Así me escapé de Gorgona

La Penitenciaría de Gorgona, ubicada en el Pacífico colombiano, funcionó entre 1960 y 1983, allí albergó a reclusos de distintas partes del país. Hoy, los visitantes no solo pueden gozar con total libertad del canto de las ballenas jorobadas, sino que pueden recorrer los vestigios de lo que fuera la prisión más segura del país, pues teniendo como guardia al mar y centinela a la selva, era difícil escapar de allí.

Durante toda mi vida mi familia siempre me hablaba de una leyenda, una leyenda que yo no conocía, una leyenda que creía inventada. Decidí hablar con su personaje principal. Para ello, llamé a su hija Francy López y exesposa Doris Vidal, quienes residen en España.

Francy me habló de un cortometraje que habían hecho de su padre hace ocho años, y la señora Doris me dijo que él era un hombre que creía mucho en sí mismo, pero no quiso indagar más en el tema porque, cuando estaban juntos, él era prófugo de la justicia. Alejandro, que vive en Cali y es hermano de Francy, me dijo que fueron tiempos difíciles porque su papá era uno de los hombres más buscados de la época.

Decidí contactarme con él y aunque aceptó contarme su historia, seguía siendo un fantasma que todavía tenía luz, que estaba presente en la vida y muerte de quienes compartieron con él.

 

Alberto López en la actualidad, después de haber cumplido su condena. (Foto archivo: Alberto López)

 

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Alberto López nació el 16 de noviembre de 1953 en la vereda de Marticas en Acevedo, Huila, donde vivió su niñez y gran parte de su adolescencia. Es el mayor de cuatro hermanos. Lo tuvo todo en abundancia hasta que su padre enfermó de cáncer cuando tenía diez años y, al poco tiempo, falleció. Fue entonces cuando Alberto comenzó a trabajar para poder llevar algo de comer para su mamá y hermanos.

Un día, cansado de la pobreza y desesperado por conseguir ingresos, Alberto decidió irse de casa. Su amigo y primo Chepe Ramírez se propuso a acompañarlo a buscar suerte.

— Esa noche no dormimos pensando en qué íbamos a hacer. Decidimos tomar un bus a Guadalupe, en el Huila, y allí debíamos tomar otro que nos llevaría a Florencia, Caquetá.

Llegaron a Florencia a eso de las cinco de la tarde. Tenían miedo, no conocían más que su vereda. Comenzaron a buscar en el pueblo a Nelly Ramírez, hermana de Chepe, y a Marcos Mora, su esposo, a quien llamaban El Mocho Mora.

— Cuando llegamos a casa de Nelly se alegró mucho al vernos, nos abrazó y en tono de burla nos dijo “¿Se escaparon?” y nosotros con inocencia respondimos que sí. Después, el señor Marcos se presentó de manera muy educada. Mi primo y yo estudiamos hasta segundo de primaria, entonces se imaginará usted lo aterrados que estábamos con su forma de expresarse.

En Florencia fue creciendo, conoció el trago y le gustó, conoció mujeres y le gustaron.

— Un buen día conocí a un familiar de una de mis novias. Me planteó un negocio de mucha plata y lo acepté. Fuimos por la plata y, cuando se dieron cuenta de que era un robo, una de las tres personas que estaban ahí sacó un revólver y encañonó a mi compañero. Él le pegó al hombre, le quitó la pistola y a las otras dos personas tocó “darles muerte”.

Desde allí su tranquilidad se esfumó: sentía que le había fallado a Dios y a su madre. Mientras tanto, el hombre que los envió a hacer el robo (y cuyo nombre no recuerda), fue capturado, intentó escaparse y lo mataron, no sin antes delatar a Alberto y su compañero, quienes fueron capturados a los pocos días.

 

Alberto López junto a su perra Jacqueline en la cárcel de Valledupar. Jacqueline lo acompañó por más de 15 años, incluso en la fuga de su dueño de la cárcel Gorgona. (Foto archivo: Alberto López)

 

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— Llegué a la cárcel Palo Mango de Florencia. Me asignaron un abogado de oficio y como no tenía un peso para pagarle no hizo nada por mí. Me dieron la pena máxima: 24 años. Me pareció injusto porque yo solo tenía 23 años, me cayó como un baldado de agua fría.

