cachete con una bola de ayu [hojas de coca tostadas] mambeando esta mezcla hasta no sentir más su sabor. Después, sacan el palo de madera y frotan la combinación de saliva, hojas húmedas y conchas, contra la parte superior del poporo, dejando una marca amarilla que con el tiempo va creciendo e incrementando su volumen.

A los niños, buscan mantener con su inocencia intacta, debido a que desde muy temprana edad se les otorgan responsabilidades. Para los Wiwa no hay una etapa de juventud o adolescencia; un día se es niño y al otro día ya eres mayor. (Foto: Laura C. Gómez Silva)

Es un ejercicio que repiten una y otra vez durante toda su vida y pasa a ser parte de su identidad como hombres: cargan al hombro una mochila para llevar el ayu exclusivamente y, cuando se saludan entre hombres, intercambian las hojas de coca tostadas de una mochila a otra.

Entre los Wiwa se destacan los Mamos, quienes son guías espirituales con dones innatos que desarrollan durante su juventud para que, una vez llegue el momento de convertirse en adultos, puedan ayudar a su comunidad a través de sus saberes. Algunos Mamos se encargan de los pagamentos a la madre naturaleza, de agradecerle y retribuirle todos los favores que se le piden. Leidy, una habitante de la región, asegura que llueve los días en que los Mamos hacen ofrendas para acabar con la sequía. Otros Mamos se encargan de proteger a quienes emprenden travesías (los amparan de accidentes y de cualquier daño) y otros, como Manuel María Nieves, de sanar enfermedades mentales, espirituales o físicas.

 

De la Sierra a otras tierras, migración a centros urbanos

Eran los años 60 y mientras Colombia ponía en práctica un acuerdo bipartidista para gobernar el país, Manuel Maria Nieves, mambo de los Wiwa, tras varias visitas de Melida y Amelia (unas señoras que subían constantemente a la Sierra e intercambiaban almojábanas y dulces por maguey, malanga y mochilas), se motivó a migrar a la civilización de Guayacanal, un corregimiento de La Guajira. Allí, en ese pueblo pequeño de calles largas como serpientes, Manuel se volvió famoso. Este botánico y curandero empezó a recibir pacientes provenientes de todos los rincones del país, y lo último, que por esas épocas se imaginaban quienes vivían en Guayacanal, era que un indígena de la Sierra haría sonar y reconocer el nombre de su pueblo mientras usaba sus conocimientos Wiwa y habilidades curativas.

Muchos de los niños, acompañan a sus padres en los viajes desde la Sierra hasta los pueblos; este temprano contacto con “los hermanos menores” es la razón por la cual terminan por aprender a hablar español desde una temprana edad. (Foto: Laura C. Gómez Silva)

Fue tal su auge, que el compositor y cantante de vallenato Alfonso “Poncho” Zuleta emprendió varios viajes hacia este corregimiento con el fin de aliviar a su padre, Emiliano Zuleta, de una enfermedad que, según cuentan, lo estaba llevando a la muerte. Compuso entonces una canción en agradecimiento y la tituló para su reconocimiento: El indio Manuel María.

Ay, yo tuve una enfermedad

Que nadie la conocía

Y solo me pudo curar

El indio Manuel María

Lo cierto es que Nieves se asentó en este nuevo lugar, pero nunca dejó atrás la cultura de la comunidad que le había enseñado todo cuanto sabía.

La vida era distinta: debía calzar zapatos, dormía en cama y a la comida agregaban sal. Ya no debía caminar sobre montañas, ahora eran parte de un paisaje que podía ver desde Guayacanal. Mientras sus hijos crecían, Manuel les transmitía sus conocimientos y les enseñaba el legado de sus conocimientos.

Katherín Fragoso es el vivo ejemplo de este agasajo. La bisnieta del famoso Manuel María Nieves hoy recoge los pasos de su ancestro. Sus abuelas Nuris Fragoso y Noris Ninfa le enseñaron desde muy pequeña a utilizar el maguey e hilar fique en la carrumba, la misma con la que aprendió a tejer mochilas tras largas horas de práctica durante su niñez.

