Nunca he tomado en serio a los técnicos de las agencias multilaterales como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Tienen que complacer demasiados intereses, tanto de los países dominantes que financian sus operaciones como de los países que reciben sus ayudas, lo que los aleja de la verdad que preocupa a pensadores independientes. Hay excepciones que confirman la regla, como cuando Joseph Stiglitz fuera economista principal del Banco Mundial.
Los técnicos de estas instituciones comparten un optimismo panglosiano o cándido en el que sus modelos terminan proyectando que todo sucede para bien en este, el mejor de los mundos posibles. Según Carlos Felipe Jaramillo, vicepresidente del Banco Mundial para América Latina, “podemos soñar el futuro que queremos y proyectar medidas para ir en esa dirección” (El Espectador, 8 de julio). No se qué se pueda soñar en una región a la que le ha ido mal aun antes de la pandemia, acogotada en una trampa de renta media que ha dado lugar a un crecimiento del PIB por habitante anual de solo medio punto porcentual durante la última década. Se combinaron, como siempre, dependencia en volátiles rentas de exportación, productividad estancada y baja tributación, factores que impidieron que aumentaran el crecimiento y la acumulación de capital.
Ante la nueva tragedia global creada por el COVID-19, el mismo Jaramillo cree que “nuestros países tienen ante sí la posibilidad de resurgir del coronavirus con un nuevo paradigma de crecimiento que evite errores del pasado y aprenda de los éxitos de otras latitudes. De ellos dependerá el progreso colectivo, la creación de puestos de trabajo y la posibilidad de sacar a millones de familias de la pobreza”. ¿Cómo lograrlo? Como siempre nos lo ha recomendado el Banco Mundial: “Salto de productividad evitando esquemas cerrados”, o sea, sin proteccionismo ni capitalismo de Estado. Esta es una fórmula que siempre rechazaron China, Corea del Sur, Taiwán, Malasia y Tailandia, todos impulsados por capitalismos de Estado que lograron desarrollar las fuerzas productivas de sus sociedades. Según Mariana Mazzucato, se requiere un Estado fuerte y emprendedor que aglutine a sus empresarios y los guíe hacia metas de desarrollo nacional y exportador, algo que solo da la economía política de los países desarrollados y de algunos países asiáticos.
Según el mismo Jaramillo, la América Latina se contraerá 7 % durante el 2020, algo que es temprano de pronosticar, dada la magnitud del primer surgimiento de la pandemia en Brasil, Chile, Perú y Colombia, que puede tener un efecto peor sobre la producción que el supuesto hasta el momento. Insiste, sin embargo, en que “superaremos la crisis actual y debemos hacerlo sobre la base de una utopía realizable”.
¿Cuál será el motor de desarrollo del futuro, una vez superada la pandemia? Según Jaramillo, educación, mucha educación apoyada por pequeños préstamos del Banco Mundial que permitan apropiar y desarrollar tecnologías nuevas: plataformas digitales y diseminación de la banda ancha, aunque reconoce que la mitad de la población no tiene acceso a ella. Se debe también, digo yo, romper las barreras que impiden la competencia y la inversión de las empresas. Esas barreras son oligopolios financieros, altos grados de concentración en pocas empresas, firmas de servicios públicos monopolistas, capturas del Estado por viejas y nuevas élites y, no menos, Estados raquíticos e incompetentes.
Salomón Kalmanovitz