*Al final de este texto encontrará una nota marginal, por si no conoce alguna palabra o le parece muy extraña.
Era sábado, día de riego y de descanso en este invisible pero existente lugar. La falda de la montaña guardaba en sus prenses una casa tan gris como la mañana, impenetrable a simple vista, de esos lugares en los que los citadinos somos torpes y no sabemos movilizarnos. De pronto, en aquella obra gris, apareció una señora. Llevaba puesto un delantal verde oliva que la hacía parecer un pedacito andante de montaña, con su cabello trenzado y un coqueto sombrero de cinta.
La curiosidad me abrió el camino hacia este impenetrable lugar, me recibió la familia de aquella mujer con un poco de desconfianza. Ninguno escatimó en echarme un ojo de arriba abajo, pues verme vestida de jean, con tenis, con chaqueta de cuero y una cámara fotográfica colgada del cuello, seguro les resultó curioso e intimidante.
– Me llamo Rosa María – me dice aquella mujer que me recibió con una grata sorpresa. Doña Rosa tenía una madeja en sus manos, estaba hilando la lana de su oveja ‘’linda’’, con la que se producen las ruanas ‘’más calienticas y de buena calidad’’ de la región. No son costosas, en realidad ciento veinte mil pesos es un módico precio para un producto hecho cien por ciento de lana pura y de manos de los campesinos que conocen a la perfección todo el proceso, desde la esquilada de las ovejas hasta cómo se producen en el telar, y todo lo que hay en medio.
Las ovejas producen una vez por año la lana suficiente para crear una prenda de estas, cuando llega el momento de esquilar las ovejas, es decir, cortarles la lana, se requiere de una destreza única con los esquilones, las tijeras especiales que doña Rosa y su hija tienen que pedir prestadas, que son de tamaño considerablemente grande y con unas cuchillas bien afiladas, pues la lana de oveja tiende a ser dura, y de este modo se puede cortar desde el cuero del animal.
Para que la lana llegue al punto de estar en esa madeja que tiene Rosa entre sus manos, hay que lavarla con agua caliente, pues tiene grasa y suciedad del campo, se estira y se pone a secar, luego se hace manilla, que significa enrollarse la lana pura en el brazo para luego hilarla en la madeja, se saca y se hace uvillo, es decir, se hace una bolita de lana, como las de estambre; se pone a torcer la lana del hilo más delgado al más grueso, de allí se crean las hebras, se pueden hacer una, dos, tres, hasta cuatro hebras, y esto influye en el diseño de la ruana; luego se vuelve a lavar, pues las manos que la trabajan casi siempre son las mismas que ordeñan y que recogen los cultivos, por lo tanto, están inocentemente untadas de la tierra.
La ruana en el campo es como un reemplazo de la capa o el redingote en los hombres, que llegaron a la ciudad por influencia francesa e inglesa que los politiqueros de la alta sociedad vestían; en las mujeres, por ejemplo, la ruana es la sustitución de los chales, chalinas y pañolones de telas finísimas que solo podían adquirir las mujeres de clase alta. La ruana es una prenda autóctona esencial, ligada a las costumbres y a la tradición artesana de los campesinos, además, en la ciudad de Tunja, y en general todo el departamento de Boyacá, la ruana se ha caracterizado por ofrecerle resistencia a la dureza del frío. - Ya va a empezar la nevada, de marzo pa´rriba empieza a llover, las nevadas se acaban en diciembre.
En tiempo de nevada uno se pone una ruana y no siente frío – cuenta Rosa, señalándome los picos de las montañas cubiertos de neblina, con una sabiduría increíble y acertada acerca del clima y sus variaciones, pues no es coincidencia que en la ciudad estemos en temporada de lluvias.
La mayor parte de las ruanas y de prendas de vestir fueron elaboradas por manufactura nacional, a las personas de clase popular nunca les llamó la atención vestir productos extranjeros por apego a su tierra, a su tradición y por apoyar la industria textil que se estableció en el Socorro y en Tunja. Como es común en cualquier sociedad, el poder de adquisición de las personas varía, también los mercados, de este modo las clases inferiores fabricaban las ruanas con manta o tela de algodón común, las cuales, en la actualidad, se comercializan en las plazas de mercado, y su valor oscila entre los cincuenta o sesenta mil pesos, pero estas no abrigan tanto como las de lana pura, es decir, existen imitaciones hasta de las ruanas.
Doña Rosa es incapaz de comprar una ruana o un sombrero que no sean de excelente calidad, eso sería traicionar el trabajo de sus propias manos, todo un legado, además, siempre ‘’es mejor comprar algo carito pero que dure’’, sin embargo, y a pesar de tener clara su posición frente a sus raíces, hace poco más de un año probó algo completamente nuevo en cuanto a indumentaria se refiere, aquella prenda que era exclusiva para hombres, pero que con la liberación femenina se convirtió en toda una revolución, el pantalón.