A los pocos días llegó a su mismo patio un hombre que había terminado de pagar condena en la isla-prisión Gorgona. A raíz de las historias de injusticias cometidas allí que este personaje le contaba a Alberto, Cleves, como lo llamaban en la cárcel, solo pensaba una cosa: tengo que volarme, tengo que salir de aquí.

Entonces comenzó a planear el primer escape de su vida. Un buen día, como él lo describe, junto a sus compañeros de celda, pusieron un cajón e hicieron una escalera entre ellos para alcanzar el cielo raso que estaba aproximadamente a tres metros de altura. Con unos guantes de boxeo armaron un muñeco en su reemplazo y lo taparon con una cobija. En el momento en el que estaba terminando de romper el techo, se acercó un guardia y se quedó mirando fijamente a la cama, decidió tocar el muñeco y se dio cuenta que Cleves no estaba. ¡Fuga, fuga! Gritó.

Los guardias comenzaron a buscarlo, uno de ellos se subió al techo y lo encontró escondido en un rincón. Le pidió que bajara y que no hiciera nada al respecto, así no tendría que dispararle.

— Yo estaba bajando la escalera que daba a uno de los patios, y el director, al que llamaban Casco de Burro, le dijo al dragoneante, “marica, le tembló la mano, ¿por qué no mataba a ese hijueputa?”, a lo que le respondió, “señor director, deme la orden por escrito y yo lo mato”. En ese momento yo toqué suelo, y de la ira tan grande que sentía, saqué la mano, se la metí en la jeta al director y le dije, “gran hijueputa, por qué no me mata usted si es tan hombre” y, en menos de nada, estaba metido en el calabozo.

Cleves comenzó a ser para ellos un personaje de alta peligrosidad. Después de hacerle firmar un compromiso de buena conducta, lo llevaron al pasillo de gorgoneros, que se componía de unos 60 u 80 presos en el Penal de Palmira, Valle, donde permaneció por tres semanas.

“Rumbo a Siberia mañana saldrá la caravana, ¡quién sabe si el sol querrá iluminar nuestra marcha de horror!” cantaba Alberto con tristeza, sabía que era el momento: lo subieron a un bus junto a otros presos rumbo a Buenaventura. Angustiado y temeroso, solo deseaba con todo su corazón que el bus se volcara y no llegar nunca a ese infierno inhumano.

 

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Al llegar a Buenaventura los trasladaron a un barco pesquero que los estaba esperando y luego entraron directamente a la bodega.

— Allí habían unas mujeres que me miraban con lástima. A mí, Luis Antonio López Cleves.

Era la primera vez que escuchaba su nombre real, sabía que se había cambiado de nombre, pero no me había atrevido a preguntar cuál era.

El trayecto duró casi toda la noche. Cuando llegaron al muelle de la Isla-prisión Gorgona, lo primero que llamó la atención de Alberto fue un letrero en la entrada que rezaba: “Bienvenidos al puerto de sal si puedes”. Lo hizo entender que había llegado al mismísimo infierno.

Los llevaron a una cancha donde recibieron el primer sermón que los directivos solían hacer: que no les interesaba el comportamiento que habían tenido, sino el buen comportamiento que tendrían en la prisión; que no volverían a ser llamados por sus nombres, sino por números; y que estarían divididos en tres patios. Alberto ya no era Alberto, ni Luis Antonio, tampoco Cleves. Era 542, en el patio número 2, el más peligroso.

 

No permitían colchones en los dormitorios. Debían dormir sobre las tablas y sin cobijas. Si necesitaba ir al baño debía decir “permiso, el interno 542 necesita ir al baño”, y podía ir siempre y cuando el guardia de turno estuviera de buen humor. Si se escapaban para ir al baño, los castigaban formando en el patio, al sol, sin moverse durante tres horas o más, si se movían o producían algún ruido. En los patios no podían hablar más de dos personas, y debían caminar siempre, si veían grupos de tres o más, los castigaban.

Los prisioneros debían conseguir trabajo para obtener algo de dinero para sus cosas. Existían diferentes grupos de trabajo: de leña, pesca, marranera, siembra, aseo y jardín, todos fuera de la cárcel.

Patio 3. Destinado para los condenados por homicidio, sedición y rebelión. (Foto archivo: Libro Guapos, valientes y matones de Dagoberto Salazar)

— López López, el director de la prisión, me dio permiso para trabajar en el taller, había muy buenos artesanos. Con un amigo trabajábamos el acero, lo primero que hice fue unas crucecitas que con suerte vendí a la armada.

