Por: Salomón Kalmanovitz
Se cumplieron 150 años de la Constitución de los Estados Unidos de Colombia, conmemorada por la solitaria voz del Externado de Colombia, que organizó una exposición de documentos y prensa de la época sobre la institución más democrática que forjó el país durante el siglo XIX.
La Constitución de 1863 estableció una confederación de nueve estados soberanos que disfrutaban de amplia autonomía fiscal y de sus sistemas legales, los que propiciaron el aumento en el recaudo de impuestos y en el gasto público que más beneficiaba a los ciudadanos de cada uno de ellos. El poder se rotaba frecuentemente y no se sabía cuál iba a ser el resultado de las elecciones, permitiendo que Rafael Núñez ganara la Presidencia en 1880.
Se abolió la pena de muerte, se establecieron los jurados de conciencia y se otorgaron plenas garantías a los ciudadanos. Se consolidó la separación de Iglesia y Estado, cuando ya se habían confiscado los bienes de manos muertas que poseía el clero, explotados por siervos de la gleba; estos bienes se subastaron, obteniéndose cuantiosos recursos que fortalecieron al gobierno central.
La educación se tornó laica, apoyándose en las ciencias modernas —la física, la química, la biología y la filosofía, para lo cual se trajeron profesores alemanes—, frente al horror que despertaban entre las almas aterrorizadas por el dogma católico; el propio clero denunciaba los pactos con el diablo europeo que sellaban los liberales.
El librecambio produjo excelentes resultados: las exportaciones pasaron de 3 millones de dólares anuales en 1850 a 20 millones en la década de 1870, diversificándose crecientemente: tabaco, añil, palo del Brasil, quina, cueros y el café que se cultivaba en Pamplona y salía por Cúcuta hacia el lago de Maracaibo. La mayor parte de las exportaciones se comportó de manera volátil; algunas fueron desplazadas por la química moderna y otras se acabaron porque el país era feudal, su productividad baja y la calidad de sus productos deficiente.
Todos estos avances en democracia, en economía y en educación fueron borrados con sangre por la Constitución de 1886, cuya implantación provocó tres guerras civiles. Su redactor fue Miguel Antonio Caro, hombre tan pío como despótico. El gobierno central se tornó autoritario, basado en una presidencia imperial con período de seis años, elegida de manera indirecta. El Legislativo surgía también de convenciones cerradas de delegados, todos conservadores. Los estados soberanos fueron robados de su autonomía y recursos fiscales que fueron gastados arbitrariamente, desconociendo las necesidades de los municipios y de las regiones. Gobernadores y alcaldes eran nombrados a dedo por el poder central. La economía se resintió con las guerras, la inflación desaforada y la persecución contra los empresarios, generalmente liberales.
La educación fue impartida bajo la dirección de la Iglesia, que prohibió la enseñanza de la ciencia y desarrolló el aprendizaje basado en la memorización, la represión y la obediencia ciega. Así, el país retornó a la Edad Media.
El Partido Liberal renegó de los ideales de Rionegro. Carlos Lleras prologó los escritos económicos de Caro en 1940 y lo exaltó como adalid del bien común. Indalecio Liévano Aguirre revisó favorablemente la imagen de Rafael Núñez, quien propició la liquidación del ideario liberal. En tiempos recientes, los congresistas liberales eligieron y reeligieron al profanador del Estado laico. Es que no hemos podido salir del Medioevo.
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