- Al principio me parecía como raro, como uno no estaba enseñado. Mientras uno se enseña las faldas quedan a un lado. Me incomodaba, pero ya me enseñé- dice. El vestido representa las expresiones de la vida cotidiana y cumple la función de abrigar y lucir. En Boyacá, a través de la indumentaria, se refleja la idiosincrasia, el nivel cultural y social de las personas teniendo en cuenta el calzado, la calidad de las telas, los accesorios o peinados.
En esta región, la poca variación del vestuario a través del tiempo, demuestra que la sociedad no ha sufrido grandes cambios y se conserva en gran parte de la zona la herencia y la tradición hispano – indígena. En el siglo XIX se fabricaba ropa con telas nacionales como el lino y la fibra textil, luego comenzaron a llegar telas importadas, fue entonces cuando el comercio local comenzó a expandirse y la moda tuvo variaciones, tanto en la calidad de los textiles como en el diseño.
No existía entonces gran diferencia en el diseño y la estructura de los trajes de las clases altas y bajas, pues las mujeres vestían las mismas prendas: enaguas, sayas, camisolas, faldas, corsé y casacas. La única diferencia que había era la misma que hay con las ruanas de lana y las de algodón, sí, la calidad de los materiales de confección, además de la cantidad de ornamento que tenían las prendas.
A pesar de que el atuendo femenino tuvo cambios significativos, el del hombre siempre se ha caracterizado por incluir su personalidad innata, simple, básico y lo suficientemente versátil para poder adaptarse a cualquier ocasión. Entonces, en pleno siglo XXI, pasar de ponerse enaguas y amarrarse bien a la cintura todo tipo de faldas y delantales para marcar la figura femenina y hacer ver las caderas anchas, a usar solo una prenda, tan cómoda, práctica y sencilla, requiere, aunque no parezca, de un gran proceso mental y de adaptación tanto para la mujer como para el hombre, pues esas benditas faldas de colores y flores empoderaban a la mujer campesina, le daban estatus y el respeto que merecían, mientras que los típicos delantales reflejaban la limpieza y el orden de quien los portara, así, de generación en generación, el vestido de la mujer se convirtió en un elemento de suma importancia, pues no solo eran prendas de vestir puestas al azar, eran algo más, una manifestación completa del carácter, la fuerza y la dulzura representativas de la mujer, una representación de emociones, a veces tan alegres como el rosado encendido o el azul cielo, a veces tan profundas y tristes como el negro.
Los domingos son para ponerse una pinta como "Dios manda’’, pues es día de misa, el evento social más importante de la semana, se debe procurar ir bien vestido. Las mujeres se ponen sus mejores tacones, de poco menos de cinco centímetros, pues más vale cuidarse del cansancio que de las apariencias, nunca faltan las faldas, debajo de la rodilla y con la pretina bien puesta en la cintura, las blusas con algún tipo de ornamento, y ya entradas en gastos, no están de más los prendedores, anillos, aretes y camándulas de maderita o de oro; los hombres, por su parte, más básicos, pero no menos elegantes, se ponen su mejor traje.
La casa de Dios merece recibirlos con su calzado más lustre, su mejor pantalón y su camisa más blanca; antes de salir, tan importante como no olvidar las llaves de la casa, lo son la ruana y el sombrero, en hombres y mujeres, ninguno quiere pasar frío, tampoco dejar de lucir sus adquisiciones culturales más preciadas. Suenan las campanas, son tres los llamados que retumban en todo el pueblo para convocar a la misa, de momento llegan los fieles, su ritual comienza desde antes de entrar a la iglesia, pues guardando una devoción enorme, cada persona se quita su más preciado y especial sombrero antes de siquiera pisar el templo sagrado, pues este es el acto de respeto más sincero que una persona pueda demostrar – uno se quita el sombrero en la iglesia porque es santa – me dice Eugenia, una mujer del campo radicada en la ciudad.
Los colores, tan bien combinados de su atuendo, llaman la atención, su delantal azul, su saco tejido rojo, la ruana de color gris y el sombrero negro, pues no es usual ver colores vivos en una ciudad donde la mayoría viste como la temperatura lo indica, de grises y tonos casi que congelados.
Todo este ritual basado en un accesorio tan simple pero contundente, se remonta a 1870, cuando se fundó la Sombrerería Richard, ubicada hasta el sol de hoy en la esquina de la catedral de Tunja, siendo desde entonces parte fundamental del marco de la plaza de Bolívar.
La sombrerería fue creada por los hermanos Jorge Richard y Enrique Richard, pero desde 1949 está en manos de José Liceo Vega, quien tiene 95 años, y desde entonces, ‘’se ha luchado todo el negocio’’, afirma su esposa; la procedencia de los sombreros varía con la llegada de la radio en los años treinta, el campesino va adoptando conceptos modernos de influencia europea en su indumentaria, en esta época el sombrero se popularizó debido a la llegada del cine argentino y con este, Carlos Gardel, el cantante que usaba sombreros de ala corta con cinta ancha, llamado en honor a él y a sus famosos tangos, el sombrero Gardeliano, que ha logrado mantenerse y perdurar en el tiempo - Los sombreros sí son caritos, ciento veinte mil pesos. Están hechos en paño, pero duran casi un año, se dañan cuando uno los echa al ‘’matadero’’, se dañan con los días, si se lavan o les cae agua, ya pierden el color, se van acabando y se echan a quemar – comenta doña Rosa a su hija.