La Isla no tenía visita conyugal. Algunas veces llegaba un guardia y pedía cierta cantidad de hombres. Ya todos sabían, los que hacían primero la fila, salían a la playa y los estaban esperando unas mujeres, a las cuales tenían que pagarles para cumplir sus deseos sexuales.

— En el patio conocí a un muchacho un poco mayor que yo, era alto, rubio, pecoso, sobrino del Ganso Ariza, su nombre era Pedro Ariza, hicimos una bonita amistad.

Pedro trabajaba en el grupo de leña y le ayudó a Cleves a hacer el cambio. Eran aproximadamente doce personas en el grupo, llevaban la leña y les daban el almuerzo en crudo para prepararlo. Era el grupo que más querían porque les tocaba el trabajo duro, debían cortar los árboles para llevar la madera a la orilla de la playa, donde luego iban playa abajo halándola con manija y palanca hasta llegar a la boca del horno y luego devolverse para repetir el trayecto de casi cuatro horas.

Alberto llevaba un mes trabajando en el grupo de leña, y un día se encontró una perrita que era de un interno. Tenía de seis a siete meses, a primera vista se cayeron bien, “ella me quiso y yo la quise, nos enamoramos”.

La perra se llamaba Jacqueline, su amiga fiel. Luego se unió otro perro, Tarzán. 542 no estaría más solo, ahora serían él y sus dos perros, lo único que tenía en su vida.

A la cárcel llegó “Araña”, un hombre fuga; a ellos se les tenía mucho respeto. A la hora del almuerzo era prohibido hablar pero ellos se las ingeniaban. Cleves se acercó al tal Araña.

— Hermano, ¿una fuga aquí? — El hombre lo miró de arriba a abajo, luego respondió.
— ¿Tiene plata?
— ¿Usted cree que si tuviera estaría aquí?

Nunca más volvió a dirigirle la palabra.

 

***


Un día, Alberto estaba en la playa recogiendo fruta con su amigo Pedro. Los guardias solían darles permiso por su buen comportamiento y porque se llevaban parte de la cosecha. Se sentaron en una quebrada y Cleves por fin habló.

— ¿Sería bueno volarnos, no?
— Viejo Cleves, hace días que quería decirle eso, siempre he querido salir de esta maldita Isla, todo mundo le tiene miedo a este monstruo, pero vamos a hacerla.

El 24 de septiembre se celebra el día de las Mercedes. Ese día el viaje de Buenaventura a Gorgona era gratis, así que algunos familiares iban de visita.

— Ese fue un día triste para mí, porque uno siempre espera que alguien vaya, y nunca nadie fue a visitarme. Solo llegaron visitas para veinte presos. Tiempo después hice una carta para Marcelenda, esposa de un primo. Fue la única cartica que recibí en el tiempo que estuve allá, junto a dos mil pesos, esa noche no dormí de la alegría.

Era sábado en la tarde, y en la playa estaban pescando unos negros, se acercaron con Pedro y Jacqueline, les ayudaron con la pesca, como usualmente lo hacían, para que les dieran algunos pescados y se los dejaran más económicos. Cleves vio una canoa vieja y les preguntó que en cuánto se la vendían, a lo que le respondieron que a dos mil pesos, “a dos mil benditos pesos”, que era lo único que él tenía. Habló con los directivos para la aprobación de la compra de la canoa para ayudar a llevar la leña.

Lo que nadie sabía era que esa canoa sería la que utilizarían para escapar de la Isla.

 

Parte de la Isla Gorgona por donde los presos intentaban escapar, aunque la marea siempre era alta. (Foto archivo: Libro Guapos, valientes y matones de Dagoberto Salazar)

Durante tres meses se prepararon, trabajaron duro para tener fuerzas suficientes, se abastecieron con comida, enlatados, panela, galletas, avena, galones de agua y más. Un día dejaron la canoa amarrada en la playa, como usualmente lo hacían, pero había marea alta, y comenzaron a morder el lazo hasta arrancarlo, para que pareciera que la marea lo había destruido, y guardaron la canoa junto a los alimentos en una cueva cerca.

En noviembre decidieron irse. Entraron a un grupo de teatro, el cual hacía los ensayos en la noche. Esa noche novembrina pidieron permiso, salieron y, en un descuido, se fueron al monte.