Aunque nació y creció en medio de la civilización, Katherín nunca dejó de admirar la cultura que llevaba atrás. Al finalizar el colegio no sabía qué camino tomar. Su tío Julián Daza, un líder político de la comunidad Wiwa, no paraba de motivarla a visitar la Sierra y recordarle de dónde venía. Así que, recién salida del colegio, emprendió su marcha loma junto a quince Mamos que se dirigían a hacer un pagamento.

El chinchorro es algo que quedó grabado en la memoria de Katherin, desde niña dormía en uno que su abuela colgaba cada noche. (Foto: Laura C. Gómez Silva)

Después de horas caminando entre árboles que se hacían cada vez más altos, y en donde el paisaje se tornaba más verde, el gran Mamo Moisés, admirando la fuerza y el valor de esta jovencita, decide bautizar a Katherín a orillas de una enorme laguna en el Nevado Dumena, otorgándole justamente ese mismo nombre, que traduce: mujer hermosa. Desde entonces, ella tenía una meta marcada, quería volver a la civilización con la idea de estudiar medicina: Katherín Fragoso, tal y como su bisabuelo, quería curar a la gente.

 

Llegada a las aulas, la búsqueda de la fusión de dos saberes

Meses más tarde, recibe un mensaje de una persona que había conocido en aquel viaje a la Sierra, Lorenzo Gil, su amigo. Quien hoy en día cuenta cómo, al enterarse que ella, desilusionada, estaba a punto de olvidarse de su sueño de estudiar en una universidad por cuestiones económicas, no dudó en comentarle que había conseguido una beca en una de las universidades más prestigiosas del país, todo y gracias a que era Wiwa.

A Katherín le había llegado un segundo aliento y estaba lista para alcanzar sus metas, aunque tuviera que emprender otro viaje, de nuevo, hacia lo desconocido.

Alrededor del poporo, esta comunidad conserva ciertos mitos. Por ejemplo, si la parte superior de este calabazo se parte, está anunciando que la mujer del hombre a quien pertenece ese poporo, se va a enfermar gravemente. (Foto: Laura C. Gómez Silva)

Hay a quienes les preocupa el impacto social de la migración indígena hacia las grandes sociales. Benjamín de la Pava, antropólogo y sociólogo de la Universidad Nacional, nombra posibles riesgos o amenazas como la potencial pérdida de la lengua “Damaná” o de su vestimenta, a causa de la dilución cultural de estas personas hacia centros urbanos. No obstante, de la Pava rescata que estas migraciones no acaban con las tradiciones más antiguas y que son vitales para ampliar el conocimiento e implementarlo en la comunidad.

El Mamo Román, por su parte, está de acuerdo con que los niños de su comunidad (Wiwa) se dirijan a la capital a estudiar los saberes del mundo occidental -o como él prefiere llamar a los citadinos, “hermanitos menores”-. Todo esto, recordando los saberes que inicialmente les enseñaron desde que eran pequeños. Lo anterior es lo que el psicólogo Alexander Torres llama “glocalización”, la mezcla entre elementos locales con los globalizados, priorizando siempre las tradiciones ante la mundialización cultural que termina por diluir las fronteras sociales, actuando entonces, como una barrera o protección de lo cultural.

Juan Sánchez es uno de los coordinadores del Programa Interacciones Multiculturales de la Universidad Externado de Colombia, afirma que, por medio de este programa, indígenas como Lorenzo y Katherín pueden estudiar ciertas carreras con el compromiso social de volver a sus comunidades y utilizar los conocimientos que aprenden en la universidad. La institución proporciona un espacio para que semanalmente se reúnan los estudiantes que pertenecen a este programa, con el fin de dialogar sus experiencias, junto al profesor y también indígena, Juan Muelas.

La aldea. (Foto: Laura C. Gómez Silva)

Así es como hoy por hoy esta indígena Wiwa consiguió entrar a las aulas del Externado. En donde, junto a cada vez más indígenas, busca aprender y extender su conocimiento al máximo para retribuirle no solo a su comunidad sino a muchas más, que según cuenta la joven Fragoso, en varias ocasiones requieren de una voz o persona que intermedie entre ellos y “los hermanos menores”. 

En la actualidad Katherín se prepara para adquirir un saber universal, diferente al que su comunidad lesenseña desde niños; pero no para olvidarse de sus costumbres o tradición, sino para fusionar ambos saberes y tal y como lo hizo su bisabuelo mostrar que los saberes de la Sierra resultan tan valiosos como los del resto del mundo.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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