James Robinson tiene la virtud de llamar las cosas por su nombre. Los cientistas sociales colombianos reaccionamos en su contra cuando afirmó que el Estado colombiano nunca había hecho reformas progresistas en el campo y que muy difícilmente las podría hacer hacia el futuro.
Lo que medio había hecho bien era llevar educación a toda la población y se requería ahora mejorar su calidad, que es lamentable. Todos nos le fuimos encima con argumentos morales o insistiendo que ahora sí había que hacer las grandes reformas que no hemos hecho en dos siglos de historia independiente.
En un debate que organizamos alrededor del tema en la Tadeo el 2 de julio pasado, Robinson, José Antonio Ocampo, director de la Misión Rural, Darío Fajardo uno de los más serios historiadores de la izquierda, y Albert Berry, un gran conocedor de la cuestión agraria en Colombia y defensor de la pequeña agricultura, plantearon sus argumentos de manera clara y constructiva.
Robinson explicó que el equilibrio económico colombiano de largo plazo impide su desarrollo profundo. Al igual que en el siglo XIX, sigue vigente el derecho a la rebelión que dificulta que el Estado se haga al monopolio de los medios de violencia. Esa misma debilidad le impide poner a tributar a los ricos y menos aún a los terratenientes. Los derechos de propiedad pueden ser desafiados por los violentos, el crimen organizado o la pequeña delincuencia. El sistema está basado en el clientelismo y la compra de votos, mientras que los políticos son financiados por los contratistas, lo que hace que la infraestructura sea deficiente y existan pocos bienes públicos. Para rematar, lo digo yo, hay unos pocos intereses corporativos alimentados por el Estado que dan lugar a un capitalismo compinchero, de baja productividad.
Hay una relación enfermiza y explotativa entre el centro político y la periferia. Esta es pobre, asolada por organizaciones insurgentes o criminales, la justicia no le llega, los servicios públicos son de mala calidad y las inversiones públicas se las roban (en cambio, en el centro también). La baja calidad de la democracia impide que los ciudadanos puedan cambiar el equilibrio económico, mientras que las élites se benefician del mismo.
Ocampo defendió algunos logros que muestra la sociedad rural a partir de la descentralización y cree posible implementar unas reformas que empoderen más a las comunidades, que permitan titular las tierras de los campesinos (60% no cuenta con escritura), incluyendo las usurpadas, eliminar los subsidios que benefician a los más ricos y construir bienes públicos como asistencia técnica y carreteras. Un impuesto predial y un catastro actualizado que castiguen las tierras improductivas, en los que insistió también Berry, ayudaría a desconcentrar la propiedad agraria.
Fajardo estuvo de acuerdo con Robinson en la naturaleza del régimen, pero planteó que la insurgencia podía cambiar el equilibrio a favor de los campesinos, una vez culminado el proceso de paz, al empoderar las zonas de reserva campesina y contar con una representación política fiel a sus intereses. Berry insistió en que la economía campesina tenía un gran potencial no sólo productivo sino de ser base de una democracia social y que la educación por sí sola no garantizaba el desarrollo.
Lo importante de este debate es que mostró que somos capaces de adelantarlo con argumentos, escuchándonos y aprendiendo de los demás. Ojalá que el país pueda replicarlo.
Salomón Kalmanovitz | Elespectador.com