— El tonto del Tarzán se quedó, pero Jacqueline sí fue conmigo, llegamos a la boca del horno, botamos la canoa al agua, nos montamos y nos fuimos. Estuvimos en marea como hasta las dos de la mañana. Los tres: Pedro, mi perra y yo estábamos optimistas, queríamos tocar tierra firme.

Por lo general, a altas horas de la noche el mar comienza a picarse y les dio batalla con una ola implacable que volteó la canoa: la comida y los tres tripulantes cayeron al mar. Duraron unos minutos perdidos entre sí, pero después se encontraron con la canoa. Estaban muy preocupados, nadaban.

— Ahí encontré un costal que había quedado en la punta de la canoa con una taza o recipiente, los aseguré a la canoa para que no se perdiera. Después sentí un animal liso, no sabía qué era, pensé que hasta ahí llegaría mi vida, solo esperaba el mordisco. Lo primero que llegó a mi mente fueron los recuerdos más bonitos de la vida, mi familia, amigos. No le conté nada a Pedro.

Al amanecer, la marea se calmó, pero el frío los atormentaba. Pedro le decía a Cleves que ya no había esperanza, a lo que le respondía que sí la había, que solo debían confiar en Dios.

 

Celdas y patio de castigo o aislamiento para el cumplimiento de sanciones por parte de los internos. Foto archivo: Libro Guapos, valientes y matones de Dagoberto Salazar.

— Le hicimos peso a la canoa para que se volteara y la soltamos para que le saliera el agua. Metimos a la perrita ahí y comenzamos a nadar, debíamos terminar de sacar el agua, y me acordé de la taza amarrada, y comencé a sacar el agua con ella. Pedro y yo nos turnamos. Mi perra era la más feliz de ver que la canoa ya no tenía agua, nos subimos y sentimos alivio de nuevo, una felicidad inexplicable.

Su lucha en altamar duró casi nueve días, la piel se les comenzó a pelar por el sol y el agua salada, el hambre los tenía sin energía, y su impotencia al tener sed y no poder saciarla al tener tanta agua alrededor, los estaba matando.

Resultaron en un reventadero de olas, era preocupante, pues debían saber poner la canoa para atravesarlas y no terminar ahogados. A lo lejos vieron algo, no sabían si era un barco o tierra firme, y comenzaron a pedirle a Dios que fuera algo que los salvara, no importaba si eran los de la misma cárcel y debían volver allí, pero solo querían permanecer con vida.

Resultó ser un barco pesquero, los vieron y les ayudaron. Primero subió Jacqueline, luego Pedro y de últimas Cleves. Al subir hablaron con uno de los capitanes y los marineros, les dijeron que estaban bajando una balsa con madera y que el mar los desorientó, pero los tripulantes sabían perfectamente quiénes eran ellos. Aun así les dieron comida, frijoles, agua de panela y limonada, “casi nos mata esa maricada, yo pensé que nos habían dado veneno, pero poco a poco el organismo fue asimilando la comida”.

Se dieron cuenta que los del barco estaban planeando algo y les tocó hacer frente.

—Cogí un machete y les dije, hijueputas, pues si nos van a entregar aquí nos morimos todos, porque yo no me voy a dejar entregar, con este machete le bajo la cabeza a más de uno, así que por favor colaboren.

 

Especial sobre la vida y primer escape de Alberto López de la Isla-prisión Gorgona. (Recorte de prensa del diario El País de Cali.)

Uno de los capitanes, con el que ya habían hablado, les dijo que les ayudarían si no decían nada, pero debían irse en el cuarto de máquinas, en el cual hace un calor infernal. La idea de esos hombres era meterlos allí para matarlos, pero cuando el segundo capitán del barco, Cleomemes, se enteró, dio la orden de que los sacaran de allá. Les dieron comida y ropa de marinos, un pantalón negro a rayas y una camisa igual y unas botas de marinero.

Antes de llegar al puerto de Buenaventura los sacaron del barco, y Cleomemes les colaboró dándoles algo de dinero para llegar a Cali. Se despidieron felices por tocar tierra firme con vida, sin ser encontrados por la justicia, pero sin saber que veinte años después se encontrarían con el hombre que les salvó la vida, y sin pensar que meses después volverían al infierno.

Reconocimiento personería jurídica: Resolución 2613 del 14 de agosto de 1959 Minjusticia.

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