8 de julio de 2015
Por Consuelo Ahumada
Profesora titular Programa de Relaciones Internacionales
Investigadora del Observatorio de Construcción de Paz
Como lo enseña la experiencia de diversos puntos del orbe, desde Sudáfrica hasta Centroamérica, pasando por Irlanda, adelantar un proceso de paz en sociedades marcadas por conflictos internos de vieja data es una tarea que entraña enormes dificultades. No se trata de que los supuestos vencedores impongan las condiciones para la entrega y rendición de los vencidos, tal como ha sucedido en los enfrentamientos bélicos entre países o grupos de países, en particular en las dos guerras mundiales. Se trata más bien de sacar adelante un complejo proceso de negociación, en el que necesariamente deben hacerse concesiones de parte y parte para obtener la paz, con miras a la reincorporación de los sectores en conflicto a la vida civil, el reconocimiento y reparación de las víctimas y la reconciliación nacional, para construir una sociedad más justa.
El proceso de paz de La Habana entre el Gobierno Nacional y las FARC, que se desarrolla desde hace casi tres años, no escapa a dicha lógica, máxime cuando tiene la dificultad adicional de que se adelanta en medio del conflicto. Es decir, mientras los negociadores se sientan en la mesa en el país caribeño a discutir una agenda acordada por las partes, con el respaldo de cuatro países, dos garantes y dos facilitadores, en distintas regiones del país prosiguen los enfrentamientos militares y atentados.
Las consecuencias de más de cincuenta años de conflicto armado en el país han sido nefastas. El proceso de despojo y concentración de la tierra, en especial durante las últimas dos décadas, no tiene paralelo en ningún otro país de América Latina. El afianzamiento del paramilitarismo y su apoderamiento de importantes instituciones del Estado, así como la vinculación de los diversos actores armados con el narcotráfico y otras actividades delictivas han propiciado la generalización de unas condiciones de violencia sin precedentes. El conflicto ha dejado más de seis millones de víctimas, la gran mayoría campesinos, hombres y mujeres, víctimas del despojo y el desplazamiento forzado.
Pero además de la pérdida de vidas humanas y de la destrucción material, la exacerbación del conflicto armado ha producido una fuerte polarización social entre quienes pugnan por continuar con el conflicto y aquellos que defienden la salida negociada al mismo. Es el péndulo en el que se ha movido la sociedad colombiana en las últimas décadas. Pero lo más grave es que los excesos de la guerrilla y sus acciones en contra de la población y de la infraestructura del país han propiciado una derechización sin precedentes del país, lo que le confirió al paramilitarismo y a sus expresiones políticas una base social y política que sigue siendo fuerte. Adicionalmente, la persistencia del conflicto interno ha impedido el desarrollo del debate democrático sobre asuntos fundamentales y apremiantes del desarrollo económico y social del país, tal como se viene dando en la mayor parte de los países de la región.
De ahí la importancia de culminar exitosamente el proceso de paz de La Habana. A pesar de que se han desarrollado 38 ciclos de negociaciones y de que se han alcanzado acuerdos importantes en temas como participación política, narcotráfico, reforma agraria y reconocimiento y reparación de las víctimas, el proceso atraviesa por su momento más difícil, debido al escalamiento del conflicto.
En efecto, las FARC anunciaron un cese unilateral al fuego en diciembre pasado, que en términos generales cumplieron. Pero precisamente cuando el Presidente Santos expresó su disposición a considerar el cese bilateral, la guerrilla lanzó un ataque que acabó con la vida de 11 soldados en el Cauca. El gobierno respondió intensificando los bombardeos a los campamentos guerrilleros y las FARC le puso fin al cese unilateral e inició una espiral de atentados a las fuerzas militares y de ataques a la infraestructura del país, con un impacto social y ecológico de gran magnitud. Con ello, la confianza y credibilidad de la población frente al proceso de La Habana llegaron a su punto más bajo.
Las dificultades del proceso de paz han sido aprovechadas por sus enemigos desde la extrema derecha, representados por la fuerza del ex presidente Álvaro Uribe, sectores importantes de las fuerzas militares y personajes como el Procurador General de la Nación. Su clamor de alcanzar una “paz sin impunidad”, su rechazo y caricaturización de la justicia transicional y sus constantes ataques a la supuesta entrega del gobierno a las FARC solo esconden su deseo de sabotear el proceso y de regresar a la política de tierra arrasada. Estos sectores se han visto muy beneficiados en términos económicos y políticos con la persistencia y exacerbación del conflicto y con el despojo y concentración de tierra resultante.
Pese a sus dificultades, es necesario que las fuerzas y organizaciones democráticas del país le sigan apostando al éxito del proceso de paz. La gran mayoría de los países del mundo, lejanos y cercanos en términos geográficos y políticos, han respaldado a Colombia en este propósito, por lo que los defensores de la guerra están cada vez más aislados. Tal como señaló recientemente monseñor Luis Augusto Castro, jefe del episcopado en el país: “El proceso de paz es lo único. La otra alternativa es seguir la guerra, acentuar la guerra”.