La tierra y el trabajo de ella le permiten comprar sombreros costosos y de buena calidad, mientras que Eugenia los compra en la plaza de mercado, donde encuentra todo a un precio más accesible, esto le permite tener un armario lleno de tradición más amplio y vanidoso. La moda fue apoderándose de la capital boyacense, se creó la famosa ‘’vuelta al perro’’, que comprendía la cuadra en la que se encontraban los almacenes más populares de la ciudad, allí había desde ferreterías, sombrererías, sastrerías, reparaciones de indumentaria, y uno de los almacenes más antiguos de la ciudad que se convirtió hasta el día de hoy en un lugar indispensable para la ciudad, el almacén La Samacá. Este almacén abrió sus puertas al comercio el 2 de febrero de 1913, con 106 años, es un almacén de tradición que desde siempre ha pertenecido a la familia Acevedo-Montañez; su actual dueña, Martha Acevedo, pertenece a la séptima generación, pasando por sus abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y demás.
El nombre de este almacén hace referencia a la manta Samacá, un textil que la gente pudiente del campo, como doña Rosa, que debido a sus cosechas y a lo que producen sus tierras, pueden adquirir este tipo de telas. Con la manta Samacá se podía crear todo tipo de prendas, desde pañolones para las mujeres hasta trajes completos para hombres; para que un sastre pudiera elaborar uno de estos eran necesarios siete metros de tela, aproximadamente, pues esto comprendía la confección del pantalón, el chaleco y el blazer, para las mujeres, en cambio, se iba menos tela, pues el pañolón era la prenda que se elaboraba con este tipo de textil. La Samacá se ha convertido en un almacén de tradición, indispensable, porque todas las personas de la ciudad en algún momento van a comprar cualquier cosita allí, desde agujas e hilos, hasta parches para hacer remiendos, telas, cintas, elásticos, en fin, este almacén guarda en sus vitrinas hasta juguetes de aquellos con los que nuestros papás jugaban, y si hay algo que no se encuentre allí, que el cliente no se preocupe, pues si no es Martica, cualquiera que trabaje allí se lo consigue.
- Me gusta vestirme de todos los colores, rojo, azul, negro, verde, rosado, me gustan mucho los colores-, me responde doña Eugenia al preguntarle por qué usa tantos colores en su ropa. Doña Rosa tiene la gran habilidad de predecir el clima. Eugenia parece que dominara muy bien la escala cromática, y me atrevo a decir que, en su sabiduría innata, se encuentra algo de la teoría del color. En medio de sus dramas económicos muestran una fortaleza increíble, a pesar de los años, y cuando les sobran algunos pesos, sin perder el rastro de la vanidad, van a La Samacá a comprar cualquier cosita. Para doña Eugenia es imposible vestir de otra forma, nunca ha usado pantalón y ni se lo quiere imaginar, además de esto, siempre ha llevado con ella el delantal como complemento necesario, pues desde pequeña, su mamá le enseñó a llevarlo siempre como parte de ella, para no ensuciarse y darle el debido cuidado a cada prenda que está por debajo, ‘’pues eso cuesta, y como todo, hay que cuidarlo’’.
El peinado es de suma importancia para complementar cualquier atuendo que la campesina quiera lucir, casi todas tienen largas cabelleras que, según sus creencias y su experiencia, se la deben lavar con jabón Rey, y como resulta un poco incómodo manejar el pelo a la hora de trabajar o de hacer cualquier oficio, resuelven recogerlo en una trenza, peinado que es típico de las mujeres de los campos boyacenses, y que van perfecto con sus sombreros.
Doña Eugenia ama los accesorios y le tiene sin cuidado si son o no de buena calidad, no tienen que ser de oro, basta con que se los haya regalado su hermana de cumpleaños para hacerlos una pieza única para lucir, así como sus delantales y blusas que son en su mayoría obsequios, y los luce como si quisiera dar las gracias cada que los viste de esa manera tan particular y autóctona, evocando sus raíces, expresando lo que los campesinos significan.
Veo a doña Rosa despedirse con la mano desde su casa en medio de la montaña, cuando emprendo el camino de regreso comienza a llover, ‘’la nevada hubiera podido esperar a que saliera de aquí, no tenía que llegar tan pronto’’, me dije; al día siguiente era yo quien se despedía, no desde lejos sino con un gran abrazo a doña Eugenia, le escribo en un papelito mi número de teléfono y se lo guardo en el bolsillo de su delantal, pues si algo aprendí, es que es una de las prendas más importantes, y asumí que allí no lo perdería, ella sacó el papel, lo dobló a su modo y lo guardó dentro de su sombrero, el único que tiene, y quizá, al final de todo, es en la cabeza, debajo de un sombrero costoso o barato, donde se guarda lo más importante.